Revista Mensaje N° 707. «Una guerra que cambia el mundo»

Nuevos alineamientos políticos y militares, y en lo económico y en lo medioambiental desafíos que se replantean, surgen del conflicto ruso ucraniano que hoy mantiene en alerta al planeta entero.

La invasión rusa a Ucrania dejará huellas profundas. No solo sus principales protagonistas sufrirán las consecuencias del conflicto. Para algunos, ya se perfila una nueva Guerra Fría, con lo cual aluden a una división del mundo en la que cada país deberá alinearse con algún campo. Ya sea con el mundo occidental o con la esfera ruso-china. Es una línea divisoria que se proyecta desde las alianzas militares, con sus respectivas ventas de armamentos, a los bloques diplomáticos, a la adopción de nuevas tecnologías, como, por ejemplo, la G5 en el ámbito de las comunicaciones, hasta las relaciones comerciales. Esta disyuntiva estaba presente antes de la guerra entre Moscú y Kiev. Ahora, sin embargo, será más explícita y profunda. Una de las señales más drásticas del quiebre es la decisión de la Unión Europea y Estados Unidos de prescindir, de manera permanente, del petróleo y el gas ruso.

Estados Unidos adoptó tempranamente la decisión de no intervenir con tropas en caso que Rusia atacase Ucrania. A fin de cuentas, aún no cicatrizan las heridas de la caótica retirada de las tropas norteamericanas desde Afganistán. Las encuestas, al inicio de la “operación militar especial” rusa, señalaban que más del 60 por ciento de los estadounidenses consultados eran contrarios al envío de efectivos a Ucrania. El presidente Joe Biden advirtió, con razón, sobre el riesgo de iniciar una conflagración mundial. Fue una postura adoptada por el conjunto de los países miembros de la Alianza del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). En cambio, Occidente amenazó con imponer “la madre de todas las sanciones”. Una política aplicada en forma incremental hasta convertir a Rusia en el país afectado por las más severas restricciones económicas a causa de su incursión militar.

Karl von Clausewitz, el decimonónico estratega militar alemán, legó la reflexión que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Hoy cabría parafrasear que “las sanciones son la continuación de la guerra por otros medios”. Ello, porque la aversión pública a las guerras obliga a muchos gobiernos a buscar vías alternativas para disuadir a sus adversarios o enemigos. El boicot económico y las sanciones se han convertido en un arma predilecta en el arsenal estadounidense. Desde el comienzo de este siglo, Washington ha decuplicado la aplicación de restricciones económicas punitivas. En apenas dos décadas los países, instituciones, empresas e individuos sometidos a sanciones superan los diez mil. Claro que, como en toda forma de conflicto, las partes desarrollan nuevas medidas y contramedidas. Rusia, que ya estaba sujeta a restricciones, ha buscado burlarlas delegando operaciones financieras e industriales a través de los llamados “oligarcas” que, en muchos casos, no son que más que palos blancos del Kremlin. En el conflicto actual, tanto en la Unión Europea como en Estados Unidos los oligarcas han visto embargados numerosos yates, mansiones y otros bienes.

El blanco principal del bloqueo económico occidental, en todo caso, es la industria de los hidrocarburos que, en 2019, antes de la pandemia del Covid 19, aportó 188 mil millones de dólares a la economía rusa, monto que representó 56 por ciento del valor de las exportaciones del país. El impacto de esta política de largo plazo es un golpe al plexo para la economía rusa. No en vano el presidente Vladimir Putin la calificó como una “guerra económica”. Para calibrar la gravitación del boicot propuesto, baste con señalar que ha representado 39 por ciento de los ingresos estatales, 44 por ciento del total proveniente de las ventas de crudo y el 12 por ciento restante del gas.

Tras la denominada “Revolución Naranja” en Ucrania, en 2004, que depuso al régimen filo ruso, los estrategas del Kremlin buscaron eludir el territorio ucraniano para sus exportaciones oleo-gasíferas. Por ello se inició la construcción del gasoducto Nord Stream 2, que cruza el mar Báltico desde Rusia hasta Alemania y fue terminado a fines del año pasado, pero aún no ha recibido la aprobación operativa de las autoridades en Berlín. Algo que ahora parece muy distante, si se atiende las declaraciones de Olaf Scholtz, el canciller alemán. La preocupación germana es mayúscula, ya que un tercio del consumo energético alemán deriva del petróleo y su tercera parte proviene de Rusia. En su afán por encontrar un abastecedor de reemplazo, Alemania viene de firmar un importante contrato con Catar para la compra de gas.

En lo que toca a Ucrania, perderá, cualquiera sea el desenlace de la guerra, alrededor de dos mil millones de dólares anuales devengados del cobro por el tránsito del gas que era despachado a través de su territorio desde Rusia.

LA HUELLA DE LOS HIDROCARBUROS

La preocupación por el futuro energético europeo es aguda. Rusia es un país altamente autárquico en muchos campos y en las circunstancias actuales tiene el beneficio de una industria bélica autónoma. Pero Moscú enfrenta una probabilidad muy real de perder su gallina de los huevos de oro. Sin los ingresos de los hidrocarburos, el Kremlin tendrá severas dificultades para financiar su onerosa maquinaria bélica. En el mediano plazo se verá confrontado a la clásica disyuntiva entre cañones o mantequilla. O, si se prefiere, entre el bienestar de su pueblo, que suele estar acompañado por su respaldo, o la fortaleza militar de cara a sus enemigos. En Moscú debe estar fresca la memoria del desastroso impacto que tuvo la carrera armamentista con Estados Unidos, que en definitiva desangró la economía soviética.

Con la yugular energética rusa en la mira, el gobierno de Biden multiplica sus esfuerzos por diversificar las fuentes de hidrocarburos. Ello, para sus aliados y países, que se verán perjudicados por la salida de Rusia del mercado abastecedor. El primer país presionado para que aumente sus ventas es Arabia Saudita, que ya accedió a incrementar su producción. Incluso Venezuela mereció la visita de una delegación de alto nivel a Caracas para indagar su disponibilidad, al igual que el sancionado Irán. Entretanto, Washington ha puesto en el mercado parte de sus considerables reservas de crudo.

Algunos expertos en el campo energético especulan con la posibilidad de un viraje ruso hacia China ante el cierre de los mercados occidentales. Pero en terreno existen restricciones técnicas. Construir una nueva infraestructura de óleo y gasoductos orientada al Este tomaría, al menos, una década. En la actualidad está en operaciones un oleoducto para las exportaciones a China, pero es pequeño y está distante de los yacimientos que abastecían a Europa. En Moscú, pese al acercamiento entre ambos gigantes asiáticos, existe una reticencia a entrar en una relación de dependencia ante un Beijing que no cesa de acrecentar su poderío. En lo que le toca, el Partido Comunista chino tiene un derrotero central: asegurar el desarrollo económico y la estabilidad del país; esa es su meta inamovible. Ninguna alianza o afinidad política internacional llevará a Beijing a desviarse de tal objetivo.

Materia de otro artículo es el efecto que tendrá la guerra sobre las políticas ambientales. La Unión Europea busca reducir sus emisiones de CO2 en, al menos, 55 por ciento para el 2030 y ser carbono neutral para el 2050. Está por verse cómo quedará la matriz energética mundial una vez que concluya la guerra.

LA AMENAZA NUCLEAR

Albert Einstein anticipó: “Yo no sé con qué armas se peleará en la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta Guerra Mundial será disputada con palos y piedras”. De pronto, a partir de la invasión rusa a Ucrania, es evocada la probabilidad de una guerra mundial. Peor aún es que, en este posible conflicto, que todavía parece distante, emerge el fantasma del empleo de armas atómicas, como temía Einstein.

Ello, porque el presidente ruso Vladimir Putin ha amenazado con echar mano a su arsenal nuclear. Con ello ha cruzado una “línea roja”, como en la jerga de las relaciones internacionales llaman a traspasar un umbral vedado. Putin había hecho alusiones indirectas al empleo de armas atómicas. Días antes de la invasión a Ucrania, asistió a una serie ejercicios militares en la vecina Bielorrusia. En las maniobras presenció el despliegue de unidades de fuerzas de misiles estratégicos capaces de portar ojivas nucleares. En la oportunidad, Putin habló sobre la enorme capacidad destructiva de las armas de su país.

Entonces aprovechó de advertir: “Quiero recodarles que Rusia es una de las potencias nucleares más poderosas del mundo”. Agregó, por si quedaban dudas al respecto: “Esto es una realidad, no solo palabras”. Remachó señalando que “Rusia está reforzando sus fuerzas de disuasión nucleares”. Aprovechando un mensaje televisado del encuentro con su ministro de Defensa, Serguéi Shoigú, y el jefe del Estado Mayor, Valeri Guerásimov, señaló: “Los países occidentales no solo están tomando medidas económicas hostiles contra nuestro país, sino que los líderes de los principales países de la OTAN están haciendo declaraciones agresivas sobre nuestro país»… “Por ello, ordeno trasladar las fuerzas de disuasión de Rusia a un régimen de servicio especial”. En lenguaje llano: se alertan las unidades responsables del arsenal atómico. Algunos expertos señalan que la medida podría incluir el despacho a alta mar de submarinos portadores de misiles nucleares de largo alcance. Los propósitos de Putin son deliberadamente ambiguos. Los analistas están divididos: unos estiman que son insinuaciones destinadas a intimidar, en tanto otros creen que son amenazas a ser tomadas con seriedad. Hasta el momento parecen primar los que las entienden como retórica de circunstancia.

Ante la duda, todas las partes redoblan su vigilancia. Muy especialmente a los submarinos que constituyen una de las plataformas bélicas más temidas. Una vez que se sumergen, son muy difíciles de rastrear. No en vano esta arma es calificada como “el servicio silencioso”. A lo largo de la Guerra Fría se desarrollaron enormes unidades de inteligencia destinadas a saber todo lo posible sobre la ubicación de los submarinos, especialmente aquellos a propulsión nuclear que pueden permanecer sumergidos por muchos meses. Una de las pocas vulnerabilidades de estas plataformas es la necesidad de comunicarse para recibir órdenes de sus mandos. Para explotar este punto débil, fueron desarrollados satélites especiales capaces de interceptar los mensajes. Tanto Rusia como Occidente desplegaron sus recursos para monitorear una de las armas de enorme letalidad y cuyo paradero suele ser un enigma.

La orden de Putin, en todo caso, no significa que Moscú esté preparando un ataque nuclear. Es una reiteración de la doctrina rusa publicada en 2020, que estipula que el país se reserva el derecho al empleo de armas nucleares en caso de que su mera supervivencia esté amenazada. Con todo, la alusión al empleo del arma nuclear, considerada por todos como un recurso “de última instancia”, aparece desmedida y rompe con la tradición de no mentarla con ligereza. La invocación al poderío nuclear moscovita en respuesta a la avalancha de sanciones económicas, desencadenada tanto por gobiernos como por grandes empresas occidentales, aparece completamente fuera de lugar. Las medidas comerciales adoptadas contra Rusia, sin duda, son severas y causarán sufrimientos y debilitarán su economía. Pero están lejos de representar una amenaza existencial. Por lo que el solo hecho de sacar a la palestra su arsenal atómico fue repudiado en numerosas capitales. La embajadora de Estados Unidos ante Naciones Unidas, Linda Thomas-Greenfield, dijo que Putin “ha hecho todo lo posible por causar miedo en el mundo”.

En el plano de la cotidianeidad bélica, un proyectil, presuntamente disparado por un tanque ruso, desató un principio de incendio en el complejo electro-nuclear de Zaporiyia. El incidente, sin precedentes, causó la más viva alarma a nivel mundial, pues pudo provocar una fuga radioactiva de alguno de sus reactores núcleo eléctricos. Es la primera vez que reactores nucleares son escenario de combates. En definitiva, el hecho no tuvo mayores consecuencias, pero reavivó los temores al empleo de la energía nuclear, incluso para fines pacíficos.

Ante cada conflicto, cabe recordar la vieja máxima: se sabe cómo empiezan las guerras, pero no se sabe cómo terminarán. MSJ

_________________________
Fuente: Comentario Internacional publicado en Revista Mensaje N° 707, marzo-abril de 2022.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

logo

Suscríbete a Revista Mensaje y accede a todos nuestros contenidos

Shopping cart0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0