Reencarnar hoy a Cristo supone poner como primera y principal referencia los valores del Evangelio. Por eso trabajar por la verdad y la justicia no es un apéndice de la fe: ¡es su evidencia y manifestación de coherencia!
Nos encontramos transitando un camino difícil para la Iglesia católica en Chile. Reconocemos los errores cometidos, pero está claro para todos que este reconocimiento no basta para vivir una nueva manera de ser Iglesia y encarnar los valores del Evangelio. Requerimos una renovación eclesial que nos involucre a todos. Para alcanzarla es indispensable volver a la fuente de nuestra fe: Cristo es quien nos transforma en hijos de Dios y en hermanos, y nos pide una comunidad redimida que realmente sea redentora de la maldad, partiendo por la propia. La fe en Jesús evidencia que ante el Padre no hay personas de primera y segunda categoría, y nos invita a buscar en toda realidad humana lo que los padres de la Iglesia llamaban las «Semillas del Verbo». Por esto, las noticias de delitos cometidos por sacerdotes contra un menor de edad, nos estremece y consterna y —de verdad— buscamos la justicia y la reparación.
La Iglesia alberga a Cristo, pero Cristo no solo alberga a la Iglesia–institución, sino toda realidad humana y al cosmos entero. Por esto las «Semillas» de Aquél que venció la maldad habitan en cualquier persona y lugar. Quienes profesamos la fe cristiana y conformamos la Iglesia como «Pueblo de Dios», tenemos una responsabilidad especial como constructores del Reino. Estamos llamados a comprender la vida como lo hizo Jesús, a dialogar con toda realidad y descubrir esas «Semillas» allí donde se encuentren, esto es, a poner oídos, ojos y corazón —traspasados por la fe— en el discernimiento y aceptación de los reflejos de Cristo y su obra salvadora presente en toda persona y realidad, partiendo por los hombres y mujeres de hoy, sean o no creyentes. Como buen sembrador, Dios esparció con total generosidad los dones o semillas del Salvador en todas partes, también en los no creyentes que, con razón, nos interpelan, invitándonos a vivir nuestra fe con coherencia.
Cuando nos disponemos a la conversión en cuanto don de Dios, transformamos nuestro vivir cotidiano y nuestra labor como Iglesia en encarnación de Cristo resucitado. Solo del acontecimiento de la encarnación y del don de la conversión brota la genuina preocupación por los más débiles, pobres, marginados y víctimas de abuso. Este es nuestro gran aporte para que el Espíritu renueve nuestra Iglesia: encarnar al Señor de la vida y de la misericordia. Esto es imposible hacerlo sin reconocernos hermanos y, por lo mismo, requerimos la participación de todos los que tenemos la certeza de que la Sangre derramada por Jesús en la cruz nos hizo un pueblo redimido con vocación de comunión, de sinodalidad y de servicio a los demás.
Reencarnar hoy a Cristo supone poner como primera y principal referencia los valores del Evangelio. Por eso trabajar por la verdad y la justicia no es un apéndice de la fe: ¡es su evidencia y manifestación de coherencia! De aquí el empeño por construir espacios de confianza fundados en el respeto a las personas y su dignidad. Nos anima la esperanza de que Dios nos ofrece su luz y fortaleza en medio de los dolorosos episodios que conocemos y vivimos.
El camino es difícil, pero buscamos recorrerlo con la esperanza puesta en la promesa del Resucitado de no abandonar a su Iglesia, precisamente para descubrir las Semillas de vida nueva, estén donde estén, y —con la contribución sincera de muchos— vencer la maldad que nos aqueja.
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Fuente: www.iglesia.cl