50 años del golpe de Estado. «Signos e instrumentos de reconciliación»

La segunda edición de Revista Mensaje tras septiembre de 1973, que fue publicada en noviembre-diciembre, contiene una declaración del obispo auxiliar de Santiago, Fernando Ariztía, que busca remecer conciencias y voluntades en la sociedad chilena.

A los sacerdotes, a los laicos con responsabilidades en la Iglesia, a las hermanas:

He querido dejar pasar un mes. Ahora es bueno que nos detengamos un poco.

Quiero hoy escribirles para que reflexionemos unos con otros, y para que juntos podamos oír más duramente la voz del Señor.

Desde hace un mes Chile está en estado de guerra, y la guerra es algo implacable.

Hemos vivido días muy tensos. Días de angustia, de incertidumbre, de aplastamiento para muchos. Días de alegría y de esperanza para otros. Pero para los que toman en serio su cristianismo, la alegría les es velada por el dolor de los otros: los desaparecidos, los muertos, los sin trabajo.

Los ánimos todavía están demasiado encendidos. Si miramos para atrás, hagámoslo solamente para ver la propia culpabilidad. Las cosas no suceden porque sí, no más. Siempre hay una dosis de pecado de cada uno. En el dolor de Chile, todos tenemos una parte de culpa, y de ello tenemos que pedir el perdón del Señor. Es tiempo de conversión personal.

Chile sufriente experimenta el pecado colectivo de la sociedad, con la pesada herencia también de generaciones pasadas.

Una persona que tiene cierta responsabilidad —encomendada por la Iglesia de la Zona— hace pocos días, alrededor del 5 de octubre, me decía: “Yo no he visto nada, ni me he encontrado con gente que tenga problemas”. La conversación se refería, naturalmente, a lo que para casi todos durante este tiempo ha sido lo preocupante: los detenidos, los desaparecidos, los muertos.

Es muy grave “no saber nada” y no haberse encontrado con gente que tenga problemas.

O se es un “despistado” que vive al margen de la vida real o todas sus conexiones son con un determinado sector de personas que “están bien”.

Espero que el caso de mi amigo sea un hecho aislado, y que algún día pueda despertar.

En estos días hemos podido, como nunca, palpar la presencia del pecado que es amargura, odio, división, muerte, prepotencia; y también la presencia de Cristo Salvador que se muestra en perdón a los otros, unión, compasión, solidaridad con el que sufre, conciencia del propio pecado.

Es tan fácil hablar de “clima de odio” echándole la culpa a los otros, y no ver las actitudes vengativas en el propio corazón.

Es tan fácil acusar a un vecino o a un compañero de trabajo; se da así rienda suelta a tantos viejos rencores. “No sabe Ud. el daño que nos han hecho…”, me explicaba llorando una señora cuya casa había sido allanada y su esposo detenido (aunque librado dos días después), como consecuencia de una falsa denuncia.

— Es bueno que limpien el país de toda esta gente —me decía un vecino “muy cristiano”—; de ellos no hemos sacado más que odio y flojera…
— Comerciantes que hasta el 11 de septiembre no vendían nada en la población, el 13 vendían, azúcar, Rinso, aceite, confort…
— Gente que se alegra “por el triunfo”, y gente que sufre “por los hogares donde hay llanto”…

Hoy es el momento de una profunda reflexión para nosotros, los cristianos.

Hay que superar esa división tan honda y tan ciega, en que se era absolutamente de U. P. o absolutamente de oposición.

Las opiniones políticas, las afirmaciones de tal o cual prensa llegaron a ser —aún para muchos cristianos— el criterio único para juzgar, en vez del Evangelio. Dios se transformó en “dios”.

Se produjo radicalización de posiciones, se dejó de ser hermano, búsqueda afiebrada e inconsciente del propio bienestar y seguridad: acaparamiento, aprovechamiento político de cargos públicos, mercado negro…

Hoy el Señor nos llama a “no ser como niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina…” (Efesios 4, 11). Es un llamado para volver a mirar la única Roca sobre la cual debemos construir.

No hay reconciliación sin reconocer cada uno sus propias culpabilidades.

Fruto de la reconciliación será el tenderse las manos mutuamente, hasta llegar a encontrarte como hermanos.

Sólo la vuelta a Dios nos hará encontrar un mundo de hermanos.

Pero por sobre todo quisiera que mirásemos el HOY. Y lo mirásemos como llamado de Dios a la reconciliación.

La reconciliación no cae del cielo en un paracaídas.

La reconciliación no es cerrar los ojos para dejar de ver lo que nos separa. No es pasividad. Es también lucha, o sea quitar obstáculos que se oponen a ella.

La reconciliación no es una cosa superficial; no es acallar momentáneamente un rencor.

El Padre Dios, queriendo “reconciliar” a los hombres, les envió su propio Hijo “revestido de carne”. La reconciliación exige como condición “revestirse la carne” del otro, o sea la donación de sí mismo para entrar en el otro.

La reconciliación jamás va a surgir de un análisis político de la situación, o sea, de un mirar la realidad y sus causas socio-económicas: por este camino nunca nos vamos a reencontrar. Cada uno piensa, habla y actúa condicionado por su medio ambiente que le rodea, por sus intereses y sus relaciones.

La reconciliación no es sólo un esfuerzo humano, es un don cuya fuente es Dios. En el origen de toda reconciliación está el mismo Dios: es Él que derrama su Amor y nos hace encontrarnos como hijos suyos, o sea, hermanos…

Si la Iglesia, y cada uno de nosotros —que somos parte de la Iglesia— no somos signos atrayentes y capaces de producir reconciliación, sería muy grave. Todos tenemos que revisarnos y probablemente cambiar muchas actitudes. Ayudémonos fraternalmente a ampliar nuestros horizontes.

Qué valor tendría nuestra fe sin una profunda y efectiva reconciliación? Sería solamente humo y paja. “Si cuando vas a dejar tu ofrenda en el altar, te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti…” (Mt. 5. 23-25).

Hoy los cristianos tenemos un gran desafío del Señor: ser los instrumentos de reconciliación. Porque, “si aman a los que los aman, si saludan a los que los saludan… ¿qué mérito tienen? ¿No lo hacen igual los no creyentes?” (Mateo 5, 46).

En estos días, ¿hemos estado al lado de los que han sufrido? ¿Hemos sufrido con ellos? En muchas familias se ha repetido lo que nos dice el Profeta Jeremías (31, 15):

“Un clamor se ha oído en Ramá;
Llanto y lamento grande:
es Raquel que llora a sus hijos
y no se quiere consolar, pues ya no existen”.

En nuestra Zona no son pocos los que han tenido una tragedia en la familia o con una familia amiga.

Una Comunidad Cristiana que no es capaz de derramar reconciliación, sería una Comunidad en la que está ausente el Espíritu de Cristo, y para que no produzca escándalo es mejor que se disuelva.

No basta alegrarnos con que las calles estén más limpias, muchos muros pintados y que se trabaje con mayor energía. Todo eso es muy positivo, pero ¡no basta!

Ser instrumentos de reconciliación implica antes que nada abrir los ojos, los oídos y el corazón al sufrimiento de los otros, y no tranquilizarnos con un “por aquí no pasa nada” o con “a los que cortaron en el trabajo les pagaron el desahucio”. Recordemos al rico Epulón (Lucas 16, 13) que gozaba de sus riquezas y de su tranquilidad, sin darse cuenta que a la puerta de su casa había un hombre sufriente, sin otra riqueza que su miseria, y al cual los perros, siendo animales, se acercaban.

Acostumbrémonos a situarnos y a mirar la vida y los problemas desde el lado de los más pobres. No seamos de “los sabios y prudentes”.

Superando nuestras divisiones que han sido, y con frecuencia todavía lo son, tan amargas, el Señor nos pide ser un pueblo que levante la cabeza y que mire hacia adelante. Pueblo en marcha hacia la reconciliación final, cuando las “espadas y las lanzas se conviertan en arados” (Isaías 2, 4).

. . .

Les pido que esto pueda ser leído, reflexionado y enriquecido, en conversaciones de Comunidades Cristianas.

Además es fundamental que busquemos actitudes pastorales para este tiempo.

Les insinúo algunas formas:

† En cada barrio, tomar contacto, visitar, estar cerca, de todas las familias que tienen personas detenidas o que han sido cortadas del trabajo.
† Hacer tomar conciencia de la obligación de cooperación a mucha gente, ojalá más allá del círculo de la Parroquia o de la Comunidad Cristiana, para ayudar económicamente o con cosas, a las familias más afectadas. Organizarse para esto. En algunas partes ha habido gestos extraordinariamente fraternales. (Después veríamos si a nivel zonal podamos tener ayuda para algunos casos).
¿No se podría hacer esto en el mismo barrio, en conjunto con las Iglesias Evangélicas? La caridad no puede tener barreras ideológicas ni religiosas.
† ¿No sería posible organizar una especie de “bolsa de trabajo”, a nivel de la Zona, porque es una realidad que se están produciendo hechos trágicos de hombres y mujeres, únicos mantenedores de su casa, que son despedidos de su trabajo?

En esto de la caridad fraterna no hay recetas. El Espíritu Santo les impulsará a descubrir mil modos diferentes de mostrarla.

Más que nunca necesitamos ser una Iglesia vitalmente unida. Seis sacerdotes de la Zona han debido dejar el país, así como una Hermana en este tiempo. Ayudémonos más.

De todo corazón, en el Señor,

† Fernando Ariztía
Obispo Vicario Episcopal de Zona Oeste de Santiago

Descarga el pdf original de Mensaje.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

logo

Suscríbete a Revista Mensaje y accede a todos nuestros contenidos

Shopping cart0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0