El miedo al para siempre

Hay cosas en las que permanecer. Porque el amor lo pide y porque relativizarlo todo es un modo de no llegar nunca a vivir.

Es verdad que el seguimiento —como casi todo en la vida— nos lo jugamos en las pequeñas decisiones. Pero también en las grandes. También es cierto que, por lo general, muchas de estas decisiones pueden ser revocadas de alguna manera, como el decidir de qué color vestir o qué quieres estudiar. Pero si se observa con atención, todos nos enfrentamos inevitablemente a decisiones irreversibles porque uno puede vivir su vida una sola vez, y esa oportunidad que se tuvo en aquel momento ya no se dará nunca más. De alguna manera no podemos vivir sin tomar decisiones irreversibles, irrevocables y definitivas. Y, como no se puede, hay que tener el valor de atreverse a tomarlas, aunque nos aterren o no se vea tan claramente el pico de la montaña que se quiere escalar, y aunque no se sepa con certeza si se tienen las fuerzas suficientes para llegar hasta él. Sin duda, esto pide coraje y un punto de audacia.

Una serie española de finales de los noventa se llamaba Nada es para siempre, y ya ponía de relieve que, para los jóvenes hoy, uno de los grandes obstáculos para realizar la vida es el miedo al «para siempre», a lo irrevocable, a lo perpetuo. Esa indecisión ante elegir que nace del aspirar a una certeza del ciento por ciento. La obsesión —a veces hasta enfermiza— por la seguridad que, disfrazada de prudencia, termina por ser paralizante. Sobre todo, ocurre ante las decisiones que no tienen vuelta de hoja o la tienen muy dolorosa. De ahí que acabe venciendo la tendencia a lo provisional, a lo que nos compromete, pero «no del todo», a lo que nos obliga, pero solo «en tanto en cuanto», a la opción por el «mientras dure». Triunfa el no acabar de apostar por nada o, si no hay más remedio que hacerlo, se rodea de reservas, de condicionamientos, de «ya veremos cómo van las cosas».

Ocurre en todos los terrenos. En el ámbito del matrimonio, por ejemplo, creo que lo más triste no es que se hiciese una ley que permita el divorcio, ni que sigan aumentando sus cifras (quizás hasta habría que dar gracias de que haya personas que no tengan que pasar el resto de sus vidas condenadas al sufrimiento) sino que ya impera la mentalidad del matrimonio provisional, de prueba, de «mientras esté yo a gusto». Total, un amor «mientras dure» que, siendo un absoluto engaño entre dos, es tomado como lo más «civilizado» y «moderno».

En el ámbito de la vida consagrada incide con fuerza. Para mis compañeros mayores aquellos votos perpetuos eran incuestionables, y a nadie se le pasaba por la cabeza dejar de ser aquello que prometieron ser, pues lo habían elegido libremente. Por supuesto que saben —y sabían— que hay quienes fracasaban y acababan subiendo otros picos (tomando la imagen del principio), pero eso no tenía que ver con ellos, sino que era, cuando más, como un accidente de tráfico, en el que no se piensa cuando se empieza un viaje y que, en todo caso, no se prevé como una opción voluntaria.

Por eso —y quizás es que me estoy haciendo mayor— asusta cuando escuchas a jóvenes acercarse a la vida consagrada —o a cualquier opción seria en la vida— «por unos años», o «por el tiempo que las cosas vayan bien», contando con que luego pueden regresar a sus vida o tareas de antes. Sé que lo que sigue tiene un punto de políticamente incorrecto. También sé que Dios no deja a nadie tirado y que cuando una opción de vida —por las razones que sean— fracasa, Él va allí donde uno está y le regala nuevos caminos por los que transitar y descubrir nuevas sendas de felicidad. Pero sigo pensando que Dios tiene un sueño para cada uno, que es para siempre y que, aunque una primera opción fracase y Dios regale nuevas oportunidades donde ser feliz, no quiere decir que no soñase lo primero ni que haya cambiado de opinión.

Cuando Mercedes Sosa cantaba «todo cambia» acababa diciendo que todo no, que el amor permanece. Y es que, en su propia entraña, el amor verdadero esconde una dinámica que apunta a lo eterno. Por eso, me parece a mí, que el matrimonio, la vida consagrada, el sacerdocio y todo estado de vida serio, o apunta al «para siempre» o no es ni matrimonio, ni vida consagrada, ni sacerdocio… Que si la entrega al cónyuge, a Cristo, a la Iglesia, o a un colectivo humano, es una entrega de amor, no caben planes mensuales o anuales. Claro que uno pueda fracasar y equivocarse, pero ¿hay mayor fracaso y error que amar con condiciones o límites temporales? Sería como lanzarse a nadar a la piscina con los brazos atados por una maraña de condicionamientos.

Y, me repito, lo peor es creerse el engaño de que esto es más inteligente, más civilizado o más realista. Así uno se autoconvence que es mejor embarcarse hoy en la expedición hacia el pico de hoy, y mañana ya pensará en qué otra expedición y hacia qué pico lo hace. ¿Con qué argumento? Pues que todo es relativo, comenzando por uno mismo. Porque yo sé cómo soy y cómo me siento hoy, pero no sé cómo me sentiré mañana. Y si cambian mis ideas, si cambia mi estado de humor, si cambian mis sentimientos… ¿por qué comprometerlo todo a una carta cuando el juego de mañana no sé cómo se presentará? Es verdad que en la vida hay muchas cosas relativas. También otras en las que hasta será bueno cambiar en el futuro, cuando se vean con mayor luz. Pero también hay cosas en las que permanecer. Porque el amor lo pide y porque relativizarlo todo es un modo de no llegar nunca a vivir.

Probablemente estas apuestas «para siempre» serán pocas y en pocos ámbitos de la vida, pero creo que todas tienen dos cosas en común: que se dan en el terreno del amor, y que piden jugárselo todo a una carta. Precisamente por eso, porque o son totales y «para siempre» o no son. Así de sencillo: si no son totales es que no existen. Todo amor con condiciones o límites temporales es un amor podrido. Un amor «para siempre» puede fracasar, pero un amor con fecha de caducidad no es que ya haya nacido fracasado, es que de amor no tiene nada.

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Fuente: https://pastoralsj.org

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