Un levantamiento moral contra las armas nucleares

El desarrollo del Magisterio de la Iglesia sobre la trágica realidad de la guerra, a la luz de la devastación del ataque nuclear contra Hiroshima y Nagasaki.

Hay un antes y un después de Hiroshima y Nagasaki en la historia de la humanidad. Hay también un antes y un después del devastador bombardeo atómico sobre las ciudades japonesas en la manera en que la Iglesia, en primer lugar, a través del Magisterio de los Papas, mira la trágica experiencia de la guerra. La devastación aniquiladora causada por las armas nucleares también obliga a la Iglesia a reconsiderar el tema del conflicto bélico con una nueva mentalidad.

De hecho, nunca en la historia los hombres han tenido a su disposición un arma potencialmente capaz de borrar todos los rastros humanos sobre la faz de la tierra. Esta situación sin precedentes pesa de modo angustioso en el corazón de Pío XII que, en el Mensaje radial del 24 de agosto de 1939, advertía proféticamente: “Nada se pierde con la paz. Todo puede ser así con la guerra”. En el agosto de seis años después, al final de un conflicto que trastornó al planeta, esas palabras del Papa Pacelli adquirieron un nuevo y trágico significado. En realidad, como lo demuestra lo ocurrido con el bombardeo nuclear estadounidense de Hiroshima y Nagasaki, “todo puede perderse con la guerra”.

Pasaron tres años y, mientras el mundo se dividía de nuevo en dos bloques armados el uno contra el otro, Pío XII confió que un pensamiento “pesa constantemente en nuestra alma, como en la de aquellos que tienen un verdadero sentido de humanidad”. Fue el 8 de febrero de 1948, cuando el Papa recibió a los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias. A ellos y, en el mejor de los casos, a los científicos de todo el mundo, se dirige una pregunta que nunca nos abandonó después de aquella mañana del 6 de agosto de 1945: “¿Cuáles desgracias deberá esperar la humanidad de un futuro conflicto, si resulta imposible detener o frenar el uso de los siempre nuevos y cada vez más sorprendentes inventos científicos?”.

La sombra de las desgracias evocadas por Pío XII parece oscuramente perfilarse en octubre de 1962, cuando, durante la crisis de misiles de Cuba, Moscú y Washington parecen estar a un paso del uso de la bomba atómica. Tomaría trece días muy largos, dejando a la humanidad sin aliento, encontrar una solución negociada. El presidente estadounidense Kennedy y su homólogo ruso Jrushchov se detienen un paso antes del abismo. Si lo hacen, es también gracias a Juan XXIII que utiliza todos los medios a su alcance, desde la oración hasta la diplomacia, para abrir nuevos espacios de diálogo. El futuro Santo utiliza la Radio del Vaticano para que su palabra de paz llegue lo más lejos posible, para que se escuche en la Casa Blanca y en el Kremlin.

En el Mensaje de Radio del 25 de octubre exhortó a los líderes de las naciones a evitar “los horrores de la guerra” para el mundo. Un conflicto del cual, precisamente a causa de las armas nucleares, “nadie puede predecir las terribles consecuencias”. La impresión causada por esa crisis tendrá un fuerte impacto en el Papa Roncalli, quien madura la convicción de la necesidad de profundizar y desarrollar la doctrina católica sobre el tema de la guerra y la paz. En abril de 1963, Juan XXIII publicará pues la Pacem in Terris. Una encíclica dirigida no solo a los creyentes, sino también, como se lee en la portada del texto, “a todos los hombres de buena voluntad”. La fuerza del documento reside precisamente en la capacidad de argumentación que incluso un no creyente puede reconocer y acoger. En la era atómica —observa Juan XXIII— es alienum a ratione, “ajeno a la razón”, pensar que la guerra puede ser utilizada “como instrumento de justicia”. Y precisamente por eso la detención de la carrera armamentista y el “desarme integral” son, en cambio, un objetivo “exigido por la recta razón”.

Pablo VI retoma el testimonio de su predecesor. Dirigió y concluyó el Concilio Vaticano II e hizo suyo el compromiso para que nunca más la humanidad volviera a sufrir la destrucción de Hiroshima y Nagasaki. Precisamente en uno de los documentos fundamentales del Consejo conciliar, Gaudium et Spes, se constata que las acciones militares realizadas con armas nucleares superan “los límites de la legítima defensa”. Incluso, una vez más, recurriendo a la razón, se observa que, si se utilizaran plenamente los arsenales atómicos en posesión de las grandes potencias, “se produciría la destrucción casi total de las partes contendientes”. De ahí la advertencia del Papa y de los Padres conciliares de que definan como “crimen contra Dios y contra la humanidad misma” a cualquier guerra que “tenga por objeto indiscriminadamente la destrucción de ciudades enteras o de vastas regiones y de sus habitantes”.

El llamamiento que el Papa Montini hizo a la Asamblea General de las Naciones Unidas en su histórico discurso del 4 de octubre de 1965 fue apremiante. “Si queréis ser hermanos —afirma el futuro Santo— dejen caer las armas de vuestras manos (…) Las armas, sobre todo las terribles, que la ciencia moderna os ha dado, incluso antes de producir víctimas y ruinas, generan malos sueños, alimentan malos sentimientos, crean pesadillas, desconfianza y tristes propósitos”. Y, como ya lo había hecho con ocasión de su visita apostólica a la India el año anterior, pidió a los líderes del mundo reunidos en el Palacio de Cristal que “donaran en beneficio de los países en vías de desarrollo al menos una parte de las economías que se pueden lograr reduciendo los armamentos”.

Sin embargo, no se trata solo de llamamientos. Al igual que Juan XXIII, Pablo VI también pone la diplomacia vaticana al servicio de la causa de la paz y del desarme nuclear. Particularmente significativo en este ámbito es el papel de Agostino Casaroli, que en 1971 voló a Moscú para depositar el documento de adhesión de la Santa Sede al Tratado sobre la no proliferación de las armas nucleares. El futuro Cardenal Secretario de Estado también habló en la Asamblea Especial de las Naciones Unidas sobre Desarme en 1978, leyendo el mensaje enviado por Pablo VI.

“La cuestión de la guerra y la paz —recuerda Montini— se plantea hoy en día en términos nuevos, porque por primera vez los hombres tienen a su disposición “un potencial ampliamente capaz de aniquilar toda la vida del planeta”. Por esta razón, el desarme se convierte en un imperativo moral.

Como sus predecesores, Juan Pablo II se dirige a los científicos con particular predilección, recordándoles la primacía del espíritu sobre la materia, el valor del progreso tecnológico que es verdaderamente tal, si está a favor del hombre y no en su contra. Así, en el discurso pronunciado en la sede de la UNESCO en París el 2 de junio de 1980, Karol Wojtyla hizo un llamamiento apasionado invitando a los científicos a mostrarse más poderosos que los poderosos de la Tierra. “Hombres de ciencia —fue su exhortación— comprometan toda su autoridad moral para salvar a la humanidad de la destrucción nuclear”. Al año siguiente, el Papa “llegado de un país lejano” fue a Extremo Oriente y el 25 de febrero de 1981 visitó el Memorial de la Paz en Hiroshima. Aquí, en un lugar que como Auschwitz es una advertencia eterna para la humanidad, dirigió un memorable discurso en el que subraya que, si recordar el pasado es “comprometerse con el futuro”, “recordar Hiroshima es aborrecer la guerra nuclear”.

También en Hiroshima —después de su visita al Memorial y su encuentro con los Hibakusha, los sobrevivientes del ataque atómico— el Papa Wojtyla se dirigió una vez más a los científicos y subrayó la cuestión moral planteada por la existencia misma de armas capaces de destruir a la humanidad. Habla de “crisis moral” después de los bombardeos atómicos. Denuncia enérgicamente la carrera armamentista preguntándose si es “moral que la familia humana siga en esta dirección”. El Papa lanzó entonces un “gran desafío” a las mentes y líderes más brillantes del mundo. Un reto que, en sus palabras, “consiste en armonizar los valores de la ciencia y los valores de la conciencia”. “Nuestro futuro en este planeta, expuesto al riesgo de aniquilación nuclear —advierte Juan Pablo II— depende de un solo factor: la humanidad debe llevar a cabo un levantamiento moral”. Durante su largo pontificado, el Papa Wojtyla volverá varias veces a denunciar el horror y la insensatez de una guerra con armas de destrucción masiva. Alentará implacablemente los esfuerzos de desarme, desempeñando un papel históricamente reconocido en el final de la Guerra Fría y el “equilibrio del terror” basado precisamente en la disuasión nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Incluso Benedicto XVI no deja de recordar la profunda herida infligida a toda la humanidad por los bombardeos atómicos. Apoya el compromiso de las Naciones Unidas con el desarme progresivo y la creación de zonas libres de armas nucleares. Particularmente significativo es lo que escribe en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2006, donde define como “desastrosa” y “falaz” la perspectiva adoptada por aquellos gobiernos que “dependen de las armas nucleares para garantizar la seguridad de sus países”. “En una guerra nuclear, de hecho —observa Joseph Ratzinger— no habría ganadores, sino solo víctimas”. Cuatro años más tarde, en el 65º bombardeo atómico, Benedicto XVI recibió al nuevo embajador japonés ante la Santa Sede, Hidekazu Yamaguchi. “Esta tragedia —afirma— nos recuerda insistentemente la necesidad de perseverar en nuestros esfuerzos a favor de la no proliferación de las armas nucleares y el desarme”.

Esfuerzos que son reanudados e intensificados por el Papa Francisco para evitar lo que él llama “un suicidio” de la humanidad. El Pontífice no escatima energía y, en la estela trazada por sus predecesores, promueve también iniciativas concretas. Este es el caso de la Conferencia en el Vaticano, en noviembre de 2017, que pone en la misma mesa a políticos, ganadores del Premio Nobel y científicos para buscar nuevas formas de liberar al mundo de las armas nucleares. Un acontecimiento de particular importancia también para el momento en que se produce: la escalada de tensión entre dos potencias atómicas, los Estados Unidos y Corea del Norte. “Las armas nucleares —declaró en la apertura de la conferencia— no solo son inmorales, sino que también deben considerarse un instrumento ilegítimo de guerra”.

Durante su Pontificado, Jorge Mario Bergoglio profundiza su reflexión sobre el tema, llegando a la convicción —expresada en varias ocasiones y más recientemente en el mensaje en video dirigido al pueblo japonés en vísperas del viaje apostólico— de que el uso de las armas nucleares es inmoral. Ya un mes después del Convenio en el Vaticano sobre el Desarme, volvió a abordar la cuestión, en la conferencia de prensa en avión a su regreso de su viaje a Bangladesh, y declaró que “estamos en el límite de la licitud de tener y utilizar armas nucleares”. Esto, subraya el Pontífice, porque hoy, “con un arsenal nuclear tan sofisticado, existe un riesgo de destrucción de la humanidad, o al menos de una gran parte de la humanidad”. Con palabras que parecen hacer eco de las de Wojtyla en Hiroshima, Francisco se pregunta si es “lícito mantener los arsenales nucleares así como están”, o más bien sería necesario “volver hacia atrás”.

La imagen más evocadora de este compromiso del Papa Francisco con el desarme, a la espera de una visita a los Memoriales de la Paz en Hiroshima y Nagasaki, está sin duda ligada a la foto del niño que lleva a su hermano pequeño sobre la espalda, quien murió en el bombardeo nuclear. Una instantánea que conmueve profundamente al Santo Padre que la ha reproducido en una tarjeta y la ha distribuido a los periodistas que lo acompañaron en su viaje a Chile, en enero del año pasado. “Una imagen así —confió— conmueve más que mil palabras”. Una imagen que, más que mil palabras, cuestiona las conciencias y representa una advertencia imperativa de que la humanidad nunca más debe experimentar la devastación de un ataque atómico.


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Fuente: www.vaticannews.va

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