Revista Mensaje N° 700. «Elecciones en Perú: Un grito por la democratización»

Nos encontramos con un país profundamente dividido por dos maneras de posicionarse ante su historia y su futuro, pero el triunfo de Castillo expresaría también la resistencia de un electorado que busca poner un límite a quienes representen la corrupción y el clasismo.

En julio de 2011 me tocó comentar en Mensaje el desarrollo del proceso electoral que llevó a Ollanta Humala al poder y el significado de aquel triunfo para el Perú de entonces. Hoy compruebo que lo escrito hace diez años sigue teniendo vigencia, porque lo que estas últimas elecciones nos muestran es que la estructura social peruana básicamente no ha cambiado, y que la pandemia del coronavirus no ha hecho más que agudizar las brechas económicas, sociales e institucionales que el país arrastra desde la fundación de la república, hace doscientos años.

¿Qué habría, no obstante, de novedad? Diría que, asumiendo las cifras ofrecidas por la autoridad electoral, nunca había sido elegido presidente del país un candidato tan al margen de la sociedad urbano-capitalina. Y es una novedad también, por lo menos para estos dos decenios de vida democrática, el nivel de violencia contra las instituciones estatales desencadenado por el rechazo de la élite económica y limeña a la figura de Pedro Castillo.

BRECHAS EN EVIDENCIA

Efectivamente, a pesar de los esfuerzos de inclusión social que el mismo Humala impulsó durante su gobierno, el Perú sigue siendo un país muy desigual y la pandemia lo ha evidenciado. Más del 70% de los intercambios económicos transcurren de modo informal, con el nivel de desprotección laboral y social que ello genera. Más del 60% de quienes habitan en zonas rurales no tiene acceso a internet, en tiempos en los que todo el sistema educativo funciona en modalidad virtual. Y, según las cifras sinceradas por el gobierno actual, el Perú registra una altísima tasa de mortalidad por covid-19 (500 fallecidos por cada 100.000 habitantes), lo que habla de la precariedad de su sistema estatal de salud, desbordado por la demanda de oxígeno y de camas UCI generada por la pandemia. Por lo demás, ¿qué peruano o peruana del sector popular no ha compartido la desesperación de un conocido, cuando no de un familiar cercano, ante la imposibilidad de encontrar oxígeno para seguir viviendo? Esa es la magnitud de la tragedia en medio de la cual se han desarrollado estas elecciones parlamentarias y presidenciales.

Sin embargo, hay también otro fenómeno presente ya hace diez años y que no ha hecho más que agudizarse paulatinamente: la precariedad de la institucionalidad democrática del país. La crisis de los partidos políticos tiene ya larga data en el Perú. Basta tomar en cuenta que el único partido político tradicional que ha obtenido la presidencia en los últimos treinta años, el APRA de Alan García (1985-1990 y 2006-2011), hoy en día no cuenta siquiera con la inscripción necesaria para participar en elecciones. Por su parte, Acción Popular, el partido que llevó dos veces al poder a Fernando Belaúnde (1963-1968 y 1980-1985) y que parecía renacer al obtener la bancada más grande en el Congreso que se despide, perdió legitimidad cuando sus parlamentarios forzaron el orden constitucional para destituir al presidente Martín Vizcarra en septiembre de 2020 y reemplazarlo por Manuel Merino, quien luego sería defenestrado.

La crisis de los grandes partidos ha dado lugar, entonces, a la emergencia constante de pequeñas agrupaciones constituidas para tentar el poder en lo inmediato, desde aquel Cambio 90 con el que comenzó Alberto Fujimori, hasta el Perú Libre que habría llevado a Pedro Castillo a ser elegido Presidente.

En la gran mayoría de casos, se trata de agrupaciones sin doctrina política sólida, sostenidas en liderazgos individualistas —por no decir caudillistas— y en programas abiertamente populistas. De manera que, una vez alcanzado el poder ejecutivo o legislativo, estos partidos se muestran incapaces de alcanzar consensos para reformas que optimicen el sistema democrático, porque prima el deseo de conservar la cuota de poder propia, cuando no de cuidar intereses económicos o de librarse de la acción de la justicia. Y es así como las principales instituciones democráticas, al estar a merced de apetitos inmediatistas que invisibilizan sus fines éticos, viven en el Perú en una zozobra permanente.

UN PAÍS ENTRE DOS FUEGOS

Las características de este último proceso electoral son, sin lugar a duda, consecuencias directas de las brechas señaladas. En la primera vuelta, nada menos que dieciocho agrupaciones políticas presentaron candidaturas presidenciales, entre las cuales solo dos tenían tradición partidaria. Como resultado de la atomización de las preferencias, Pedro Castillo y Keiko Fujimori pasaron a la segunda vuelta, cada uno con menos del 20% de votos, es decir, lo lograron más por la ausencia de un candidato aglutinador que por caudal electoral propio. Sin embargo, la disimilitud de las posturas que ambos enarbolaron hizo emerger adhesiones masivas a Castillo y a Fujimori que, como ya había ocurrido en 2011, eran más resultado de un rechazo al oponente que de una verdadera identificación con el candidato elegido.

Castillo, quien probablemente nunca imaginó pasar a la segunda vuelta, postuló con un programa socialista anacrónico elaborado por el fundador de su partido, el exgobernador regional condenado por corrupción Vladimir Cerrón. Fujimori, por su parte, reivindicaba la centralidad de las políticas neoliberales en el despegue económico peruano, al tiempo que seguía procesada por corrupción y exhibía un equipo de trabajo con pocas credenciales democráticas. Era, entonces, hasta cierto punto previsible que los sectores desfavorecidos, los que más sufren los efectos de la pandemia, y la ciudadanía crítica de la tradición corrupta y antidemocrática del fujimorismo, apostaran mayoritariamente por Castillo. Y era previsible también que los sectores emergentes y acomodados, celadores del modelo económico actual y distantes de los regímenes socialistas de la región, se inclinaran por Fujimori.

Lo que ha sorprendido es el nivel de polarización producido por la discusión política en todos los ámbitos de la vida social (en la familia, el trabajo, en la Iglesia etc.), discusión que ha tenido como escenario privilegiado el desenfrenado espacio de las redes sociales. Y, aunque no sea sorprendente, ha sido estremecedora la violencia racista surgida, fundamentalmente contra el candidato Castillo y sus seguidores, entre las poblaciones blancas y citadinas del país. De allí, pues, que hoy, transcurridas las elecciones, nos encontremos con un país profundamente dividido, ciertamente por dos opciones electorales, pero en el fondo por dos maneras de posicionarse ante su historia y su futuro.

EN LA INCERTIDUMBRE, ¿ESPERANZA?

¿Qué puede significar en el Perú de hoy el eventual triunfo de Pedro Castillo? Si Castillo logró imponerse sobre Fujimori, aunque fuese por una mínima diferencia, esto se debió básicamente a dos factores. Primero, al amplio rechazo de la ciudadanía a la conducta política de Keiko Fujimori en los últimos años, caracterizada por promover en el Congreso una hostilidad permanente hacia el Ejecutivo y hacia las instituciones judiciales. Y, en segundo lugar, a la sensación de hartazgo producida por una campaña fujimorista millonaria, que gozó del respaldo de los grandes medios de comunicación, de los influencers del espectáculo y del deporte, y que hizo del fantasma del comunismo una herramienta permanente de intimidación. Por ello, se puede decir que el triunfo de Castillo expresaría la resistencia de un electorado no solo demandante de inclusión económica, sino consciente de la importancia de poner un límite a fuerzas que representen la corrupción y también al clasismo en el país.

De cierta manera, el triunfo de Castillo en el escenario social surgido en la segunda vuelta evidenciaría que la sociedad de privilegios y grupos de poder que ha sido el Perú en estos doscientos años de vida republicana no da para más.

Sin embargo, Pedro Castillo no deja por esto de ser el candidato que, dado el rechazo a su programa original, ha debido improvisar constantemente sus propuestas de gobierno; el candidato que permanece bajo la sombra de un caudillo condenado por corrupción, y el candidato que, incluso en el sector que votó por él para cerrarle el paso a Fujimori, sigue generando dudas e incertidumbres.

De ser proclamado Presidente, es muy probable que, apoyado por el equipo técnico de la excandidata Verónica Mendoza, quiera llevar adelante un programa económico de izquierda, aquello que hace diez años Humala prometió y no hizo. Sin embargo, si desea un gobierno sostenible, su primera tarea será promover la unidad entre estas dos mitades de país que hoy se critican mutuamente, a veces con declarada violencia. Castillo gobernará con la amenaza constante de un Congreso desde donde el fujimorismo y las fuerzas de derecha tratarán, previsiblemente, de hacerle caer a la primera oportunidad, y con la presión de una élite económica limeña que resiente el no haber tenido el mismo acceso a él que tuvo con Humala. Contará sí con una ciudadanía activa, vuelta a movilizar desde la vacancia de Vizcarra, y que lo vigilará, pero también lo defenderá si se siente reconocida en su proceder.

Castillo deberá ser muy consciente de que no ha ganado la elección en virtud de un programa ideológico, sino de un programa democratizador largamente postergado; y consciente, por tanto, de que lleva consigo las esperanzas de reconocimiento de gran parte del Perú no capitalino y rural.

Finalmente, si sabe convocar a gente que le ayude a leer bien el proceso político en marcha, no dejará de ser esperanzador para la causa democrática el hecho de que un humilde maestro de escuela conduzca al país en el inicio de su tercer siglo de vida republicana. MSJ

Fuente: Comentario Internacional publicado en Revista Mensaje N° 700, julio de 2021.

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