Su lectura camina sobre la base de reconocer los modos de escribir de los autores antiguos. Y de reconocer los modos de comprender del lector actual.
“La Biblia, enseña la Iglesia, ha de ser leída con el mismo Espíritu con que fue escrita”, expresa san Agustín.
¿Por qué la Iglesia? Porque la Biblia nace en la Iglesia, de la Iglesia. Es un testimonio de su fe. No se la encontró ya hecha: se la apropió y luego declaró que tenía el monopolio de su interpretación. Así, es ella quien la escribió y es ella misma quien la interpreta según la intención que tuvieron sus autores: comunicar el sentido que Dios le ha dado al caminar de la Humanidad. El sentido de la Biblia apunta a la salvación, que es el paso a condiciones de vida más humanas, según el sueño de Dios, de una humanidad que es plena en la fe.
Dice el Concilio Vaticano II: es Dios mismo quien habla en la Biblia, y lo hace de una manera humana, de modo no mágico. No hay dictado divino de palabras sagradas a un autor humano, este no es un instrumento. Dios es autor, cien por ciento; el hagiógrafo también lo es, cien por ciento. Cada uno es totalmente autor, a su modo. Cada uno en su nivel. Dios habla y comunica la verdad desde dentro de la experiencia de la fe que humaniza (actúa de manera humana). La comunidad vive la fe al interior del misterio de Dios, que es todo en todos.
No se trata entonces de que el autor humano arme un discurso “neutro” o “metafísico” y luego busque formas literarias para expresarlo, como se echa la mezcla en un molde. Más bien, de esa convicción de fe solo se puede dar testimonio según los modos propios de cada tiempo.
Lo mismo hay que decir de Dios: Dios “condesciende”, se hace semejante al Hombre (varón y mujer), menos en el pecado. No se trata de que Dios en algún momento decida comunicarse a gotas al Hombre de tal manera que este pueda entender, pues el modo de ser de Dios es de cercanía, empatía, entrega total y siempre comprensible (hasta donde la Humanidad puede captar).
Para entender lo que Dios ha querido comunicar de modo humano, es necesario investigar con atención lo que los autores sagrados —verdaderos autores—, pretendieron expresar. Esto exige conocer la existencia de los géneros literarios y reconocerlos en la lectura de la Biblia.
¿QUÉ ENTENDER POR «GÉNERO LITERARIO»?
Se trata de categorías de clasificación de la expresión oral o escrita que presentan contenido y estructura homogéneos, con finalidad, formas, técnicas narrativas, etc., comunes. Es indispensable reconocer su existencia y acertar en su identificación (a qué género pertenece un trozo) para reconocer la intención del autor y la relación entre la expresión literal y su contenido. En el caso de la Biblia, esto es necesario para dar con el sentido literal y salvífico del mismo texto.
Por eso se vuelve imprescindible “examinar y distinguir claramente qué géneros literarios quisieron usar y usaron de hecho los escritores de aquellas épocas remotas” [de la redacción de la Biblia], “sin descuidar la luz que viene de las investigaciones modernas acerca del hagiógrafo (de la arqueología, la historia, la etnología y las otras ciencias), las condiciones de su vida, para mejor determinar lo que quiso decir” (Pío XII, Divino Afflante Spirito).
Junto con ese paso hacia delante, surgió otro problema: la tendencia a leer todo en términos “históricos” y a considerar que lo que en la antigüedad se entendía por historia es lo mismo que hoy se entiende como tal. Por una parte, parecería que negar la historicidad (factual) a un texto que no es histórico, significa negarle su valor de verdad. Por otra, para atacar el valor de verdad de la Biblia, parecería que nada es mejor que mostrar la imposible historicidad de muchos de sus textos (olvidándose de todos los demás géneros literarios).
Sin embargo, hay que tener presente que no todo se comunica mediante informes o cronologías, y que el sentido del texto bíblico no viene dado por los hechos mismos, sino que en él hay un intérprete que nos da su versión de lo sucedido con la intención de abrir un diálogo que nos acerque a lo que de verdad ocurrió. Se trata no de una crónica, sino de un testimonio de la experiencia de la fe, expresado en los términos de una persona creyente, con elementos históricos y otros que no lo son.
La lectura que identifica el hecho con el relato del mismo corresponde al fundamentalismo. Considera que Dios ha dictado cada coma de la Biblia y que por eso en esta no puede haber error. Desde esa perspectiva, solo existen los géneros literarios actuales (historia, astronomía, geología, etc.) y en los mismos textos no habría poesía, ni símbolos, ni desarrollo de la teología. Así, la lectura de tipo fundamentalista traiciona el sentido del texto.
ALGUNOS EJEMPLOS
La ignorancia actual respecto de los géneros literarios lleva a algunos equívocos más o menos graves para la comprensión de la Biblia. Por ejemplo, todavía hay quien considera los libros de Rut (supuestamente, bisabuela del rey David) y de Jonás (al que se lo tragó la ballena) como históricos, ambos realmente sucedidos. Sin embargo, ambos son novelas irónicas contra los que consideraban que la salvación de Yahvé era solo para los judíos, y de ella se excluía a los demás pueblos y religiones. La respuesta que dan es que David desciende de una extranjera y que Jonás —contra su querer, pero según el querer de Dios— predica la conversión a los asirios, enemigos de Israel, y estos se convierten y se salvan.
Otras veces una lectura descontextualizada desconoce la distinción entre la literalidad de un relato y la intención del autor: como cuando Yahvé, en un texto lleno de paradojas y difícilmente histórico (Josué 6), manda conquistar Jericó sin armas y al son de trompetas, y luego destruirla. Se confunde ahí a Yahvé con un dios asesino. Y no se percibe el lento progreso ético que significa prohibir la violación y tortura de sus habitantes previas a su muerte ya declarada (como ocurre todavía en algunas guerras contemporáneas). Evidentemente se trata de acciones no reproducibles literalmente, pero sí de progresos que deben seguir repitiéndose. Y ahí está el sentido del texto.
Mientras que en Marcos 1 Jesús sana a la suegra de Pedro en sábado —poniendo su reincorporación a la comunidad por encima de las normas religiosas que la marginaban por estar enferma—, en Mateo 8 el mismo milagro es relatado con otros milagros para acentuar que en Jesús se cumple lo anunciado por Isaías: cargó con nuestras dolencias y enfermedades. Ambos tienen razón.
El patrón cultural binario de la antigüedad judía está conformado por la díada honra-vergüenza. Más importante que actuar honradamente es no ser sorprendido en falta, no pasar por la humillación de la infamia (como un empresario coludido que consideraba que el día cuando fue descubierto fue el peor de su vida… y no cuando decidió defraudar a miles de personas). Leer toda la escritura en clave de transparencia-ocultamiento, díada que hoy nos rige, en parte, impide comprender lo que el autor está tratando de decir. Y dice mucho de la rigidez de quien no consigue comprender ejes culturales diferentes al propio.
¿Y NOSOTROS?
La ciencia bíblica, la lectura de la Biblia, camina sobre la base de reconocer los modos de escribir de los autores antiguos. Y de reconocer los modos de comprender del lector actual.
Al hablar de la Biblia, no hablamos de un solo escritor. Su redacción demoró siglos y las ideas fueron evolucionando. Una particularidad del pasado, para nosotros sorprendente, es que lo que se descarta no se bota, y el resultado de esto es que ciertos puntos de vista, que fueron superados con el tiempo, se mantuvieron presentes en el mismo texto. De esa manera, nuestra lectura se vuelve más compleja al no saber distinguir lo nuevo de lo viejo, al no percibir que la palabra humanizante de Dios quizá no está ni en el texto más antiguo ni el más nuevo, sino en el proceso que se revela en la presencia tensa de ambos, igualmente Palabra de Dios. La Biblia inspira con afirmaciones tajantes, muchísimas veces (como “ama a Dios, a tu prójimo y al extranjero”), y otras en procesos de comprensión de cómo Dios va llevando a relaciones más fraternas (desde “desearás a tu marido y él te dominará”, Génesis 3; hasta “ya no hay distinción entre varón y mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús”, Gálatas 3).
Una lectura fiel al sentido de la Biblia exige conocer el trasfondo del contexto histórico, vital, antropológico de las comunidades que originaron esos textos. Y también de quienes la leen, que lo hacen de un modo igualmente contextualizado. Todos, recurriendo a sus propios géneros literarios. Al coincidir estas dos situaciones, ambas históricas, se da la comprensión y el encuentro fecundo entre los creyentes de entonces y los de hoy, y la comprensión de la Biblia como inspiradora del encuentro con Dios salvador en el tejido de la vida.
Durante siglos, la jerarquía de la Iglesia mantuvo vetada la Biblia a los fieles. Cabe preguntarse a qué género literario corresponde esa prohibición: cuál fue su contexto, por qué se consideró que esa restricción era más segura y fecunda que permitir su lectura, qué perseguía. Hoy podemos hacernos las mismas preguntas. La Biblia es un libro escasamente leído: a qué contexto responde este rechazo, de qué quiere protegerse quien no quiere abrirla y dialogar con ella, qué pasaría si la leyese.
En la búsqueda de la propia identidad personal (singular y comunitaria), la conquista de la libertad, la Biblia es una gran interlocutora, que contiene el testimonio de cientos de interlocutores. Antes de aceptar o rechazar un texto por lo que, de buenas a primeras, “me dice” o “no me dice”, surge la tarea noble de preguntarse por lo que el texto, es decir, el otro, “dice” y cómo lo hace. MSJ
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 697, marzo-abril de 2021.