El auge global del autoritarismo

La nueva fuerza que en naciones americanas y europeas alcanzan movimientos políticos que se acercan a tendencias populistas, a ideas nacionalistas o a la lucha contra las elites tradicionales, configura un escenario político desafiante cuando genera cercanía al autoritarismo. Hoy en día, el miedo, proveniente de distintas vertientes, ha favorecido el autoritarismo. La inseguridad económica y un panorama de desajustes sociales impulsan en varios países, de variado signo, la aparición de los hombres fuertes.

«Hoy el país comienza a liberarse del socialismo, a liberarse de la inversión de valores, del gigantismo estatal y de lo políticamente correcto», sentenció Jair Bolsonaro al asumir la Presidencia de Brasil el 1 de enero. Para no dejar dudas sobre sus propósitos, agregó que la bandera de Brasil «jamás será roja».

Su gobierno marca la irrupción, en América Latina, de un fenómeno novedoso.

Algunos califican a Bolsonaro como un «populista de extrema derecha». Con ello señalan a alguien que proclama representar al conjunto de la ciudadanía en contra de las elites corruptas. Así, esta corriente debuta en el mayor país de la región, que es nada menos que la octava economía del mundo. Por cierto, más impactante fue la victoria de Donald Trump en Estados Unidos el 2016, que además figura como el líder de la nueva ola derechista que alcanza a buena parte de Europa.

El fenómeno, que adquiere proporciones globales, tiene perfiles dispares. «Populismo» es un concepto vago que, por lo general, es empleado como un adjetivo peyorativo. Desde esta óptica se designa a los políticos que hacen ofertas que no son realizables, según la ortodoxia económica. Así, los populismos no son monopolio de la derecha o la izquierda. Su definición depende de quién fija los parámetros del realismo.

Un segundo ingrediente transversal de esta corriente es el nacionalismo. Entre los nacionalismos existen, asimismo, diversas vertientes. Todos coinciden en la defensa de los intereses nacionales y buscan la mayor gravitación posible para la nación respectiva. Hay nacionalismos proteccionistas en lo económico, como el de Trump, «hombre de aranceles», como se ha autodenominado, y otros que los son menos, según lo insinúa Bolsonaro. Donde se aprecia mayor unanimidad es en las políticas migratorias, que hoy ocupan un papel decisivo en la agenda política europea y estadounidense. Ello, a tal punto que el Gobierno de Estados Unidos ha experimentado un cierre parcial. El motivo es la ausencia de un acuerdo sobre el financiamiento del muro fronterizo con México, exigido por Trump, para frenar la migración latina.

Otro elemento prominente de la plataforma de las nuevas derechas extremas es la lucha contra la corrupción y los privilegios de la elite. Una condición del éxito de estos movimientos radicales es proyectarse como ajenos y contrarios al «establishment». Esto se da pese a que muchos de sus líderes provienen, precisamente, de los centros de poder. Trump promete acabar con «el pantano de Washington», en tanto Bolsonaro tiene en la mira al Partido de los Trabajadores.

EUROPA: LA INTOLERANCIA A LA OFENSIVA

El discurso de las derechas fascistoides no reconoce fronteras. Lo de «fascista» no responde a sus propuestas programáticas, sino a sus vasos comunicantes con viejos admiradores del nazismo que militan en partidos, como el Frente Nacional (Agrupación Nacional) de Marie Le Pen, en Francia; la Liga Norte de Matteo Salvini, en Italia; el Partido de la Libertad, en Austria, o la Alternativa para Alemania. Una encuesta mostró que 89 por ciento de los votantes de esta organización teutona lo hicieron en protesta contra las políticas migratorias de la canciller Angela Merkel, que entre 2015 y 2016 admitió el ingreso al país de más de un millón de refugiados e inmigrantes: 85 por ciento de los consultados señaló que deseaba fronteras con un control más riguroso.

Un caso muy estudiado es el británico, donde se aprecia una revuelta contra la globalización y las políticas migratorias. Ello, pese a que no existe un partido de extrema derecha de proporciones. En 2016 tuvo lugar un referéndum en el cual 51,9 por ciento votó por dejar la Unión Europea (UE), el llamado «Brexit», en tanto que 48,1 por ciento optó por permanecer en la UE. Es una decisión que desde entonces ha desestabilizado al Reino Unido. El análisis de los votantes mostró que un 66 por ciento de los partidarios de abandonar la UE dejaron de estudiar a los 16 años, en tanto que el 71 por ciento de los que tenían títulos universitarios optó por permanecer. Entre los más pobres y los desempleados, 64 por ciento votó por la salida; 53 por ciento de la población blanca se inclinó por la salida. Entre las otras pigmentaciones, hubo una amplia mayoría a favor de permanecer en la UE.

Desde hace décadas en Europa se observa con nerviosismo la llamada «bomba demográfica». El contraste entre el aumento de la población europea y la africana es agudo: en África hay nueve niños menores de diez años de edad por cada persona de la tercera edad. En Europa, la población de menos de diez años es idéntica a la de los mayores de sesenta. La tasa de natalidad es de 4,5 hijos por mujer en África, contra 1,6 en Europa. Se estima que en forma permanente cientos de miles de migrantes marchan en dirección a Europa. Es un flujo que ha convertido al mar Mediterráneo en la frontera más letal del mundo. Se estima que, al menos, unas sesenta mil personas han muerto en el intento por alcanzar el viejo continente desde el año 2000.

En Europa el avance de la ultraderecha es constante. Un estudio realizado en treintaiún países muestra la expansión de la marea fascistoide desde 1998. Entonces los extremistas de derecha capturaban alrededor del siete por ciento de la votación. A partir de la crisis financiera del 2008, el auge migratorio y la política de austeridad impuesta por la Comisión Europea han ganado terreno. Las restricciones económicas provocaron lo que algunos han llamado una «carnicería social». Ello significa que un número creciente de trabajadores engrosó las filas del «precariato»: millones de jóvenes desempleados, extensión de los años de vida laboral y menores prestaciones de salud y de bienestar. Está claro quiénes fueron los beneficiarios políticos de los programas de «estabilidad», pues en las últimas elecciones a lo largo del continente, uno de cada cuatro votó por algún partido de extrema derecha.

Los movimientos nacionalistas de ultraderecha impulsan la polarización política. A menudo, expresan sentimientos de supremacía racial o étnica. Así consiguen un sentido de identidad tribal que une en Estados Unidos a los «nativistas» o en Europa a las diversas vertientes ultranacionalistas.

LA SEDUCCIÓN DEL AUTORITARISMO

El autoritarismo dista de contar con una propuesta coherente; es una ideología que apunta a las emociones. El principal motivador es el miedo. En algunos países es el rechazo a los inmigrantes (Europa, Estados Unidos) y en otros la inseguridad ciudadana (Brasil, Filipinas). En todos los casos, la narrativa xenófoba encuentra su chivo expiatorio. Entre ellos destacan, según los países, los musulmanes, latinos, africanos o asiáticos. Estas dinámicas también están presentes, con fuerza variable, en el seno de diversos países latinoamericanos.

A lo largo de la Guerra Fría chocaron dos ideologías y dos modelos de sociedad. El capitalista cubría un rango muy amplio que iba desde Estados Unidos a Haití, pasando por países como Suecia. Lo central de este mundo fue la afirmación de la libertad política y económica, así como la separación de poderes. Ello no impidió que muchos países adhirieran a esta visión pese a estar regidos por dictaduras.

En el caso de los gobiernos europeos, como Hungría, Polonia o Turquía, por mencionar los más emblemáticos, se aplican nuevas categorías. Estos países presentan rasgos dictatoriales en lo que toca a la represión de los opositores, así como a la dudosa independencia del Poder Judicial. Pero, a la vez, sus gobiernos gozan de amplio respaldo popular, con mayorías parlamentarias, lo que los sitúa en la esfera de las democracias. Algunos las designan como «democracias de baja calidad» o «democracias fallidas». También ha ganado espacios el anglicismo «democracias iliberales», las que se caracterizan por un gobierno que concentra el poder y abusa de su autoridad, postergando a los otros poderes del Estado. Es bien sabido, en todo caso, que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. En los casos aludidos, destacan dos características que fluyen del poder sin contrapesos: la corrupción y la intolerancia.

En cuanto a Trump y Bolsonaro, destaca el uso de las redes sociales, que son muy aptas para canalizar mensajes emocionales que no requieren pruebas de su autenticidad. Se viralizan teorías conspirativas sin asidero alguno. El periódico Folha de Sao Paulo realizó un estudio sobre 1.339 mensajes. La muestra arrojó que 97 por ciento de las noticias compartidas a través de WhatsApp por los seguidores de Bolsonaro eran falsas o engañosas. Además, se estableció que seis de cada diez electores del ahora presidente obtenían el grueso de su información a través de WhatsApp. Tal fue el impacto de la red que en Brasilia los bolsonaristas coreaban «WhatsApp, WhatsApp» el día que asumió. Agradecían, así, a lo que consideraban un medio clave para su victoria, como lo fue una red de comunicaciones que había facilitado la masificación del miedo y la rabia. La polarización ha debilitado a las fuerzas políticas centristas, disminuidas por el auge extremista.

En cuanto al campo socialista, mostró enfoques divergentes que iban desde el polo soviético al modelo chino. Pese a las diferencias, ambos coincidieron en una visión vertical y centralista. La democracia era entendida como la igualdad de accesos a los bienes de la sociedad. ¿De que servía la libertad, si una mayoría no tenía acceso a los servicios y bienes básicos? De allí que, pese a tener regímenes dictatoriales, se proclamaron como repúblicas democráticas.

Con la caída del Muro de Berlín, muchos estimaron, encabezados por el ensayista estadounidense Francis Fukuyama, que el sistema democrático liberal había ganado la partida de una vez por todas. Es claro hoy que no fue así. En la actualidad se aprecia un poderoso reto al sistema democrático liberal. En el plano económico y científico, China acorta distancias con Estados Unidos. En realidad. Beijing puede reclamar un récor: la mayor acumulación de riqueza en el período más corto. Así impugna al capitalismo en cuanto a que constituye el método más eficaz para la generación de riqueza. No solo eso. El Partido Comunista chino, con sus noventa millones de militantes, ejerce un poder absoluto que ha asegurado una distribución del ingreso que sacó de la pobreza a la abrumadora mayoría de la población. Hubo allí un hecho sin precedentes históricos. Esto, sin elecciones libres, sin una separación efectiva de poderes y en ausencia de una prensa crítica. Los comunistas chinos, pese a los constantes abusos de poder y violaciones a los derechos humanos, recuerdan a sus compatriotas las hambrunas del pasado. Advierten sobre los peligros de liberar las fuerzas centrífugas que hundieron a China en la anarquía. El poder centralista es pesado de mano, pero causa pavor la alternativa de volver a un país gobernado por los señores de la guerra. El país exhibe una sociedad con altos niveles de seguridad ciudadana y satisfacción de sus necesidades materiales. Es, pues, un modelo alternativo que cuestiona a la democracia liberal como el sistema más eficaz para un desarrollo económico superior y equilibrado.

La Rusia de Vladimir Putin ha conseguido adosarse al modelo autoritario. Pese a que Moscú exhibe un desarrollo económico modesto el régimen logró estabilizar el país tras el colapso de la Unión Soviética. Los rusos, carentes de una experiencia de vida democrática, valoran un poder central fuerte que les garantiza orden y fronteras seguras.

El miedo, proveniente de distintas vertientes, ha favorecido el autoritarismo. La inseguridad económica y un panorama de desajustes sociales impulsan en varios países, de variado signo, la aparición de los hombres fuertes. Poco importa que sus discursos sean excluyentes y discriminadores. Hay una masa ciudadana sustantiva atraída por narrativas conservadoras. Entre la democracia y la seguridad suele primar la última. La revuelta contra el pensamiento políticamente correcto atrae a los que ven desaparecer su estatus y privilegios. Los marginalizados por la globalización son campo fértil para la prédica religiosa conservadora fundamentalista. El discurso patriarcal y de supremacismo étnico se funde en un nacionalismo que en el pasado condujo a sangrientos conflictos bélicos. MSJ

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 676, enero-febrero 2019.

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