Mensaje N° 322, septiembre de 1983: Se cumplen diez años del golpe de Estado y la revista ofrece una serie de comentarios de parte de personas que en diversas instancias observaron la carrera política del mandatario. El primero fue del Premio Nacional de Ciencias Sociales, Manuel Antonio Garretón.
Un país necesita asumir su pasado, para calibrarlo en su verdadero valor, para rectificarlo, para tenerlo en cuenta en su proyección al futuro. En este espíritu Mensaje ha pedido colaboraciones a diversos testigos de la carrera política de Salvador Allende, que serán publicadas en este número y el siguiente.
Se cumplen diez años de dictadura militar. Eso está presente en la mente de todos. Pero se cumplen también diez años de la muerte de Salvador Allende, sobre cuya inmolación, y la de tantos otros que lo siguieron, se edificó esta dictadura. Y esto, como que quisiera olvidarse o silenciarse porque a muchos incomoda.
Y hay que reconocer, sin embargo, que sin la reivindicación nacional de la memoria de Allende, la reconstrucción de Chile será siempre incompleta y las reconciliaciones quedarán a medio camino. Un país que no hace justicia a quienes ayudaron a construirlo es un país trunco y condenado al autoengaño. Así como en su momento la izquierda chilena fue capaz de reconocer los valores de Eduardo Frei, a quien combatió políticamente en vida, las diversas fuerzas políticas deberán ser capaces de rendir el homenaje que aún falta al que fuera por décadas líder máximo de la izquierda y Presidente constitucional legítimo de Chile.
No hay un juicio de la historia. Hay muchos. Y eso ennoblece a las naciones. Pero cualquiera sea ese juicio, éste debe partir de un principio: la grandeza de un país y su proyección en el porvenir está hecha de muchos hitos y contribuciones que no se pueden negar sin negar a la nación misma. Y en ese proceso de colocar cimientos sólidos sobre los que se edifica el país y las relaciones entre su gente, Allende tiene un lugar insustituible y de enorme significación.
Cuando el país pueda mirarse a sí mismo sin temores, censuras, propagandas obligadas o injurias, se irá haciendo masiva la conciencia de lo que podría llamarse el legado de Allende, que muchos en Chile guardan como un tesoro que será reconocido algún día.
No son la alabanza acrítica o, para otros, la renegación de sus antiguas posiciones las mejores maneras de rendir un homenaje, sino el rescate leal de aquello que constituye el aporte de un ser humano al mundo que le tocó vivir.
Y así, la historia honesta nos dirá de Allende que él resumía los mejores valores a que pudo aspirar la clase política chilena, hoy tan injustamente vilipendiada. Allende fue un político democrático: conocía el país y su gente, tenía capacidad de representar e interpretar a vastos sectores sociales, poseía firmeza de principios y la necesaria flexibilidad para negociar y concertar, era honesto a toda prueba. Pero junto con pertenecer a este mundo de los políticos, respetuoso de las instituciones y consciente de su responsabilidad, Allende fue por largos años un líder popular, que desbordaba las adhesiones estrictamente partidarias, compenetrado de los sufrimientos y esperanzas de la gente común, del pueblo chileno. En esa tensión entre representante político en las instituciones republicanas y encarnación de demandas y aspiraciones populares, en su lealtad irreductible a ambas, radican la grandeza y el drama de Allende. Su muerte trágica en La Moneda es el símbolo final de esa doble lealtad: no abandonar ni las instituciones democráticas ni el proyecto político que le había sido confiado. Su asesinato no podía entonces sino significar la destrucción de todo vestigio democrático y la venganza contra todo el movimiento popular.
La doble lealtad mencionada se manifiesta en la lucidez, privilegiada, de Allende, aun en contradicción con sectores que lo apoyaban, para entender que en un país como Chile son inseparables la democracia política y la transformación de la sociedad para responder a las necesidades de los trabajadores y los oprimidos. Su afirmación histórica en el Primer Mensaje Presidencial condensa en parte este legado:
“El combate sostenido para abrir el camino de la democracia económica y conquistar las libertades sociales es nuestra contribución mayor al desarrollo del régimen democrático. Llevarlo a cabo simultáneamente con la defensa de las libertades públicas e individuales… es el desafío histórico que todos los chilenos estamos enfrentando”. La vinculación indisociable del ideal democrático con el ideal socialista recorre toda la vida política de Allende. Tal vinculación fue formulada por él con mucha anterioridad a su sistematización por las corrientes que en diversas partes del mundo lo han convertido hoy en patrimonio de las luchas de grandes masas por una sociedad mejor.
La imagen histórica de Allende, defensor de la democracia política y comprometido con las aspiraciones populares de una sociedad humana, no puede ser reducida al período 1970-1973. Su lucha es inseparable de la historia política chilena de una buena parte de este siglo. Pero si queremos referirnos a este período, al margen de la propaganda, los traumas y los idealismos acríticos, y sin negar críticas legítimas a algunos aspectos de la conducción política, debemos reconocer que Allende fue el político que más claramente entendió el carácter de esa época y lo que estaba en juego. Fue también el más responsable en respetar los compromisos asumidos y al mismo tiempo buscar una solución al drama que se avecinaba. Fue fiel a su vocación democrática y también a la alianza política que él expresaba y representaba. En el desgarro permanente entre su papel de Jefe de Estado y árbitro de una coalición política. Allende llevó al extremo su lealtad a ambos.
Así es. La más alta virtud de un político es la lealtad y Allende selló toda su trayectoria con ese rasgo. Ello no podrá ser nunca olvidado, especialmente en épocas proclives a la precariedad de las adhesiones y veleidad de los compromisos.
Recordar y reivindicar a Allende hoy no es querer volver a otras épocas. La historia no se repite y nadie aspira a ello. Recordar y reivindicar a Allende es hacer justicia con Chile y con nosotros mismos. Es mostrar a las chilenas y chilenos las virtudes del gran político y el compromiso ineludible de la democracia con la lucha por transformar la sociedad hacia formas más equitativas y humanas. Es decirle a las mujeres y hombres de izquierda que, en Chile, democracia política y socialismo van unidos y que ello debe expresarse en las estructuras orgánicas, los discursos y las acciones junto a los sectores populares. Recordar y reivindicar a Allende es recordar y reivindicar también ante Chile a los miles de seres humanos que fueron muertos por creer en una misma causa. Es también reivindicar el juicio sereno, la razón y, sobre todo, la esperanza.