Revista Mensaje N° 706. «Rutilio Grande S.J.: Mártir de la evangelización rural»

El 22 de enero se realizó la ceremonia de beatificación del mártir jesuita Rutilio Grande, y de sus compañeros laicos Manuel Solórzano y Nelson Lemus, asesinados por los escuadrones de la muerte en marzo de 1977.

Rutilio Grande es un jesuita que nunca olvidó, a pesar de sus viajes y estudios, el pueblo pobre donde había nacido y donde fue criado hasta su primera adolescencia. A ese pueblo volvió siendo adulto y en medio de él fue asesinado, junto con un anciano y un joven, símbolos del pueblo salvadoreño.

Con tantos aconteceres sociales que ha vivido El Salvador, ¿cuál es la importancia de la beatificación del P. Rutilio Grande para su pueblo?

La vida y el ministerio del padre Tilo están asociados a monseñor Óscar Arnulfo Romero, canonizado en octubre de 2018. El ministerio del arzobispo fue posible por la labor que aquel y otros sacerdotes habían hecho: Mons. Romero transitó por los caminos abiertos por Rutilio Grande, quien representó la lucha la lucha para actualizar la Iglesia, en un apostolado que da cuenta del sentido del magisterio conciliar y latinoamericano. Este apostolado da cuenta de su martirio. Mons. Romero aprobó su ministerio pastoral, lo reconoció como mártir y como una gracia para la Iglesia salvadoreña.

EL GRAN MILAGRO DE RUTILIO GRANDE

Mientras me encontraba reuniendo documentación relacionada con Rutilio Grande, en el Archivo Romano de la Compañía de Jesús, en octubre de 2015, el arzobispo de San Salvador me invitó a unirme a la delegación salvadoreña de visita en Roma para agradecer al papa Francisco la beatificación de Mons. Romero. Otra causalidad hizo que durante la audiencia con el papa ocupara un puesto en la primera fila. Así, tuve la oportunidad de saludarlo. Cuando me encontré delante de él, me presenté como el autor de dos biografías de Rutilio Grande, una breve y otra extensa, y como presidente de la comisión de peritos de su causa de canonización. Me dijo que conocía la primera. Luego me miró y me preguntó si ya teníamos el milagro. Le respondí que no. Entonces me dijo, con una gran sonrisa, que ya había un milagro. Y agregó que “el gran milagro de Rutilio Grande es Mons. Romero”.

Mons. Romero no se comprende sin Rutilio Grande. Rutilio terminó violentamente su ministerio, en marzo de 1977, precisamente cuando Mons. Romero comenzaba el suyo como arzobispo de San Salvador, en febrero de 1977. Además del martirio, varias coincidencias biográficas los unen de manera sorprendente. Los dos provienen de familias pobres de la zona rural de El Salvador. Los dos nacieron en pueblos pequeños. Mons. Romero nació en el oriente del país en 1917, mientras que Rutilio nació en un pequeño pueblo de la zona central, llamado El Paisnal, en 1928, en el seno de una familia desintegrada. Los dos ingresaron muy jóvenes en el seminario menor. Rutilio en el de San Salvador y Mons. Romero en el de la diócesis de San Miguel. A diferencia de Mons. Romero, Rutilio no continuó en el clero secular, sino que ingresó en la Compañía de Jesús en 1945, al concluir el seminario menor.

Ambos experimentaron intensamente la debilidad humana, pero por razones distintas. Rutilio sufrió dos crisis nerviosas muy graves, probablemente asociadas a una experiencia traumática, ocurrida durante su infancia. Las secuelas de esas crisis se complicaron con la diabetes en sus últimos años. Muchas veces, caminó en la oscuridad, en el no saber, lo cual le hizo sufrir y le motivó una sentida petición: aceptación de sí mismo tal como era, con sus limitaciones y todo.

Desde 1951, Rutilio trabajó en la formación del clero salvadoreño en el seminario nacional. La mayoría de los seminaristas eran de extracción popular, al igual que él. Sus superiores lo enviaron al seminario porque encontraron en él un jesuita trabajador y responsable, de juicio recto y con gran capacidad pedagógica. Hasta 1971, fue “el padre prefecto del seminario”, una tarea en sí misma odiosa, por ser el responsable de la disciplina. Pero supo combinar la exigencia con la comprensión. No quería seminaristas sumisos a la autoridad, sino responsables y maduros. Los reprendió severamente, pero también los protegió de la arbitrariedad de los obispos y del rector. Más tarde, muchos sacerdotes lo buscaron para pedirle consejo. Así nació un vínculo estrecho, fuerte e íntimo con el clero diocesano.

Rutilio aspiraba a formar sacerdotes que estuvieran al servicio del pueblo, no caciques clericales. Ese deseo lo llevó a luchar para abrir el seminario a la realidad salvadoreña. Los seminaristas debían salir del edificio y la realidad debía entrar en sus aulas y pasillos.

EL ESPÍRITU DEL CONCILIO VATICANO

Asimismo, intentó introducir en el seminario el espíritu del Concilio Vaticano II y de Medellín, la lectura latinoamericana del magisterio conciliar. Fue uno de los sacerdotes que más trabajó para que la Iglesia salvadoreña aceptara ambos magisterios. Su recepción creó una grave crisis eclesial, que atemorizó a muchos. La mayoría de los obispos no aceptó el concilio ni Medellín por considerarlos radicales y extremistas Rutilio, sin embargo, interpretó la crisis como una oportunidad, “ya era tiempo que despertásemos a esta realidad dolorosa” de explotación, opresión y secularización.

La fidelidad al magisterio conciliar y latinoamericano tuvo costos elevados para Rutilio. No le permitieron reformar la vida y los estudios del seminario, y tampoco aprobaron su candidatura para rector, propuesta por la Compañía de Jesús en 1970. Entonces, decidió abandonar el seminario, dado que no gozaba de la confianza del episcopado. Después de pasar rápidamente por un colegio jesuita tradicional y por una intensa experiencia de pastoral latinoamericana en Ecuador, en el otoño de 1972, llegó a la parroquia de Aguilares, en cuya jurisdicción se encontraba su pueblo natal. Ahí dedicó los cuatro últimos años de su vida a proclamar el evangelio y la justicia del reino de Dios entre los campesinos.

La primera tarea del equipo misionero consistió en evangelizar la religiosidad popular. Los misioneros se propusieron reemplazar la pastoral mágica de los sacramentos por la dinámica de la palabra de Dios y predicar el evangelio como liberación del ser humano y del cosmos. Había que bajar el evangelio a la tierra para crear comunidad, según el plan de Dios, sin opresores, ni oprimidos. Por eso, el anuncio incluyó la profecía. En la misma línea de Jesús, Rutilio denunció al explotador e hizo conciencia en el explotado de su dignidad y de sus derechos. Al primero lo llamó a la conversión y al segundo le dio la palabra, que durante tanto tiempo le habían negado. Entonces, los campesinos descubrieron que tenían algo que decir y también algo importante que hacer. Rutilio los invitó a asumir su responsabilidad cristiana en la transformación de la sociedad. El hombre y la mujer nuevos y libres surgirían a lo largo del proceso de transformación personal y comunitaria.

De esa manera, Rutilio y su equipo fundaron comunidades cristianas dinámicas, proféticas y autónomas, de las cuales salieron los agentes de pastoral. En poco tiempo, estos, en particular las mujeres, determinaron la dinámica de la actividad parroquial. La parroquia de Aguilares enfatizó la predicación del evangelio y la conversión, no la administración de sacramentos, la actividad predominante en la parroquia tradicional. Rutilio soñó con una parroquia donde el sacerdote se concentrara en el ejercicio del ministerio ordenado y los laicos asumieran las demás tareas parroquiales.

Rutilio y Mons. Romero cultivaron una amistad entrañable, aunque no libre de desencuentros dolorosos. Rutilio organizó la consagración episcopal de Mons. Romero e hizo de maestro de ceremonias.

Poco después del asesinato de Rutilio, en el pueblo y en la Iglesia salvadoreñas se dijo insistentemente, hasta convertirse en tradición local, que Mons. Romero se había convertido a raíz de la muerte de Rutilio. Se habló de conversión, no tanto en el sentido de abandonar una vida de pecado para volverse hacia Dios, sino para volverse al pueblo oprimido, cuya causa comenzó a defender con una fuerza y claridad extraordinarias. Otras voces, más bien pocas, dijeron que Mons. Romero era un milagro de Rutilio, pero esta interpretación no tuvo aceptación entonces. El papa Francisco la ha retomado, al afirmar que Mons. Romero es “el gran milagro” de Rutilio.

EL “MILAGRO”

El “milagro” de Rutilio se observa con claridad después de su martirio. Mons. Romero tomó posesión de la arquidiócesis de San Salvador el 22 de febrero de 1977, apenas tres semanas antes del asesinato de Rutilio, en un ambiente enrarecido por la frustración y la contestación del clero, que interpretó su nombramiento como un intento para regresar a la pastoral tradicional. Algunos incluso reaccionaron con hostilidad. Entonces, Rutilio utilizó su influencia en el clero y pidió una oportunidad para el nuevo arzobispo.

A finales de marzo, el clero había superado sus reservas y se había reunido alrededor de Mons. Romero. La unidad eclesial de la arquidiócesis, impensable apenas hacía tres semanas, se hizo realidad. En las exequias de Rutilio en la catedral y en otras dos misas, una en la catedral, el domingo 20 de marzo, y la otra en Aguilares, el 19 de junio, Mons. Romero agradeció “aquí, en público, ante la faz de la arquidiócesis, la unidad que hoy apiña, en torno al único Evangelio, a todos estos queridos sacerdotes” (2). Más aún, alrededor del martirio de Rutilio, la Iglesia de San Salvador y su pastor se comprometieron a continuar con su misión y a guardar su memoria.

Entonces se manifestó cómo Rutilio había contribuido a preparar el camino que poco después recorrió Mons. Romero, durante sus tres años de arzobispado. En efecto, Rutilio había formado varias generaciones de sacerdotes, había difundido y defendido el magisterio del Vaticano II, de Medellín y de la Evangelii nuntiandi y había puesto en práctica sus enseñanzas.

UNA INSPIRACIÓN DE AMOR

Rutilio vivió la fidelidad a Jesús y al pueblo de Dios con coherencia admirable. Volvió a su pueblo El Paisnal, según ha recordado Mons. Romero, para convivir “aquí, donde Cristo es carne que sufre […], donde Cristo con su cruz a cuestas, no meditado en una capilla […], sino vivido en el pueblo; es Cristo con su cruz camino del Calvario. Este es el Cristo que se encarnó en este religioso, en este jesuita seguidor de Jesús” (3). Ahí lo encontraron sus asesinos. Le arrebataron la vida en compañía de un anciano, su compañero inseparable, y de un adolescente, símbolos del pueblo salvadoreño. A pesar del peligro que corría su vida, Rutilio se negó a salir de la parroquia, no quiso abandonar a su pueblo. “Que sea lo que Dios quiera!” (4), fueron sus últimas palabras.

Rutilio Grande fue un sacerdote y un jesuita de dimensiones humanas y religiosas insospechadas. En su debilidad encontró su grandeza. La mayor parte de su vida transcurrió en silencio. No fue un estudiante brillante, ni se destacó por su liderazgo entre los jesuitas. En algunos momentos incluso fue víctima del menosprecio de algunos superiores y compañeros. Pero quienes lo trataron, encontraron en él una persona cercana, servicial y bondadosa. Los seminaristas y el clero descubrieron en él un formador, un consejero y un compañero compresivo y amable, pero también firme y serio. Los campesinos también hallaron en él un sacerdote cercano, abnegado y cariñoso. En una palabra, Rutilio vivió su vocación jesuita y sacerdotal como “servicio de la fe, del que la promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta, en cuanto forma parte de la reconciliación de los hombres exigida por la reconciliación de ellos mismos con Dios”.

Su muerte martirial, según palabras de Mons. Romero, es reflejo de su vida. “Un sacerdote con sus campesinos, camino a su pueblo, para identificarse con ellos, para vivir con ellos no una inspiración revolucionaria, sino una inspiración de amor” (5). MSJ

(1) Este texto es un extracto de la presentación titulada “Rutilio Grande: mártir de la evangelización rural en El Salvador”, hecha por este autor en el Aula de la Congregación General de la Curia General, en Roma, en marzo de 2019.
(2) O. A. Romero, Homilías, 20 de marzo de 1977, I, p. 40.
(3) O. A. Romero, Homilías, El Paisnal, 5 de marzo de 1978, II, p. 323.
(4) Positio, Summarium Testium, Testigo II, § 25.
(5) O. A. Romero, Homilías, 14 de marzo de 1977, I, p. 35.

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 706, enero-febrero de 2022.

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