Editorial Revista Mensaje N° 697: «De la autosuficiencia al cuidado del otro»

¿Cuál será el modo de cuidar a nuestros habitantes más vulnerables? Esta pregunta tiene relevancia constitucional porque define el modo de entender las cooperaciones y los apoyos mutuos que nos daremos.

Estando ad portas de la elección de la Convención Constitucional, importa ocuparse de lo que nos debe inspirar en la próxima tarea constituyente. Una preocupación esencial está en cómo los chilenos nos hacemos cargo de las vulnerabilidades y fragilidades que tantas personas sufren hoy, derivadas muchas veces de paradigmas que predominan en nuestra sociedad.

SUJETOS VULNERABLES

El proyecto civilizatorio de la modernidad se ha construido sobre un cierto ideal de lo que el ser humano debería ser. Esto es, un ser humano independiente, autónomo, que no requiera de ayudas exteriores. Esa idea comienza a cristalizar con fuerza en el discurso filosófico moderno, donde uno de sus fundamentos consiste en un ser humano volcado sobre sí mismo y que se nutre de su propia reflexión; pero también en los relatos que las culturas van destacando sobre individuos –varones, en su mayoría– que por sí solos van avanzando en ciencia, en descubrimientos geográficos, en derrotar adversidades o en construir teorías, artefactos o monumentos. En estas narraciones es patente cómo, aunque hubiera todo un contingente de personas trabajando en pos de ello, al final siempre hay uno y solo uno que se lleva la gloria ante sí mismo.

Esta idea del ser humano tiene implicancias profundas para la ética. La autosuficiencia se expresa éticamente como subjetivismo, donde es el individuo quien se constituye como fuente de su propia moralidad, su conciencia personal es la que lo orienta en las decisiones sobre lo bueno y lo justo. Socialmente, el individuo valioso es aquel que es fuerte y sano, aquel que es independiente. En términos políticos, los infantes y ancianos corresponden a momentos deficitarios de la vida destinados a ser superados por ser especialmente vulnerables. La fuerza, en el sentido del autosustento, y la libertad son los requisitos para la dignidad del ciudadano. En ese modelo los frágiles, pobres, excluidos o marginados no tienen cabida, a no ser que se hagan suficientemente autónomos y autosuficientes.

Ese paradigma hoy está en crisis, confrontado con lo que el ser humano de hecho es. La realidad es que somos estructuralmente dependientes y, permanentemente, a lo largo de la vida necesitamos de la ayuda de otros. Aunque en algunas etapas del ciclo vital tengamos mayores umbrales de autovalencia, todos somos siempre vulnerables. Hoy, fruto de la división del trabajo y la globalización, sumado al dato que ha revelado la pandemia, esto se ha agudizado más aún. Ese paradigma hoy se resquebraja porque los marginados y débiles empiezan a reclamar un discurso político que los incorpore plenamente, el planeta se resiste a la explotación, y los relatos de hazañas empiezan a reivindicar el rol del equipo, los que están tras bambalinas, los que posibilitaron la gloria.

Frágiles y vulnerables, esa es la condición básica de la humanidad y que en occidente pareciéramos negar. Las narrativas sobre la pobreza en Latinoamérica son historias de víctimas, de despojos, de abusos y sometimientos forzados. La semántica de la pobreza ha ido girando desde una perspectiva esencialista en la cual se es pobre, hacia una perspectiva más histórica que nos habla de empobrecidos. Si bien hay una condición vulnerable de la humanidad, históricamente se trata de sujetos vulnerados. Por este motivo la nueva narrativa habla de marginados y excluidos que presuponen un centro marginador o exclusor que impide a los primeros la incorporación y el acceso a la vida que el centro tiene.

CONSECUENCIAS DE ESTA CONSTATACIÓN

Esta perspectiva también tiene consecuencias éticas. Las relaciones sociales entre vulnerables necesariamente derivan en responsabilidad de unos por otros. La empatía y la compasión se desarrollan inevitablemente al permitirse cada uno acoger el dolor y las heridas propias, lo que facilita acoger las pobrezas ajenas. Entonces, si todos nos reconocemos vulnerables, la responsabilidad por el otro es un principio universal.

Tiene también consecuencias políticas. El cuidado del otro tiende a restringirse al ámbito privado o de lo voluntario, pero es necesario salir de la lógica de la autosuficiencia en que no se puede obligar al cuidado de otro, sacar el cuidado de lo optativo o benevolente. Es necesario migrar del “contrato” social hacia la fraternidad de quienes comparten y se sostienen mutuamente en su vulnerabilidad. Salir de la relación beneficiario-benefactor, para entrar en una relación de frágiles, vulnerados, que se sostienen globalmente en lo que pueden.

En el contexto de elaboración de una nueva Constitución, nos ha parecido relevante abordar la pregunta por el modo como un país quiere ocuparse de sus habitantes más frágiles. Así como la fortaleza de una cadena se mide por la solidez del eslabón más frágil, la calidad de una sociedad se mide por la situación del grupo más débil. Pero las razones para cuidarnos mutuamente van más allá de la estrategia. En el ser humano cuidar al débil es una característica distintiva y lo reconocemos como un rasgo de humanidad. Por este motivo, frente a la ética subjetiva, abstracta, principista, idealista y que enaltece la fuerza de las personas, es necesario que tome fuerza una ética del cuidado, más encarnada, estructurada y permanente, consciente de las debilidades.

A partir de esta reflexión surgen dos preguntas relevantes. La primera tiene que ver con el modo como nuestro país se hace cargo de la fragilidad estructural de sus miembros. ¿Cuál será el modo de cuidar a nuestros habitantes más vulnerables? Esta pregunta tiene relevancia constitucional porque define el modo de entender las cooperaciones y los apoyos mutuos que nos daremos. En los últimos años esto se ha traducido en una discusión polar sobre los medios: cuánto mercado y cuánto Estado para dar solución a las necesidades de la población. Creemos que es necesario en una Constitución apuntar más bien a los principios. Nuestras relaciones de cuidado, ¿se fundarán en el principio de la competencia? ¿O, más bien, en un principio de subsidiariedad como lo ha entendido la tradición de la doctrina social de la iglesia? ¿O en un principio de solidaridad fundamental de los ciudadanos? ¿Habrá que escoger entre ellos? ¿O podrán convivir todos? ¿O, más bien, habrá que distinguir en qué ámbitos debe prevalecer cada uno?

La segunda pregunta tiene que ver con este rasgo de humanidad y el deber de cuidado que puede ejercerse no solo entre personas, sino entre países. Así como se admira y se tiene como referentes a personas que a costa de su bienestar han ido en apoyo de otras, a veces desconocidas, también sería deseable distinguirnos como un país que en su conjunto muestra esas características. ¿Podemos aspirar a destacarnos como un país reconocidamente “humano” en el concierto internacional? ¿Podremos distinguirnos como un país con políticas exteriores marcadamente “humanas”? Uno de los modos de expresión del grado de humanidad de nuestro país podría ser el envío de tropas de paz chilenas a Haití, o de vacunas a Ecuador y Paraguay. También han sido antes generosos con nosotros al acoger a nuestros exiliados políticos, o enviarnos ayuda ante los múltiples desastres naturales que hemos padecido. La talla de un país se mide por esos gestos de humanidad. Esperamos que ante las crisis humanitarias actuales y futuras nuestro país se distinga por ser un país profundamente humano hacia dentro y hacia fuera. MSJ

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Fuente: Editorial de Revista Mensaje N° 697, marzo-abril de 2021.

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