“Ser más pronto a salvar que a condenar… Corrija con amor”(1)

Debemos calificar a los demás por sus intenciones más que por sus acciones: así dialogaríamos mejor.

Domingo 2 de julio, final de fútbol de la Copa Confederaciones en Rusia, juegan Chile y Alemania. Un grave error del jugador Marcelo Díaz deja la pelota servida para el gol alemán que a la postre le dará el triunfo. A quienes estábamos viendo el partido ese momento nos dolió en el alma. Al terminar el encuentro muchos se burlaron del jugador, e incluso alguien señaló que ese error no tenía perdón. Ante las cámaras, Díaz reconoció con lágrimas lo devastado que se sentía. Fue interesante observar lo que se produjo posteriormente: la cantidad de mensajes de apoyo que recibió, el recibimiento en el aeropuerto. De la burla y el desprecio se pasó en unos instantes al cariño por el ídolo caído. ¿Tenemos compasión solamente para el que vemos hundido en el dolor?

Hace casi setenta años el padre Alberto Hurtado recibía una dura crítica de un compañero jesuita, en que le decía que improvisaba al escribir sus libros. Él le responde noblemente, diciéndole “que un espíritu demasiado crítico puede crear un clima de achatamiento en torno suyo… impedir una acción que en concreto habría sido útil, a pesar de las deficiencias que tiene. Cada vez veo más claro el terrible complejo de pesimismo, debilidad, timidez, insignificancia que se apodera de tantos… Veo a padres geniales, chupados de susto… El hombre necesita aliento a full” (2).

Pareciera muy propio del ser humano poseer un espíritu crítico. Pero observamos que este se ha acrecentado en los tiempos que vivimos. Las críticas a veces resultan despiadadas. Un famoso psicoterapeuta español señalaba que cuando la propia culpa no es reconocida, porque el propio narcisismo lo impide, fácilmente la proyectamos sobre los demás en un peculiar mecanismo de defensa. Constatamos en todos los ambientes, incluso en los religiosos, el hecho de que las personas se sienten amenazadas por quienes las rodean. Eso conduce inevitablemente a ponerse corazas o a camuflarse. O simplemente nos “chupamos”, como decía el Padre Hurtado.

Ignacio de Loyola impuso otro estilo: “siempre se inclina más al amor; más aún, hasta el punto de que todo parece amor; y de ese modo es tan querido por todos”. Se preocupaba de tal modo de las personas que una vez llegó a decir que le gustaría mucho saber de sus compañeros de la India “cuántas pulgas les muerden cada noche”. La afabilidad que solía tener “se manifestaba en que, cuando encontraba por la casa a algún hermano, le mostraba un rostro tan risueño y le acogía tan bien, que parecía quererle meter en el alma”. “En el modo de hablar parece que tiene muy buen concepto de todos, como presuponiendo que son perfectos o que tienen grandes deseos de serlo”(3). Este modo de proceder influyó en la naciente Compañía de Jesús. En una encuesta realizada en 1561 a quienes hacía poco habían entrado a esa Orden, se constataba que se habían sentido atraídos a ella por el afecto que los jesuitas se tenían mutuamente(4).

La cumbre del pensamiento de Ignacio a este respecto fue condensada en los Ejercicios Espirituales en el llamado “Presupuesto”. Dice ahí que debemos estar más inclinados a salvar que a condenar las acciones y los pensamientos de los demás. Hay que conceder siempre a la gente el beneficio de la duda y suponer que la otra persona tiene la mejor intención del mundo. Cada uno de nosotros desearía que se nos calificara más por nuestras intenciones y no meramente en función de nuestras acciones. Así debiéramos hacerlo también con los demás. Esto nos llevaría a más apertura y diálogo, a bajar los niveles de temor y a superar el lenguaje de conflicto. Si uno, en vez de planificar su estrategia para sobrevivir o vencer, se desarmara de sus agresividades interiores, facilitaría que el otro también pudiera hacer lo mismo. Nos llevaría a tener relaciones más sanas. No es que no se pueda corregir a quien se equivoca. Habrá que hacerlo, pero siempre debiera hacerse con amor. Hay que animarse al diálogo en búsqueda de la verdad para así concedernos espacios emocionales que nos permitan encontrarnos a niveles más profundos. MSJ

(1) San Ignacio en el libro de los Ejercicios Espirituales, n° 22.
(2) Documento Canonización Padre Alberto Hurtado, Parte II, págs. 239-243.
(3) Recuerdos de uno de los primeros jesuitas. Fue el que escribió su autobiografía: Luis Gonçalves da Camara, en “Recuerdos Ignacianos”, Colección Manresa 7, n° 86-89 y 112.
(4) John O’Malley, “Los primeros jesuitas”, Colección Manresa 14, pág. 78.

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Fuente: Reflexión publicada en Revista Mensaje n° 661, agosto de 2017.

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