Revista Mensaje N° 702. «El fin del siglo de Estados Unidos»

Su derrota en Afganistán marca un punto de inflexión. Dos décadas de presencia militar allí han dejado al descubierto los límites de su poderío militar y político, cerrando un período en que tuvo hegemonía en los asuntos internacionales.

Al anunciar el retiro total de Afganistán, el presidente Joe Biden proclamó que Estados Unidos había cumplido con sus objetivos. El mandatario aclaró que la meta nunca fue el “nation building”, o sea, hacer del país asiático un Estado moderno, integrado y próspero. La misión, en respuesta a los atentados del 11 de septiembre del 2001, fue eliminar la amenaza terrorista desde aquella nación. Algo que se habría logrado con la degradación y neutralización de Al Qaeda y otras organizaciones que empleaban métodos terroristas en su lucha contra Washington.

La evaluación de Biden hoy aparece cuestionable a la luz del último y contundente ataque contra sus tropas y afganos que aspiraban a dejar el país. La pesadilla de la Casa Blanca de una agresión, de última hora, contra la operación de evacuación tomó cuerpo con un atentado suicida. Lo que ya era un espectáculo trágico, de millares de familias agolpadas en el perímetro del aeropuerto de Kabul, se tornó en un nuevo sitio de matanza el 26 de agosto. Ciento ochenta y dos personas, en su gran mayoría afganos, perdieron sus vidas junto a trece infantes de marina estadounidenses. Los servicios de inteligencia de Gran Bretaña, Estados Unidos y Australia advirtieron que se fraguaba un atentado. La amenaza de un ataque fue la razón señalada por Biden para terminar cuanto antes con la evacuación. Pero, en el tráfago de informaciones y la desesperación por salir del país, la alerta no recibió la atención debida.

El ataque fue reivindicado por el Islamic State in Irak and Syria (ISIS-K). Esta organización es un derivado afgano del Estado Islámico, como se lo denomina en castellano, que barrió y conquistó grandes porciones de Siria (un tercio) e Irak (40 por ciento) entre los años 2014 y 2017, cuando cesó de ser una fuerza combativa, aunque sobreviven algunos remanentes. La rama afgana agregó a su distintivo la letra K, en alusión a Korazán, región que incluye parte de Irán y Afganistán. Un himno del Estado Islámico canta: Madres lloran, niños gritan, no hay que temer al kafir (el impío)/ Emigren, emigren/ Uzbekistán, Afganistán, luchamos en el Korasán/ Luchamos, caemos, shuhada (mártires).

El Estado Islámico-K (EI-K) destaca entre los grupos yihadistas por la prescindencia de toda ética militar. Una de sus armas favoritas son los chalecos con explosivos detonados por suicidas contra “blancos blandos”, un eufemismo para designar a sitios de fácil acceso y a menudo frecuentados por civiles indefensos. El EI-K mantiene una vieja pugna con Al Qaeda, a la que considera apóstata por su interpretación del Corán. En este caso, se aplica el decir que no hay peor astilla que la del propio palo. El EI nació del seno de Al Qaeda en Irak y se diferencia de su matriz, pues busca el control de territorios más que la mera influencia político religiosa. El EI tuvo su gran bautizo de fuego en la guerra civil siria. Allí adoptó su nombre: Estado Islámico de Siria e Irak. La nueva denominación y la estrategia de control territorial abrió una grieta con Al Qaeda, cuyo líder Ayman al-Zawahiri, el heredero de Osama bin Laden, creó su propia organización: el Frente al-Nusra para bloquear el ingreso del EI, liderado por Abu Bakral-Baghdadi. La pugna entre ambas organizaciones fue inclemente y dejó cientos de muertes. La animosidad pervive y está presente en Afganistán, donde los talibanes cooperan con Al Qaeda contra el EI.

UN FIN DE ERA

La derrota de Estados Unidos en Afganistán marca un punto de inflexión. El siglo XX tuvo entre sus rasgos centrales la hegemonía política de Washington y el rol determinante del petróleo en la esfera económica y militar. El control de la producción petrolera mundial fue clave para la superioridad bélica y financiera estadounidense. De allí que el siglo pasado es señalado tanto como el siglo de Estados Unidos como el siglo del petróleo. Ambas características definitorias están en clara declinación. Las dos décadas de guerra librada en Afganistán han dejado al descubierto los límites del poderío del arsenal estadounidense. Los combustibles fósiles, la causa de tantas guerras y conflictos, pierden en forma creciente su relevancia estratégica. La amenaza urgente del calentamiento global obliga a disminuir su empleo para lograr reducir las emisiones de dióxido de carbono, causantes principales del efecto invernadero.

En las cronologías, están los siglos calendarios de cien años y están los siglos históricos que pueden ser de, por ejemplo, 78 años, como el historiador Eric Hobsbawm definió al siglo XX, pues en su análisis comenzó en 1914 y concluyó en 1991. Es decir, con el comienzo de la Primera Guerra Mundial y terminó con la caída de la Unión Soviética y sus países socialistas europeos. Ambos acontecimientos marcan el fin de imperios. Y así redefinen una era. Hoy surge la interrogante si la dramática retirada de Kabul de las tropas estadounidenses, y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) marca el fin de lo que se ha llamado el siglo americano. Este alude al período en que Estados Unidos tuvo una hegemonía indisputada en los asuntos internacionales.

La derrota de Washington recuerda un cáustico chiste apócrifo durante la guerra de Vietnam. Cuando Richard Nixon llegó a la Casa Blanca, en 1969, sus asesores ingresaron a una computadora del Pentágono toda la información disponible sobre Vietnam del Norte y Estados Unidos: la población, el producto interno bruto, la producción industrial y, por supuesto, el tamaño de las fuerzas armadas y el armamento de los arsenales respectivos. Al cabo del proceso se consultó a la computadora: ¿Cuándo ganaremos? La máquina respondió en forma instantánea: ustedes ganaron en 1964 (el año en que había comenzado la intervención estadounidense). El mismo amargo comentario se aplica a Afganistán. Nadie en el 2001, el año de la invasión a dicho país, asiático, habría vaticinado que las fuerzas estadounidenses sufrirían un revés de semejantes proporciones.

La derrota a manos de los talibanes es más profunda que la sufrida en Vietnam (1964-1975). Ello, porque en Vietnam del Norte y la insurgencia en Vietnam del Sur, Estados Unidos enfrentó al conjunto del campo socialista. Tanto la Unión Soviética como China brindaron un enorme apoyo logístico a Vietnam del Norte. Los norvietnamitas contaron con aviones y avanzados misiles antiaéreos que limitaron las acciones aéreas estadounidenses. En tierra dispusieron de una amplia gama de blindados y camiones para movilizar tropas e insumos. Los insurgentes talibanes, en cambio, no tuvieron respaldo internacional más allá que los facilitados por ayudistas ocasionales. O el brindado por algunos donantes saudíes y aliados soterrados en Paquistán, donde sobresale el Inter-Services Intelligence (ISI), el enorme servicio de inteligencia paquistaní. En consecuencia, la soledad de los talibanes contrasta con el poderío estadounidense, ampliamente respaldado, en tropas y armas, por el conjunto de los países miembros de la OTAN, que reúne a los ejércitos más avanzados de los países desarrollados.

EL GRAN FRACASO

Estados Unidos, pese a intentarlo con sus mejores tropas e inversiones masivas, fue incapaz de consolidar un régimen político afín. Para dicho objetivo destinó enormes recursos para crear un ejército afgano, de 300 mil soldados, con miras a asegurar que el país no fuese infiltrado por organizaciones que desarrollaban operaciones terroristas. Cuatro presidentes sucesivos movilizaron desde la Casa Blanca ingentes recursos para vedar en forma definitiva el territorio afgano como base de operaciones para Al Qaeda, el Estado Islámico u otras organizaciones yihadistas.

La pesadilla de los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono alimentaron el clamor por un desquite. En Washington, con George Bush, gobernaba la corriente neo conservadora, motejada como los “neocon”, convencida de que Estados Unidos gozaba de una supremacía indisputada. Desde esa creencia de invulnerabilidad, abogaron por intervenir allí donde percibieron amenazas a su hegemonía. Los ataques contra Nueva York y Washington crearon las condiciones propicias para las invasiones a Afganistán (2001) e Irak (2003). Los ideólogos neocon se propusieron rediseñar el Medio Oriente e incorporar a esta vasta región al proceso de globalización.

El Islam en su vertiente yihadista era percibido como una amenaza para el conjunto del sistema internacional. En el Departamento de Estado y el Pentágono existía conciencia de las aspiraciones yihadistas, pues le fueron comunicadas por colaboradores estrechos. Uno de los más prominentes fue el teniente general paquistaní Hamid Gul, jefe del mencionado todopoderoso servicio de espionaje ISI, quien dijo en 1989: “Estamos librando una yihad y esta es la primera brigada internacional islámica de la era moderna. Los comunistas tienen sus brigadas internacionales. Occidente tiene la OTAN. ¿Por qué los musulmanes no podemos unirnos y formar un frente común?”. El analista estadounidense Samuel Huntington no pudo imaginar cuán profética resultaría su advertencia sobre la amenaza que presentarían las fuerzas islamistas: “Ellos han derrotado a una de las superpotencias (la URSS) y ahora están trabajando sobre la segunda (EE.UU.)”.

El mando de Al Qaeda, por su parte, había proclamado la siguiente fatwa: “La decisión de matar a los norteamericanos y sus aliados, civiles y militares, es un deber individual de todo musulmán en cualquier país donde sea posible” (23 de febrero de 1998). Bin Laden reivindicó ataque del 11 de septiembre del 2001 con esta declaración ante la cadena de televisión quatarí Al Jazeera: “He aquí a Estados Unidos golpeado por Alá en su punto más vulnerable, y destruidas, gracias a Dios, sus obras más prestigiosas (…) Vientos de cambio soplan en la Península Arábiga, y juro a Alá que los estadounidenses jamás volverán a sentirse seguros a menos que nosotros nos sintamos seguros y a salvo en nuestra tierra y en Palestina, a menos que Israel sea expulsada de Palestina y las fuerzas extranjeras abandonen Arabia Saudí”.

Ante la negativa del Afganistán talibán de entregarles a Bin Laden y sus estrechos colaboradores, Estados U/nidos lo invadió el 7 de octubre de 2001. Las tropas estadounidenses ocuparon Kabul en pocas semanas. Debieron recordar las palabras del general británico Charles Callwell, quien entró a la capital afgana el siglo antepasado y después de un tiempo sentenció: “No se conquista Kabul”. Lo que quiso decir es que es posible ocupar la capital afgana, pero nadie puede estar seguro de por cuánto tiempo ello será posible. También es recordada su afirmación: “La guerra de guerrilla es lo que los ejércitos regulares siempre más deben temer”.

La caída de Kabul es un revés estratégico de tal magnitud que ha desatado ya un profundo debate sobre el alcance del poder estadounidense. Muchos coinciden que ya hace algunos años concluyó el siglo americano. Al respecto, el destacado analista estadounidense Francis Fukuyama señala. “La verdad de las cosas es que el fin de la era americana ocurrió mucho antes. Las causas de largo plazo de las debilidades y la declinación de Estados Unidos son más domésticas que internacionales. El país seguirá siendo una gran potencia por muchos años, pero cuán influyente será dependerá de su capacidad de superar sus problemas internos, antes que los de su política exterior… la cúspide del hubris de Estados Unidos fue la invasión a Irak en el 2003”. Entonces esperaba hacer de Afganistán e Irak países modernos a la imagen de occidente.

Los talibanes, que distan de ser un todo homogéneo, deben generar un gobierno capaz de enfrentar una situación económica desastrosa. Cerca de un cuarto de la población, de casi 40 millones de personas, está amenazado por una hambruna causada por una larga sequía. La guerra y, cómo no, el Covid-19 han causado estragos. El Kabul emergente deberá buscar respaldos económicos y políticos. En todos los espectros de la comunidad internacional existe preocupación por un posible auge del yihadismo inspirado en la victoria talibana. A lo anterior se suma la irrupción del Estado Islámico, con una trayectoria de intolerancia que evoca la inquisición, con crímenes masivos contra disidentes, con aplicación de métodos represivos bárbaros contra las mujeres y un desprecio absoluto por la libertad de las personas. La vida nunca ha sido fácil en Afganistán y ello es algo que no tiene visos de cambiar en el futuro previsible. MSJ

(*) Raúl Sohr es autor del libro El terrorismo yihadista, en el cual reseña las guerras afganas y detalla las características tanto de los talibanes, de Al Qaeda como del Estado Islámico (Editorial Debate, 2015).

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Fuente: Comentario Internacional publicado en Revista Mensaje N° 702, septiembre de 2021.

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