Vivimos una situación muy peligrosa. No es algo completamente nuevo. El otro, la persona que tenemos delante nos resulta amenazante. Incluso gente muy querida puede contagiarnos el Covid-19, la enfermedad y la muerte.
Los otros siempre han sido un peligro. Pero hay peligros buenos y peligros malos. “Huele a peligro”, canta Myriam Hernández. No sé en qué sentido lo dice. No me acuerdo del resto de la canción, pero la expresión pone los pelos de punta.
Me tincan dos cosas. Una, que alguien se comienza a enamorar de una persona que tiene ya un compromiso definitivo. En este caso, se trata de un riesgo que es aconsejable evitar. La otra, que alguien se enamora de una persona libre, sin un vínculo de por vida con nadie. Es un peligro distinto, en este caso el que nos entre en la vida otro, otra, que nos desordene el corazón, la cabeza. Si es así, el riesgo hay que correrlo. ¿Siempre? Habrá que verlo. Pero es claro que de eso depende la mayor de las felicidades. Son oportunidades que es mejor no dejarlas pasar.
Vivimos una situación muy peligrosa. No es algo completamente nuevo. El otro, la persona que tenemos delante nos resulta amenazante. Incluso gente muy querida puede contagiarnos el Covid-19, la enfermedad y la muerte. Un amigo, una hija, un empleado, la jefa… el peligro es mortal. No es extraño que unos seres humanos puedan acabar con sus semejantes, recordemos las guerras y los genocidios, pero se nos había olvidado la lepra, otras epidemias y pandemias, experiencias tremendas en que el “prójimo” nos amedrentó, aterrorizó y llegamos, incluso, a considerarlo nuestro enemigo.
Tenemos miedo. Evidentemente hemos de evitar los contagios, por los otros más que por nosotros, diría un cristiano. Héroes, heroínas, se acercan al martirio. Es mucho lo que debemos a ese ejército de personal de la salud, funcionarios públicos, repartidores en bicicleta y tanta gente que ayuda a conjurar la amenaza del virus.
Tienen mucho más miedo, por cierto, las personas mayores. A algunas las atemoriza morir. Obvio. A otras, que las puedan encerrar de por vida, que ni siquiera las dejen despedirse de sus nietos. Tienen, tenemos miedo y pena.
Con todo, estimo que la situación que padecemos no es el peligro mayor. El peor de los enemigos consiste en encerrarnos en nosotros mismos, impidiendo entrar a otros, pensando que adentro nuestro podemos escapar de los demás. Esta, en realidad, es una trampa. El ego, sin los demás, termina por devorarse a sí mismo. Hace daño a los otros por acción u omisión y, tarde o temprano, se arruga y huye incluso de su sombra. El ego desarrolla estrategias para librarse de aquellos que cree que le pueden perjudicar. “Cuídate”, dice a sus semejantes. Pero esta bella expresión puede expresar amor y, a la vez, todo lo contrario. En ella también asoma un “hazte cargo de ti mismo”: yo, ego, no quiero que me toques. “No me toques”. Al ego no le gusta el tacto, no se contacta con los demás, porque le pueden pedir plata, tampoco se contacta consigo mismo, porque puede descubrir precisamente que es egoísta.
“Huele a peligro”. Este olor marea, nos aturde. A pesar de todo no estábamos tan mal. Veníamos haciéndonos cargo de las demandas del estallido social, pero se nubló el cielo y arrecia un temporal de bichos, alertas y recomendaciones, que nos hacen esquivar las manillas y las miradas.
Pero si se trata de poner las cosas en orden, el más penoso de los peligros no es que los demás nos toquen, que los toquemos, sino irse a la tumba intactos. ¿Se entiende? Nada habrá más triste que volver a levantar el mundo segregado en que hemos vivido, clasista e injusto. Por el contrario, una época mejor puede advenir. ¿Por qué no?
Dependerá de nuestras generaciones abrirnos a los prójimos, a su originalidad, a su encanto y a sus depresiones, a sus historias recordadas y por recordar, y dejar que nos desordenen la casa y nos mejoren. El nombre de una nueva época podría ser “generosidad”. Esta es la vocación del género humano. El peligro que nos aterra no debiera tragarse a la humanidad. Todo depende de qué se entienda por peligro.
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