50 años del golpe de Estado. «El deber de la justicia y las posibilidades del perdón: honrar la justicia de Chile»

En agosto de 1973, casi a treinta años exactos del golpe de Estado, Mensaje publicó una reflexión, escrita por Eduardo Silva S.J., sobre la importancia de la memoria en la tarea de la recuperación de la convivencia en nuestro país. Al mes siguiente, en la edición de Mensaje N° 522, el mismo autor plantea cómo, a partir del ejercicio de hacer memoria, se hace posible avanzar hacia la reconciliación, mediante la búsqueda de la justicia.

En un artículo anterior(1) hemos procurado comprender la importancia de la memoria y aclarar un poco sus relaciones con la verdad y de esta con el olvido, que parecía ser su negación. Nos ocupamos ahora de la justicia como imperativo y del perdón como posibilidad.

……

Frente a todos los intentos de solución del problema de los derechos humanos, hemos sostenido que la memoria y la justicia son los caminos ineludibles por los que tenemos que transitar como nación. Todas las otras formas de reparación no son posibles ni deseables si se hacen a costa de aquellas; no constituyen tampoco un segundo momento que reemplaza, o sería preferible, al anterior. Al tratar sobre la justicia pedimos nuevamente la ayuda de la reflexión filosófica de Paul Ricoeur, pues no solo los lugares comunes y los intereses inconfesables nos nublan la razón, sino también la complejidad misma de las cuestiones en juego. No resulta nítida la diferencia entre la sanción y la venganza cuando se busca con celo la justicia. El mismo proceso judicial parece que no agota el sentido de justicia que nos despiertan los atropellos a los derechos humanos. Permanece todavía oscuro el vínculo entre todas las anteriores con el perdón y la reconciliación.

LA JUSTICIA COMO ALTERNATIVA A LA IMPUNIDAD Y LA VENGANZA

La historia y la memoria tienen que ver con la verdad. El perdón y la justicia tienen que ver con la culpabilidad. Quiero destacar tres aspectos que hacen de la justicia una forma privilegiada de reparación. Considerando su finalidad, el proceso judicial y la sanción como uno de sus resultados, la justicia nos aparece como remedio insustituible de la violencia y la venganza(2).

a) La finalidad de la justicia. El acto de juzgar tiene una finalidad inmediata —zanjar un asunto entre partes— pero además y de manera muy principal, otra más remota y disimulada: contribuir a la paz pública. Al poner término a la incertidumbre entre las partes, el proceso codifica un fenómeno más amplio, el conflicto, en cuyo trasfondo se encuentra la violencia. Así, la justicia forma parte del conjunto de opciones que la sociedad opone a la violencia, opciones que definen al Estado de derecho. Dentro del proceso, se toma partido por el discurso en contra de la violencia, especialmente en contra de su forma más tenaz, la venganza. El poder público confisca este derecho del individuo a la venganza. Sin embargo, hasta las operaciones más civilizadas de la justicia guardan la marca de esa violencia original que es la venganza. El castigo es la forma civilizada de la venganza. El fracaso del derecho y de la acción de juzgar, a la inversa, favorece el recurso a la venganza, como nos lo recuerdan algunos trágicos sucesos de denegación de justicia de nuestra historia traumática(3). No es posible pretender la paz social sin justicia, pues es esta la que contribuye a alcanzarla; es una de las finalidades de la justicia.

b) El proceso judicial. Es el proceso el que establece una distancia entre la venganza y la justicia, entre la violencia y la palabra. Una justa distancia entre la infracción, la indignación pública y privada, y el castigo infligido por la institución judicial. El derecho penal se vale de diversos medios para instaurar este abismo entre la violencia y la palabra de la justicia: el juez, el Estado de derecho, el debate y la sentencia.

Existe un tercero que no es “parte” pero que institucionaliza el espacio para el debate entre las partes. Ese tercero es el Estado, más precisamente el poder judicial y la persona del juez. Delitos tipificados, penas legales, proporcionalidad entre la infracción y el castigo expresan la neutralidad de un procedimiento controversial y conocido en el que víctima y presunto culpable se transforman en “partes”. Finalmente la sentencia establece legalmente la culpabilidad, gracias a la virtud performativa de la palabra que dice el derecho; de una palabra que hace lo que dice. Pone término a la incertidumbre, asigna a las partes el lugar de una justa distancia entre venganza y justicia, reconoce al culpable como actor, suspende la venganza como réplica más significativa entre justicia y violencia.

c) La sanción. La finalidad de la justicia y el proceso judicial son reparadores. ¿Cómo lo puede ser la sanción, la punición, el castigo? Parece estar muy cerca de la venganza y, lejos de reparar, parece agregar sufrimiento a sufrimiento. Sin embargo, no es así, y su carácter reparador emerge cuando nos preguntamos por los destinatarios de la sanción penal. Si bien, en primer lugar, la sanción es propia de la ley, pues se ocupa de un asunto público y restablece el derecho, es algo debido a las partes y a la opinión pública.

La sanción se debe a la víctima. Cierto es que la sanción agrega más sufrimiento al sufrimiento infligido por el delito, y que en ocasiones es impotente para restablecer a las partes al estado anterior. Sin embargo, al reconocer a la víctima, se restaura su honor y autoestima, el alma herida se reconcilia consigo misma, realiza su duelo e interioriza el objeto amado perdido, sea que se trate de la víctima o de sus allegados. La sanción se debe también a la opinión pública, portavoz del deseo de venganza. La sanción pública educa en la equidad, disciplina el impuro impulso vengativo. Primer peldaño de esta educación es el sentimiento de indignación, que contiene una noción de justicia que lo aparte de la sed de venganza. Finalmente, la sanción se debe al culpable, que de una situación pasiva pasa, gracias al proceso, a la condición de parte, de actor. Opera sobre él un reconocimiento. La pena lo reconoce como ser racional, responsable de sus actos, capaz al menos de comprender la pena que se le impone. Si no reconociera que la pena es al menos comprensible, ésta habría fracasado pues no lo afectaría como ser razonable. Ello conduce la secuencia hacia la rehabilitación y el perdón.

LO JUSTO ENTRE LO LEGAL Y LO BUENO

El proceso judicial y la ley están al servicio de la justicia, pero esta no se alcanza exclusivamente con aquellos. Las negligencias del Poder Judicial durante los años de dictadura nos han mostrado que “la institución judicial no funciona ni en una sociedad sin Estado de derecho ni en una sociedad civil que no supiera discutir, o que no tuviera ninguna idea de reglas no escritas”(4) que indican lo que es justo. El proceso judicial al general Pinochet nos muestra que si bien sin las instituciones no hay justicia, no basta con que “las instituciones funcionen” para que la haya. Una visión puramente procedimental de la justicia —aquella de la filosofía política influida por el kantismo y que domina en nuestras democracias— pretende que el individuo que delibera sobre la justicia debe “suspender” sus convicciones. Pero sin ellas, que son el nervio de la acción política, se produce una desvalorización de lo ético-político en beneficio exclusivo del derecho. Un palidecer de lo bueno en nombre de lo legal, que no considera que lo justo se da al interior de una tensión entre lo legal y lo bueno.

a) Los polos de la justicia. “El sentido de la justicia no se agota en la construcción de los sistemas jurídicos que él suscita”(5). Es esta idea de justicia de origen inmemorial la que emerge en los relatos míticos, en las tragedias griegas, en nuestras convicciones religiosas. Sentido de justicia que brota cuando nos indignamos frente a lo injusto, que provoca una queja, una lamentación que precede a todas nuestras normas para evitar lo que nos escandaliza y hace gritar: ¡Esto es injusto!

Lo justo por tanto implica considerar dos momentos: lo que se estima bueno y lo que se impone como obligatorio. El primero es el modo optativo, la herencia aristotélica, el momento ideológico, que Ricoeur resume en “intención de vida buena con y para los otros en instituciones justas”(6); el segundo es el modo del imperativo, la herencia kantiana, el momento deontológico propio de las normas, las obligaciones, las prohibiciones caracterizadas por la exigencia de universalidad y los efectos coercitivos de la ley. Lo bueno es anterior a ley, pues las normas que determinan lo permitido y lo prohibido intentan encarnar los deseos de vivir bien. Lo bueno también es posterior a la ley, pues permite la interpretación y la aplicación de las normas a situaciones concretas que exigen un discernimiento de sabiduría práctica, particularmente en los casos difíciles.

b) Interpretación de la ley de amnistía desde la justicia. Es este discernimiento prudencial y de sabiduría práctica el que anima los planteamientos del ministro Carlos Cerda que estima que en los juicios relativos a los casos de derechos humanos los jueces deben hacer prevalecer las normas constitucionales y los tratados internacionales ratificados por Chile por sobre el decreto ley de Amnistía. Posición similar a la de los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que nos recuerda lo que nuestra peculiar transición a la democracia —que ha aceptado y legitimado muchas de las instituciones heredadas del gobierno militar—, parece olvidar: que es el mismo gobierno al que se lo acusa de violar en forma sistemática los derechos fundamentales de sus gobernados, el que se exculpa a sí mismo mediante una amnistía. Con la autoamnistía se incurre en un grave abuso de poder, pues los que se benefician con ella no fueron terceros ajenos sino los mismos agentes del Estado que la dicta.

Los gobiernos democráticos han reconocido su imposibilidad para modificar o anular el decreto ley de Amnistía y su obligación de respetar las decisiones del Poder Judicial, aun cuando dicho decreto esté en conflicto con disposiciones constitucionales vigentes en Chile. El derecho internacional por su parte ha estimado que algunos delitos (desapariciones, ejecuciones sumarias de individuos y de grupos, ejecuciones decretadas en procesos sin garantías legales y torturas) son de tal gravedad, que justifican la adopción de medidas internacionales específicas para evitar su impunidad y decretar su imprescriptibilidad. En particular la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos ha declarado “…que la desaparición forzada de personas en América es una afrenta a la conciencia del hemisferio y constituye un crimen de lesa humanidad”.

Es el deseo de hacer justicia interpretando prudencialmente el ordenamiento jurídico el que impulsa en Argentina el debate sobre la nulidad de las leyes de Obediencia debida y Punto final que se estima fueron dictadas en 1986 y 1987 bajo presión militar. Algunos plantean el concepto de “oponibilidad” que establece que tales leyes de impunidad son “opuestas” a los tratados internacionales que Argentina incorporó en 1994 a su Constitución y que prevalecen sobre cualquier otra ley que los contradiga.

Es este mismo deseo de hacer justicia el que en nuestro país ha impedido los sobreseimientos antes que se agote la investigación, el que nos ha impulsado al nombramiento de jueces especiales que permita se aceleren las causas y el que podría ayudar a distinguir las responsabilidades de los superiores que planearon y ordenaron las violaciones y los subalternos que fueron sus ejecutores. Con tales antecedentes es difícil que los poderes de un Estado de derecho, una sociedad civil deliberante y unos magistrados deseosos de honrar la justicia en Chile puedan estimar que las normas referentes a la amnistía y la prescripción puedan ser más vinculantes que los derechos que nuestro orden jurídico consagra y que el derecho internacional reconoce.

EL PERDÓN COMO SANACIÓN DE LA MEMORIA Y LA JUSTICIA

Intentaremos articular el perdón con lo que hemos dicho ahora sobre la justicia y antes sobre la memoria. Frente al ámbito de lo debido al pasado y a la culpa aflora otra dimensión de la realidad que parece alimentarse de otra lógica y que tiene una fenomenología propia que vale la pena describir.

El presupuesto existencial del perdón es la falta. Si es la falta la que constituye la ocasión del perdón, no hay entre ellos proporción alguna. Por el contrario, entre estos dos polos se da una desproporción tal, que nos habla de una diferencia de altura, de una disparidad vertical entre la profundidad de la falta y la altura del perdón. Una tensión entre dos actos de discurso: en lo bajo, la confesión de la falta; en lo alto, el himno del perdón. Tensión vecina a la ruptura que impide un tránsito alegre, pues al carácter imperdonable del mal moral replica la imposibilidad del perdón.

a) La profundidad de la falta. Dos consideraciones se pueden hacer a propósito de este polo. En primer lugar, la estructura fundamental en la que esta experiencia se inscribe es la de la imputabilidad de nuestros actos. La imputabilidad es aquella capacidad, aquella aptitud en virtud de la cual las acciones pueden ser puestas a cuenta de alguno. Una articulación entre el acto y el agente. Se puede acusar de actos imputables a un agente que se tiene por su autor verdadero. Forma parte de una antropología del hombre capaz: capaz, de hablar, de actuar, de narrarse y de ser responsable de sus actos. La atribución puede ser autoatribución, y la forma específica que toma la atribución a sí mismo de la falta es la confesión: “un acto de lenguaje por el cual un sujeto toma sobre sí, asume la acusación”(7). Las consecuencias se siguen una detrás de la otra: sin imputación no puede haber acusación; no puede haber perdón si no se puede acusar a alguno, presumir o declararlo culpable, o que el mismo confiese su falta. Sin culpable no hay perdón.

En segundo lugar, observemos la ligazón que existe entre la idea de la falta y aquella del mal. La falta es un tipo de acción mala. Una magnitud negativa de la práctica en palabras de Kant. La falta puede decirse de muchas maneras, como transgresión a una regla o como el incumplimiento de un deber que trae consecuencias nocivas, pero es fundamentalmente un daño hecho a otro. Este vínculo entre la falla y el mal sugiere la idea de un exceso, de lo insoportable, de lo injustificable: tal crueldad, tal bajeza, tal inequidad en las condiciones sociales me trastornan, me remueven sin que yo pueda designar las normas violadas. Me indigno. Este exceso propio de lo injustificable se hace aun más intolerable e inaceptable pues es un “mal que el hombre hace al hombre”. Los actos malos son imputables a un agente, hemos dicho. En los casos de violaciones a los derechos humanos se trata del daño por excelencia, a saber, el asesinato, que se une a las diversas formas de tortura y vejación. Se junta a la voluntad de hacer sufrir y de eliminar, la voluntad de humillar, de entregar al otro al abandono y el desprecio de sí. Un extremo, el mal hecho al otro, se transforma en índice de otro extremo: la maldad del criminal. Consecuencia: “En este punto se anuncian nociones tales como lo irreparable del lado de los efectos, de lo imprescriptible del lado de la justicia penal y de lo imperdonable del lado del juicio moral”(8).

b) La altura del perdón. Las reflexiones anteriores nos llevan de la mano de la profundidad de la falta hacia la conclusión de lo imperdonable… ¡Y sin embargo hay perdón! El perdón existe, el perdón es dado. Si la confesión procede de la profundidad, el perdón parece venir de lo alto. Hay perdón como hay alegría, como hay sabiduría, como hay amor. El perdón es de la misma familia.

Sin embargo, parece posible vincular el perdón a la lógica del intercambio. El parentesco en todas las lenguas entre perdón y don nos impulsa a buscar en él sus relaciones con el intercambio y la reciprocidad. La verticalidad que hemos reconocido, ¿no será compatible con algún grado de horizontalidad por la cercanía a la estructura del don que en muchas culturas pide un contra-don? Esta lógica del intercambio ¿no permitiría que la petición de perdón y el otorgamiento del perdón se equilibren en una relación horizontal? En otras palabras, ¿no será necesario que para otorgar el perdón haya previamente una petición de perdón?

Aquí hay que mantener hasta el final dos tesis aparentemente contradictorias sin ceder a la tentación de conciliarlas.

i. El perdón es gratuito, es incondicional, pertenece al ámbito de la gracia que no espera nada a cambio. Se concede por puro exceso y libremente. Tiene en la figura evangélica del amor a los enemigos una figura límite. Si bien el amor pretende transformarlos en amigos, se les ama cuando aún son enemigos.

ii. Nuestra primera relación con el perdón no es concederlo sino pedirlo. Ello porque el perdón nunca es debido, no se le debe a nadie, no es exigible. Quien lo concede libremente, si quiere, es la víctima. Y ella no le debe el perdón a nadie. Si el perdón no es debido, solo puede ser pedido. “Por favor, perdóname”. Y ese pedido puede ser legítimamente rechazado. “No te perdono, esto es imperdonable”. Pedir perdón es también estar dispuesto a que no se me conceda.

El desafío está en insertar en la disimetría de una relación vertical (en la que no hay continuidad entre la profundidad de la falta y la altura del perdón), una relación horizontal de intercambio (en la que la petición del perdón facilita su otorgamiento). En el seno de la lógica de la superabundancia, la lógica de la equivalencia puede dar frutos. De lo dicho se pueden desprender algunas consecuencias que iluminan nuestros intentos de reconciliación, y nuestros deseos de reemplazar la dureza de la memoria y la justicia con el bálsamo del perdón.

c) El aporte del perdón a la memoria y a la justicia. El perdón puede contribuir a una memoria sin culpa y a una justicia sin venganza. Puede hacerlo, siempre que permanezca en el ámbito que le es propio, sin caer en la tentación de pretender una institucionalización política imposible y que lo desvirtúa.

Si el perdón pertenece al ámbito de la gracia, a la lógica de la superabundancia (la altura), si incluso su vinculación al don se hace con reparos a la lógica del intercambio que este a veces promueve (doy para que me des), se hace muy difícil pretender su institucionalización. Hay fracasos a veces monstruosos en las tentativas por institucionalizar el perdón: “No hay política del perdón”(9). La caricatura de perdón que es la amnistía nos lo muestra. Si la justicia es la institucionalización por excelencia que se hace cargo de la falta, el perdón no puede refugiarse más que en gestos incapaces de transformarse en instituciones(10).

No nos cansaremos nunca de repetir que el perdón pertenece a otro ámbito que aquel al que pertenecen la memoria-historia y la justicia. Una y otra dan al pasado y a la culpa lo suyo: fidelidad al pasado, justicia a la víctima. Rige la regla de la correspondencia. El historiador y el juez son terceros que con neutralidad e imparcialidad deben hacerse cargo de la verdad y de la justicia, sin favor y sin cólera. Ni complacencia, ni espíritu de venganza(11).

Y sin embargo, perteneciendo a un ámbito distinto, el perdón puede contribuir a una reparación de la propia memoria y de la propia justicia. La finalidad del perdón se relaciona con la memoria. Su “proyecto” no es borrar la memoria. Su intención no es el olvido. Por el contrario, su proyecto de cancelar la deuda es incompatible con el de cancelar la memoria. “El perdón es una suerte de curación de la memoria, el logro de su duelo; liberada del peso de la deuda, la memoria es liberada para grandes proyectos. El perdón da futuro a la memoria”(12).

El perdón se relaciona también con la justicia. Al escapar de ella, la sobrevuela y desde allí la influye. En primer lugar, el perdón constituye un recordatorio permanente de que la justicia es solamente humana y que no puede erigirse en juicio definitivo(13). En segundo lugar, el perdón acompaña el esfuerzo de la justicia para erradicar en el plano simbólico el componente sagrado de la venganza. El polo de la superabundancia atrae a la justicia y le evita acercarse demasiado al polo de la venganza.

CONCLUSIONES

Para habérnosla con el pasado contamos con la memoria y con la historia. Hacemos homenaje al pasado con la memoria y la historia: la fidelidad de los recuerdos y la verdad de la historia son dos formas de hacer justicia a aquellos que nos precedieron. Cuando ese pasado es traumático, tenemos además el recurso de la justicia y del perdón. Ambos se hacen cargo no solo del hecho del pasado, sino del peso del pasado: de su carga de culpabilidad. Nuestra deuda con el pasado se paga en primer lugar recordando, haciendo memoria con fidelidad y verdad: es el remedio contra el olvido, y la condición de posibilidad de un olvido feliz. En un segundo lugar, cuando la deuda implica víctimas y ha dejado heridas, el pasado se repara haciéndose cargo de la culpabilidad y la punición por medio de la justicia: es la alternativa a la venganza y a la impunidad. Memoria y justicia son las armas que permiten el combate contra el olvido y la venganza.

Sin embargo, a estas dos formas de dar al pasado lo que le debemos se puede agregar una modalidad diversa de purificar la memoria y sanar la culpabilidad. Mas allá de la ley de la equivalencia, de lo debido, de la lógica del intercambio propia de la ciudad, existe otra dimensión que no es deducible de la anterior. Es el ámbito del perdón, la ley de la superabundancia, de lo gratuito, la lógica del don. El amor, la conversión, el arrepentimiento, la gratuidad, pertenecen también a esta dimensión. No se trata ya de la ética sino de la poética. El tránsito de una a la otra es delicado y está lleno de escollos: incluso parece que la ruptura es tal entre ambas lógicas que no hay tránsito. Es este cuidado el que lleva a Ricoeur a hablar de “el perdón difícil”, en el epílogo de su última obra sobre la memoria, la historia y el olvido.

Pero es nuestro deber articular ambas lógicas, pues hemos de impulsar no solo la generosidad personal de quienes perdonan, sino también las posibilidades públicas de reconciliarnos como nación. En estas reflexiones hemos intentado mostrar que si bien justicia facilita y predispone al perdón, no lo provoca ni lo impide: este, como todo lo que viene de lo alto, “sopla donde quiere y cuando quiere”. Así, en lo personal, puede haber perdón sin verdad ni justicia. Incluso puede haber perdón sin petición de perdón. Pero en lo social, la verdad y la justicia establecidas judicialmente son condición necesaria para establecer que tal o cual es culpable. En un Estado de derecho, tratándose de asuntos públicos y penales, la determinación de la culpabilidad de un sujeto es condición de posibilidad de cualquier “perdón social” y de la reconciliación de un pueblo con su historia. Las posibilidades del perdón personal gratuito no son transferibles al ámbito público sin el paso obligado por la verdad y la justicia.

(1) E. Silva, “Honrar la memoria de Chile. El deber de la memoria y la lucha contra el olvido”. Mensaje, agosto 2003, 44-48.
(2) Recogemos lo que sigue de un par de artículos de Ricoeur, “El acto de juzgar” (1992) y “Sanción, rehabilitación, perdón” (1994), publicados en Lo justo.
(3) “En la operación XX, entre los fusileros que atentaron contra la caravana presidencial, se encontraban el hijo de un ejecutado político y el hijo de un detenido desaparecido, a quienes se ha denegado la justicia judicial. Por su parte, los falsos enfrentamientos parecen ajustarse al modelo de la venganza. Tras el asesinato del Intendente Carol Urzúa, la CNI asesinó a un grupo de miristas involucrados en un falso enfrentamiento en la calle Fuenteovejuna, Colón Oriente, actuando sobre seguro, y sin poner a los imputados a disposición de tribunal alguno (1983); este caso de venganza se agrava si se considera que fue cometido por agentes del propio Estado” (Diego García Monge, “Lo justo entre lo ético político y lo jurídico”, Seminario para profesores, La Justicia, Universidad Alberto Hurtado, 1999).
(4) P. Ricoeur, “Le juste entre le legal et le bon”, en Lectures 1, Seuil, Paris, 1991, 192.
(5) P. Ricoeur, “Ethique et morale”, op.cit., 259.
(6) P. Ricoeur, Sí mismo como otro, Siglo XXI, Madrid, 1996.
(7) P. Ricoeur, La Mémoire, l’histoire, l’oubli, 597.
(8) Ibid., 602.
(9) Ibid., 635.
(10) Cf., Ibid, 594.
(11) Cf., ibid, 415.
(12) P. Ricoeur, “Sanción, rehabilitación, perdón”, op.cit., 205.
(13) Idem.

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