Revista Mensaje N° 706. «Luces y sombras: Aprendiendo a vivir la sinodalidad»

Los ocho días de la Asamblea Eclesial Latinoamericana fueron un tiempo excepcional, un tiempo de una Iglesia, que se pone en camino. Una Iglesia santa y pecadora de la cual soy parte: tenía y sigo teniendo plena conciencia de haber participado en un momento único e histórico de la Iglesia de nuestro continente y del mundo.

Yo estaba en el colegio cuando en 1962 comenzó el Concilio Vaticano II y me tocó vivir en la universidad los primeros cambios que se comenzaron a implementar en la Iglesia chilena. Supongo que es muy complicado imaginar lo difícil que era conectarse con el Señor en una misa en que el sacerdote celebraba de espalda a los fieles, dicha en latín —a la cual respondíamos de memoria, sin entender lo que decíamos— y finalmente en ayunas desde la noche anterior para poder comulgar. Recuerdo con horror cómo se desmayaban mis compañeras en el colegio durante las misas solemnes de tres horas en latín, en que los celebrantes con vestimentas doradas nos daban la espalda y solo veíamos su cara para la homilía y la comunión.

Y, cuando todo parecía tan gris, tan lejano, vino en 1963 (1) esa suave brisa de aire fresco que brota del Espíritu y se comenzaron a implementar los cambios que traía consigo el Concilio. Lo primero que remeció fue la liturgia. Se podía adaptar la liturgia a las circunstancias locales, de allí que fuese una consecuencia el uso de la lengua del lugar. La necesidad de mayor comprensión y participación hacía que la eucaristía y las otras celebraciones debiesen ser en lengua vernácula. Para la juventud de mi generación, era casi milagroso poder cantar en castellano, tocar guitarra, sentirse parte de la celebración.

Era una sensación tan distinta. Era una iglesia nueva, renovada, en la que los laicos y las laicas sentíamos que por fin éramos considerados, que teníamos alguna función.

Con el paso de los años, como todos sabemos, las conclusiones y la implementación de las orientaciones del Concilio se fueron amenguando y debilitando: el reconocimiento del espíritu cristiano en las iglesias no católicas, la reforma litúrgica en la que se renuevan todas las celebraciones, el reconocimiento del papel de los laicos y la definición de la iglesia como “Pueblo de Dios”. En este último aspecto me voy a detener más adelante porque está muy ligado con la experiencia vivida en la Asamblea Eclesial de noviembre último.

UN TIEMPO DE PREPARACIÓN

Cuando el papa Francisco le dice en 2019 a los obispos del CELAM que, en vez de convocar a una VI Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (pues ellos consideraban que la conferencia de Aparecida del año 2007 había cumplido su ciclo), llamen a una Asamblea Eclesial para revisar los desafíos pendientes, hay un reconocimiento explícito de que todo el pueblo de Dios constituimos la Iglesia. Y ahí se desencadenó, como una bola de nieve, este proceso que aún está en curso.

La Escucha, entre abril y agosto de 2021, fue una etapa participativa sin precedentes intentando que fuera sin exclusión e inspirada en el camino sinodal amazónico. En Chile, se formó un grupo nacional de animación al cual fui invitada a participar y a fines de abril se dio inicio formal a la convocatoria en todo el país. Fue un trabajo intenso, apoyando virtualmente a diferentes diócesis en la capacitación para acceder a la plataforma (que era poco amigable) y aprestarse a oír lo que los diversos grupos de la iglesia querían decir sobre lo que estaban viviendo y revisando también los desafíos pendientes de Aparecida, que era la invitación del Papa.

La riqueza del período de escucha, en términos personales fue inconmensurable. Al tiempo que ayudaba a capacitar, participé en tres grupos comunitarios. Fueron largas horas de conversar con comunidades en las que soy integrante regularmente y de escucharnos con respeto en temas que no siempre habíamos abordado con profundidad (CVX, Mujeres Iglesia y Comisión Nacional de Justicia y Paz).

Fue un discernimiento con el Señor al centro y mirando cómo nos interpelaban los signos de los tiempos. Los sueños de una Iglesia sinodal, con plena participación de las mujeres, que no discrimine y que se juegue verdaderamente por los más pobres surgieron con gran fuerza. También aparecieron los dolores acumulados durante estos años: los abusos sexuales, de conciencia y de poder; la discriminación de las mujeres y de las comunidades LTBG1; la distancia de la Iglesia institucional con el país verdadero; la dolorosa realidad que habían desnudado el estallido social, primero, y la Pandemia, en segundo lugar, y sus catastróficas consecuencias para los más pobres; la inequidad en la salud en el país; las angustias e incertidumbres que nos había provocado el COVID-19, la dura realidad de los migrantes, entre otras.

Todo eso, y mucho más, quedó plasmado en la “Síntesis Narrativa” en la cual era muy fácil reconocerse y también en el “Documento para el Discernimiento Comunitario”. Ambos recogieron con mucha fidelidad lo conversado. Especial importancia tuvo la correcta recopilación que permitió disipar muchas de las suspicacias de quienes habían sentido que no hubo transparencia en el caso del Sínodo de la Familia (2014) y que tenían legítimas dudas sobre cómo se tratarían los argumentos en esta oportunidad.

La lectura de estos documentos, que nos llegaron a comienzos de noviembre, me acompañó los días de preparación al encuentro virtual del 21 al 28 de ese mes, ayudando a sentirme parte de una Iglesia continental.

Como lo manifesté muchas veces en este periodo, haber sido elegida asambleísta fue una enorme alegría y también una gran responsabilidad. Tenía y sigo teniendo plena conciencia de haber participado en un momento único e histórico de la Iglesia de nuestro continente y del mundo.

UN TIEMPO DE KAIROS ECLESIAL

Los ocho días de la Asamblea fueron un tiempo excepcional, un tiempo de Iglesia, un tiempo acompañado por el Espíritu, la Ruah, que nos fue envolviendo y ayudando. Un tiempo de una Iglesia que se pone en camino y que atraviesa sus múltiples luces y también sombras. Una Iglesia santa y pecadora de la cual soy parte.

Las luces fueron muchas. De partida, los momentos de oración matinal en que el equipo de la CLAR (Conferencia Latinoamericana de Religiosos) encargado de prepararla, realmente hizo un tremendo esfuerzo por mostrar la diversidad de los carismas y culturas de nuestro continente. Siempre fue un espacio de mucha profundidad, dando cuenta de las alegrías y las penas de nuestros pueblos.

En las exposiciones que se nos entregaban antes de ir al trabajo grupal, charlas de expertos de América Latina principalmente, hubo siempre aportes que permitían dar una nueva mirada a los temas que se iban conversando: “La Iglesia, si no es sinodal, no es iglesia”, fue una de las frases que me quedó resonando. Y esa fue una de las vivencias más importantes de mi experiencia.

Un par de semanas antes del 21 de noviembre, me llamaron para preguntarme si podía ser moderadora de un grupo durante el periodo de la Asamblea, a lo que accedí. Se nos había anticipado que la metodología sería una adaptación de la “conversación espiritual” jesuita, por lo que el método me era conocido y pensé que me sentiría cómoda y que podía responder al desafío, animando el discernimiento bajo esa modalidad. Mi preocupación antes de la Asamblea era cómo incorporar aquellos temas que yo encontraba que eran fundamentales desde el papel de moderadora.

Mi grupo fue el A34, compuesto por veintiuna personas, claro que por problemas técnicos nunca estuvimos todos al mismo tiempo y algunos se sumaron a otras instancias. Había laicos y laicas, religiosas y religiosos, sacerdotes, obispos y diáconos. Los países representados eran Argentina, Perú, Brasil, Venezuela, Estados Unidos. Cada uno con su diversidad y características. Tuvimos el privilegio de contar en nuestro grupo con un invitado, un laico metodista argentino quien realmente fue un aporte muy valioso en nuestro proceso, haciendo carne que es posible construir ecumenismo compartiendo la fe en un mismo Dios.

Fue allí en cada grupo donde se vivió la sinodalidad. Cuando todos fuimos iguales y nos escuchamos con respeto, discutimos, discrepamos, concordamos, llegamos a acuerdos. También, y eso fue muy consolador, hubo corrección fraterna y posteriormente la aceptación y petición de disculpas por parte del interpelado. En cinco días logramos crear una comunidad, pese a estar separados físicamente y solo vernos por la plataforma Zoom. Poniendo atención, escuchando, se percibía el Pueblo de Dios y el sensus fidei. Rotábamos para hacer la oración y nos apoyábamos en la búsqueda de documentos e informaciones. Por supuesto, que se creó un grupo de whatsapp al cual seguimos conectados. Fue importante ir decantando los procesos para acercarnos a los desafíos comunitarios.

También fue luminoso el testimonio de muchos de los integrantes que fueron seleccionados diariamente en un espacio para compartir y al cual se podía acceder libremente. Me impresionaron las palabras de una cevequiana de Paraguay que contó su trabajo con los travestis. Realmente, estaban yendo a las fronteras y buscando en los “descartados” el rostro de Cristo.

LAS SOMBRAS

Creo que hay muchos que coincidimos en que la selección de los participantes en la Asamblea no reflejó la riqueza del periodo de escucha. Cuando en Chile fijamos los criterios de participación, uno fundamental fue que los delegados hubiesen vivido la experiencia y que en lo posible no fuesen funcionarios de la Iglesia. Esto, desafortunadamente, no se cumplió en muchas delegaciones. Y en las Conferencias Episcopales primó el deseo de entregar la representación a grupos más cercanos o afines, independientemente de su participación en la Escucha.

En la representación virtual y presencial, los delegados representantes de las “periferias existenciales, territoriales o geográficas”, como migrantes, diversidad sexual, discapacidad, pueblos originarios entre otros, estuvieron bastante ausentes. En el caso de nuestro país, solo la representante de la PADIS, Pastoral de la Diversidad Sexual, tuvo una presencia constante y una participación muy activa. Las razones son varias: de partida, la conectividad de buena calidad durante varias horas, la dificultad para acceder a la plataforma Zoom y a los recursos que se utilizaban, el desfase horario entre Chile y México, y finalmente la necesidad de disponer de una semana completa. Evidentemente esto atentó contra uno de los criterios básicos de la invitación del Papa, de escuchar a aquellos que estaban alejados de la Iglesia por diversas razones. “Que esta Asamblea Eclesial no sea una élite separada del Santo Pueblo de Dios. Junto al pueblo, no se olviden que todos somos parte del Pueblo de Dios, todos somos parte. Ese pueblo de Dios que es infalibile in credendo, como nos dice el Concilio, es el que nos da la pertenencia… La Iglesia se da al partir el pan. La Iglesia se da con todos sin exclusión y una asamblea eclesial es signo de esto; de una Iglesia sin exclusión”: Papa Francisco, mensaje de apertura de la 1era. Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe, CELAM.

El hecho de que muchos asambleístas no hubiesen participado de la Escucha y que no hubiesen leído los documentos preparatorios, significó una discontinuidad en el proceso de la Asamblea, pues fue necesario en muchos casos partir desde cero. Esto quedó reflejado en los 41 desafíos escogidos y las 12 prioridades seleccionadas, pues hubo temas que, habiendo sido relevantes en el periodo de escucha, casi no aparecieron o lo hicieron con poca fuerza en el plenario. Algunos lo atribuyeron a un problema de lenguaje, pero a mí y a parte de la delegación de Chile nos impactó que los abusos sexuales, de conciencia y poder no fuesen considerados urgentes y se les asociara con los abusos sociales. Sentí, en mi comunidad de trabajo, que estábamos viviendo realidades distintas de la Iglesia y que el dolor que producen estos hechos no afecta hasta que tocan directamente el corazón de la comunidad. La redacción final del desafío para mí fue decepcionante: “Acompañar a las víctimas de las injusticias sociales y eclesiales con procesos de reconocimiento y reparación”. El hecho de denominar a los abusos como injusticias eclesiales es simplemente seguir barriendo y escondiendo, una vez más, la mugre debajo de la alfombra.

Hubo temas que quedaron fuera de los desafíos y que estuvieron muy presentes en el periodo de Escucha, como son la sinodalidad, el empoderamiento de las mujeres y el cuidado de la casa común.

Otra sombra que quiero mencionar fue la distribución etaria de los asambleístas. Solo un 6% eran jóvenes, lo que no se condice con el primer desafío pastoral: “Reconocer y valorar el protagonismo de los jóvenes en la comunidad eclesial y en la sociedad como agentes de transformación”. El resto eran 30% entre 31-50 años, 55% entre 51 y 70 y finalmente 9,7% de más de 70. La participante más joven fue una laica de 17 años de Ecuador y la mayor, con 87, una hermana de las Instituto Secular Fieles Siervas de Jesús con sede en Colombia.

Finalmente, las misas de las noches a cargo de la Conferencia Episcopal de México y las eucaristías de comienzo y de cierre en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe no fueron representativas de nuestro continente. Un coro solo de hombres, la ausencia de signos propios de nuestras culturas, no reflejaron de manera alguna la riqueza de la liturgia propia de nuestro continente. De repente, me sentí retrocediendo a los años sesenta. Solo faltó el altar de espalda a los fieles.

EL ESPÍRITU SOPLÓ

Haciendo un balance final, haber participado en la Asamblea fue un regalo de Dios y de la comunidad que me eligió, y lo que más rescato fue haber tenido la oportunidad de vivir —virtualmente— la sinodalidad, sabiendo que esta Asamblea fue un espacio entre el Sínodo de la Amazonía y el de la Sinodalidad, que se realizará en 2023.

Esto también me deja un aprendizaje. Muchas veces, cuando pensaba en sinodalidad, visualizaba un entenderse entre pares, pero pensando todos de manera semejante. Ahora comprendo que la sinodalidad es discernir entre todos, en igualdad de condiciones la voluntad de Dios, con el ingrediente fundamental de que no todos pensábamos de la misma manera, que no visualizábamos el futuro de la Iglesia de igual forma, que no veíamos los mismos problemas: sin embargo, lo más importante era que nos unía la fe en el Señor de la Vida y la voluntad de construir el Reino en esta América Morena que clama por justicia.

Habrá para la Iglesia un antes y un después de esta Asamblea y, para todos quienes participamos en ella, un desafío gigante de seguir adelante en este camino de sinodalidad. MSJ

(1) Constitución Sacrosantum Concilium, promulgada el 4 de diciembre de 1963.

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 706, enero-febrero de 2022.

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