Los jóvenes marcan el camino

Ante la crisis ambiental que vive el planeta se vuelve imperiosa la necesidad de contemplar y atender la voz de las nuevas generaciones, los verdaderos herederos de una Tierra que grita “basta”.

El desafío medioambiental está evidenciando una crisis bien profunda, de tipo entrópico, fruto del colapso que está registrando nuestro estilo de vida, que abarca por tanto nuestro sistema económico como productivo y de consumo. En definitiva, están siendo cuestionadas las concepciones éticas que hacen a nuestra convivencia.

Una crisis entrópica se diferencia sustancialmente de una de tipo dialéctico. En este segundo tipo, entran en crisis valores que se contraponen, pero se puede avizorar que habrá cierto tipo de desenlace. La revolución de Estados Unidos a fines del siglo XVIII, la propia Revolución Francesa, los conflictos que acabaron con el colonialismo, como el que condujo Gandhi, son ejemplos de ello. Una crisis entrópica, en cambio, supone un colapso de valores de tales dimensiones que no es posible ver hacia dónde va ese proceso. El derrumbe del Imperio romano o la caída del Muro de Berlín son un ejemplo de ese primer tipo.

Esta diferenciación es importante, porque si las crisis dialécticas permiten intervenir usando herramientas técnicas, como la política, la economía, el derecho, etc., para conducir el proceso, en el caso de las entrópicas no es suficiente el “parche” técnico, el arreglo puntual de tal o cual mecanismo sin un cambio profundo y paradigmático. La crisis económica y cultural que está llevando al colapso ambiental tiene estas características entrópicas y el desenlace no es seguro. Aquí está en juego la continuidad de gran parte de nuestra civilización.

El relato que ha pregonado la liberación de la teoría y la praxis económica de cualquier vínculo ético ha tenido un efecto nefasto: ha ido erosionando los tejidos sociales, instalando un individualismo conducido a niveles exasperantes. La economía se ha despreocupado por los efectos del estilo de producción y consumo de bienes, que además de efectos sociales, ha intervenido deteriorando el medio ambiente.

El primer cambio de paradigma necesario para afrontar los cambios climáticos es el de volver a considerarlo como un bien común del que tenemos que cuidar todos. Esa toma de conciencia debe abarcar desde el espacio de decisión política de nuestros dirigentes, pasando por el Estado en sus diferentes niveles, nacionales y locales, a la sociedad civil, al plano educativo, pasando por la actividad económica de toda empresa, al ciudadano de a pie. Sobre todo en los países pobres, durante mucho tiempo hemos creído que el cuidado ambiental era un lujo para cuando nos hubiéramos desarrollado; en el Primer Mundo la idea era que se podría prescindir de ello, sucesivamente que eso podía ser incluso un negocio. Hoy comprendemos que debemos aprender a hacer sustentable nuestro accionar mientras hacemos economía, política o vida social. Aquí aparece el desafío de una responsabilidad social difusa, que incumbe a todos y que va desde cómo producir contaminando en modo que la naturaleza pueda absorberlo, a cómo consumir en modo racional. Una tarea en la que la educación tendrá un rol fundamental. Y es esperanzador ver cómo en esto los jóvenes son los más sensibles y, a menudo, concretos.

La intervención es urgente: los científicos están señalando con cada vez más energía que el proceso de cambio climático se está acelerando y que hay que intervenir drásticamente y ya. Entre las muchas razones, todas de sentido común, de tomar decisiones en el muy corto plazo, debe primar también una razón solidaria, que —a no olvidarlo— es la esencia de la cohesión social: los países más vulnerables al cambio climático son los más pobres.

Aquí “vulnerable” tiene una doble interpretación: porque están más expuestos a los embates del clima, como es el caso de los países centroamericanos o los de África, expuesta a carestías y sequías, y porque están dotados de menos recursos para paliar las consecuencias negativas. Las sumas que los Estados Unidos destina al año para reparar los daños de huracanes cada vez más violentos, equivalen o superan el producto bruto de varios países de África subsahariana, Sudeste de Asia o de América central.

El tema de la solidaridad nos conduce nuevamente al tema de los jóvenes. En estos meses han cobrado mucha fuerza las movilizaciones que están promocionando, por ejemplo, Friday for Future (“Viernes por el futuro”), liderado por la adolescente sueca Greta Thunberg. Es importante que los chicos se movilicen para crear conciencia en materia ambiental y deberíamos agradecer esta sensibilidad. Nos recuerdan que, desde una perspectiva ética, la solidaridad que debe animar nuestra vida social, no es solo con las generaciones presentes, sino también con las futuras. Los efectos, posiblemente, más virulentos del cambio climático serán a partir de mediados de este siglo, cuando muchos de nosotros ya no estemos. Pero estarán nuestros nietos y descendientes de ellos. El proceso cultural para este cambio de mentalidad, al que podemos aportar nuestro grano de arena, no será en beneficio de nuestra calidad de vida, sino para aquellos que hoy decimos amar con todo nuestro corazón. A esta solidaridad intergeneracional (o diacrónica) se refería la pequeña Greta cuando en la ONU cuestionaba: “¡Se han robado mis sueños!”. Si en el plano jurídico no tenemos derecho a perjudicar la calidad de vida y los recursos naturales de los que vendrán, en el plano ético no podemos ser tan descorazonados y no dar todo de nosotros para limitar los daños que, sí o sí, se verificarán.

¿No habrá llegado el momento —ante una situación tan especial— de tomar conciencia de que los adolescentes deberían poder incidir en la toma de decisiones políticas, pues de aquí en más se reflejarán en su vida? Los técnicos deberán buscar cómo canalizar el voto de adolescentes y niños. De parte nuestra, es hora de comenzar a verlos con otros ojos.

* Artículo publicado en la edición Nº 615 de la revista Ciudad Nueva.

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Fuente: https://ciudadnueva.com.ar

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