También en la Iglesia

La búsqueda de caminos para que las mujeres tengan más peso en nuestra Iglesia es necesaria y urgente.

La igualdad entre los seres humanos es una demanda legítima. Igualdad no es homogeneidad, ni identidad (ser todos idénticos). Es tener los mismos derechos y oportunidades en la vida.

Es evidente que la sociedad es desigual. No todas las personas tienen los mismos derechos (que se lo digan a los sirios, para quienes Grecia —con el respaldo de Europa— ha suspendido el derecho de asilo); y no todos venimos al mundo con las mismas oportunidades.

La desigualdad puede tener muchas raíces. Y por eso mismo hay que tratar de erradicarla por diferentes caminos. El 8 de marzo se ha convertido, en los últimos años con más incidencia, en el día en que se reivindica la igualdad entre mujeres y hombres. Ni identidad, ni homogeneidad, sino igualdad de derechos y oportunidades. El punto de partida es la desigualdad. Y bien cierto es que la hay. Pero ya es más difícil acotar su alcance. Según a quién escuches, hay quien la describe de tal modo que parece que las calles de una ciudad española son más peligrosas para las mujeres que un campo de minas y que todos los hombres son agresores machistas violentos. O, en el otro extremo, quien niega taxativamente cualquier diferencia, no queriendo ver la cantidad de sutiles y no tan sutiles discriminaciones y abusos que aún existen. Tampoco hay claridad sobre qué reivindicaciones deben ir en el pack. A menudo se mezclan reclamaciones muy diversas, ideologizando lo que debería ser una reclamación transversal a toda la sociedad.

Lo cierto es que hace no demasiadas décadas la subordinación de la mujer al hombre era sangrante en la sociedad o la familia, y el proceso de cambio está en marcha, pero no terminado. Esta no debería ser una reivindicación de las mujeres, sino de todos, como sociedad.

¿Y en la Iglesia? También. Vamos tarde. Hace una semana una «revuelta de mujeres» quería reclamar igualdad también en nuestra institución. Una igualdad que, sin ser homogeneidad ni identidad, sea igualdad de derechos y oportunidades. Sea compartir responsabilidades en la toma de decisiones. Sea una presencia plural, pero donde todas las personas tengan la posibilidad de encontrar su sitio, sin techos diferentes. Nos podemos perder en la forma, y entonces nos lanzamos a discutir sobre si el lenguaje ayuda o asusta. Si «revuelta» divide porque inmediatamente evoca al enemigo. O sobre en qué consiste la igualdad que se reivindica (y ahí los «manifiestos» siempre corren el peligro de ir generando reacciones diversas y polarizarnos.

Pero no debemos perdernos en ese laberinto, porque si no, nunca será ni el momento ni se darán las circunstancias para una reivindicación legítima. La búsqueda de caminos para que las mujeres tengan más peso en nuestra Iglesia es necesaria y urgente. Quizás sea por vía de desclericalización, de una nueva idea de la sinodalidad, o de la emergencia de estructuras que aún ni imaginamos. Pero trabajar por una igualdad más real es deber y misión para todos, haciendo real aquello de la carta a los Gálatas: «Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28).

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Fuente: https://pastoralsj.org

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