Revista Mensaje N° 707. «Encuentros cotidianos: El legado de Emilio Jéquier»

Un libro de reciente publicación revisa por primera vez la vida y obra del arquitecto chileno–francés, autor de edificios tan icónicos dentro del paisaje santiaguino como el Museo de Bellas Artes, la Estación Mapocho y la Bolsa de Comercio.

El voluminoso archivo de imágenes desplegado en el libro Emilio Jéquier, la construcción de un patrimonio incluye una foto en la que una multitud expectante aparece frente a la puerta de acceso al Palacio de Bellas Artes. La escena fue captada el 21 de septiembre de 1910, fecha de inauguración del edificio.

Después de cinco años de trabajos, el nuevo recinto se abrió al público con una exposición de carácter internacional. “Quienes, tras esperar pacientemente su turno, accedieron finalmente al museo pudieron gozar de una experiencia inédita. El hall constituía un espacio nunca visto en Santiago. Un espacio interior de veinte por cuarenta metros cubierto por una cúpula acristalada que alcanzaba los 21 metros de altura; una suerte de invernadero monumental presidido por dos gigantescas cariátides esculpidas por el catalán Antoni Coll i Pi, poblado de macetas y esculturas como un jardín del arte. Sus muros estaban cubiertos de pinturas, algunas de gran formato. Desde el hall se podía acceder a las salas de exposición, atiborradas del mayor conjunto de obras de arte vistas en la historia de la república”, describe Fernando Pérez Oyarzún en el volumen.

Lugar icónico de la capital, el Palacio de Bellas Artes es la obra más emblemática de Emilio Jéquier, arquitecto chileno–francés cuyo aporte se concentró en el corazón de la ciudad y coincidió con el periodo de conmemoraciones del primer centenario de Chile republicano. Aunque no lo sepamos, en nuestro tránsito por el centro y otras áreas cercanas, habitualmente visitamos o vemos al pasar construcciones de su autoría, ya que Jéquier diseñó también la Casa Central de la Universidad Católica, la Bolsa de Comercio, la Estación Mapocho y el Instituto de Higiene, que se encuentra en Independencia con Borgoño y actualmente funciona como cuartel de la PDI.

El libro, publicado por el Museo, revisa por primera vez su biografía y legado por medio de textos escritos por diversos investigadores, fotografías de la época y actuales, planos y otros documentos. El material da cuenta de la contribución que el profesional hizo a la arquitectura local en un tiempo de grandes transformaciones urbanas, convulsiones políticas y enormes contrastes sociales.

VANGUARDISMO Y TRADICIÓN

Parte de una familia en la que el viaje y la migración fueron costumbre y cuyas generaciones ejercieron diferentes oficios, incluido el de agente de inteligencia, Emilio Jéquier era hijo de un matrimonio francés que se instaló en el país a mediados del siglo XIX. Nacido en Santiago en 1866, creció y se educó en París, donde se formó como arquitecto en dos academias con filosofías divergentes: la École Spéciale d’Architecture y la École des Beaux–Arts, definidas, respectivamente, por su impulso vanguardista y su apego a la tradición.

Jéquier absorbió ambas líneas y formuló su propio estilo, una especie de punto de encuentro entre el academicismo y la innovación. “Emilio Jéquier no fue un gran inventor de formas, sino más bien un profesional de oficio y de genio, capaz de manejar con gran probidad e imaginación los problemas arquitectónicos que enfrentó y de emplear con acierto recursos arquitectónicos adecuados”, escribe Fernando Pérez Oyarzún, quien destaca del autor su tendencia al “uso libre de los elementos clásicos, especialmente romanos, renacentistas tardíos y barrocos, pasados por el filtro de la cultura y la tradición constructiva francesas”.

Después de educarse en París, el arquitecto volvió a Chile en 1889, contratado por el gobierno. Tenía recién 23 años y desde entonces alternó su vida y trabajo entre las dos capitales, hasta que regresó definitivamente a Francia, donde murió a los 83 años. Mientras permaneció en nuestro país, Jéquier desarrolló su carrera trabajando para el estado, realizando proyectos para particulares y ejerciendo la docencia en la Universidad Católica, donde fue por un periodo director de la Escuela de Arquitectura.

El rostro de Santiago se modificó radicalmente desde su llegada hasta su partida, en 1920, según comenta Amarí Peliowski en el libro. En treinta años, se volvió “visiblemente distinta”, dice. “El Santiago visto, habitado e intervenido por Jéquier era una ciudad que vivía uno de sus sucesivos procesos de transformación que, tal como en el caso de otras capitales latinoamericanas, marcaron su evolución de aldeas coloniales a ciudades republicanas y luego a grandes metrópolis”, sostiene.

En ese paisaje de constantes cambios —marcado por la guerra civil de 1891, por la bonanza económica y la modernización de una parte de la urbe, en oposición al empobrecimiento y la precariedad de otra—, el arquitecto se hizo cargo de diseñar edificios que corresponden a hitos dentro del recorrido por la zona histórica. Su sello distintivo —al que contribuyeron el uso de materiales como el ladrillo, el hormigón, el hierro y el vidrio— y su relevancia para la vida cotidiana hacen que sean reconocibles para sus habitantes y para quienes están de paso, como ocurre con el Museo de Bellas Artes y la Estación Mapocho, pero también con la Bolsa de Comercio. Inaugurado en 1917, este edificio “puso de relieve una forma de solucionar una esquina urbana”, destaca Germán Hidalgo en la publicación.

Autor, además, de la desaparecida Estación Pirque, del mausoleo francés del Cementerio General y del Hospital de Niños Manuel Arriarán (actualmente, Hospital Clínico San Borja Arriarán), Jéquier no solo dejó impresa su visión de la arquitectura en Santiago, sino también en Viña del Mar: en esa ciudad lleva su firma la Iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, inaugurada en 1912. MSJ

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 707, marzo-abril de 2022.

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