La crisis de la Iglesia ha sido descrita como pérdida de relato, pero esta descripción no se refiere a la caracterización que realizará J. F. Lyotard sobre la postmodernidad como el fin de los meta-relatos, no es eso, la cuestión de la pérdida del relato eclesial apunta a una cuestión distinta. Tampoco se refiere a la opinión particular o colectiva de obispos o teólogos, los cuales, ciertamente, no han perdido su opinión, puede ser que tenga o no tenga relevancia, pero no ha desaparecido; cada uno de ellos siguen teniendo su espacio, su estilo y legitimidad, esta ausencia de relato está en relación a una desconexión eclesial con la voz de los otros que están en el límite social, distintos, como lo señala el Informe de Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas (CNVH) del 2008 que expresaba la necesidad de que “las voces silenciadas sean escuchadas” (2008: 533).
Ahora bien, la crisis eclesial no debiese ser reducida a una cuestión episódica limitada a patologías o perversiones individuales, sino que la crisis es necesariamente sistémica, tanto porque refleja una estructura permanente del cristianismo como porque esta se expresa en cada momento histórico mediante diversos tipos de narrativas. Un primer ejemplo, se retrotrae a los orígenes. En aquellos primeros relatos eclesiales comprobamos que están determinados por una perspectiva de grupos de campesinos, pescadores y esclavos, que construyen sus relatos sobre su maestro y Señor. Ciertamente, desde un comienzo existieron diversos relatos sobre su organización, varias imágenes del maestro, distintas imágenes del futuro prometido. Pero no solo en los contenidos dichos relatos antes y después de su muerte fueron todos fragmentarios, incoherentes y con mucha, mucha incertidumbre, y con todo tenía un sentido encontrado en la fe compartida.
Un segundo ejemplo de esto lo encontramos en la historia de la Iglesia en Latinoamérica en sus orígenes, que muestra el relato, por un lado, de un tipo de identidad eclesial que dialoga y asume la narrativa de indios, pobres o mujeres, que del mismo modo está caracterizado por ser fragmentario, incoherente, sin muchas cosas claras, como semillas de un diálogo con el indígena y, por el otro, un tipo de eclesiología que necesitando de principios claros, pero no de diálogo con el indio, argumentó una narrativa social y eclesial que postulaba una estructura social impuesta desde principios y definiciones atemporales como algo querido por Dios. Esta última narrativa eclesial en tiempos de la Conquista justificaría la esclavitud natural a partir de doctrinas filosóficas como la mencionada por Aristóteles (Pol 1253a; 1.1260a) que subraya la distinción ontológica entre animales y hombres, que evidencia la diferencia de phonê y logos que tendrían unos y no otros, pues la racionalidad y voz están comprendidos de modo indisoluble. Así, por ejemplo, para el filósofo el esclavo no tiene logos ni phonê, la mujer tiene logos, pero no phonê, el niño tiene logos y phonê pero no la ha desarrollado, solo el varón posee logos y phonê (Pol 6, 1260a12–3).
En este modelo social estratificado la voz es considerada un privilegio que constituye a una persona en sujeto político y social. No es casual que esta doctrina fuese argumentada por G. de Sepúlveda y aplicada en Latinoamérica (Sepúlveda 2006, 33.43. 87). De tal manera que la discriminación lingüística entre razas impone un estatuto y funciones sociales demarcadas y sirvió para modelar los orígenes a toda Latinoamérica y en Chile específicamente, como se puede acreditar en registros parroquiales en los cuales cada nombre y etnia está determinada una función social. Como lo argumenta G. de Sepúlveda: “Si es que conoces las costumbres y naturaleza de una y otra gente, que con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas […] y estoy por decir que de monos a hombres” (Sepúlveda 2006, 43). Esta descripción posee dos connotaciones importantes de destacar, se trata de discriminación social y cultural fundada en la diferencia de naturaleza y epistémicas, de naturaleza, pues fieras, monos por razón de su condición —como animales— son inferiores, y como animales no entienden. Con todo, en la comparación no se percibe la diferencia lingüística que menciona Aristóteles en relación con la discriminación contra el bárbaro que no tiene logos ni phonê, y en el caso de la mujer, que tiene phonê pero no logos. En estos casos se trata de una reducción al silencio, en un caso por razones de naturaleza, y en otro por razones sociales. T. Todorov caracteriza este imaginario excluyente bajo una triple distinción “modi essendi, intelligendi, y significandi. La primera clase corresponde a la estructura del universo; la segunda, a la del pensamiento; la tercera, a la de la lengua” (Todorov, 1973:30). En el caso del bárbaro la reducción al silencio es por razón de su naturaleza, en el caso de la mujer la reducción al silencio se expresa en el dicho “el silencio es el adorno de la mujer” (Pol. 1.1260a). Y como luego repetirá Pablo con sesgo misógino: “La mujer aprenda en silencio con toda sujeción” (1Tim 2,11), la superioridad entre varón y mujer está marcada por el uso de la voz. Esta misma discriminación lingüística que diferencia al español del indio la encontramos en J. Acosta: “De manera que escritura y letras solamente usan los que con ellas significan vocablos, y si inmediatamente significan las mismas cosas, no son ya letras, ni escritura, sino pintura y cifras… como dice el Concilio Niceno segundo, la pintura es libro para los idiotas… ninguna nación de indios que se ha descubierto en nuestro tiempo usa de letras y escritura sino de las otras dos maneras que son imágenes y figuras” (Acosta, 1540: 402). De acuerdo a esto, las razas que emplean la escritura son superiores en relación al sistema de comunicación bárbaro de “pinturas y cifras” en razón de su carácter inmediato.
Ahora bien, esto no significa que la Iglesia de aquel tiempo no tuviese una narrativa que integrara la voz del indio, más aún se puede acreditar la creación catecismos trilingües, de gramáticas y catecismos bilingües y trilingües en que se puede demostrar que reconoce que se trata de “caracteres significativos de aquello y con este modo figuraban cuanto querían” (Acosta, 1540: 408), pero además de esto se puede mostrar la existencia de una política eclesiástica de protección de derechos del indio, del mulato, sambo o esclavo. Esta diferencia de narrativas muestra más bien dos tipos de narrativas eclesiásticas que luchan por una hegemonía lingüística y cultural ya de segregación y reducción al silencio de la voz del otro distinto externo que construye un texto basado en delimitaciones claras y distintas, o de otro texto, basada en el reconocimiento del otro en su diferencia, entendido como el indio, el mulato, sambo o esclavo, este texto ciertamente fue fragmentario, inconcluso y lleno de incertidumbres, como son los relatos construidos entre todos, fragmentarios, incoherentes, con tensiones internas y con cuestiones inconclusas.
Un tercer ejemplo está dado por el Concilio Vaticano II y el documento de la Gaudium et Spes que produce un cambio de estilo en la manera como la Iglesia se relaciona con la sociedad, esto es, asume un estilo narrativo en el cual ya no hace declaración de principios o definiciones sino que más bien hará un relato —no de sí misma o de su doctrina—, buscando claridad para luego llegar a las cuestiones pastorales, sino, en primer lugar, hará un relato en diálogo con otros sobre situaciones y problemas que viven grupos, sectores o la totalidad de la sociedad; sobre todo en Latinoamérica dicha “línea editorial”, vinculada ciertamente al método del ver-juzgar-actuar jocista, será asumida en reiteradas conferencias episcopales del continente, y de conferencias episcopales chilenas. Estas narrativas son conocidas, construidas entre todos, grupos de base, organizaciones, obispos y sacerdotes comprometidos y que se caracterizan por ser un camino más que una casa, un texto en construcción, más que texto terminado. Este tipo de relato impulsado por el Concilio Vaticano II, las conferencias episcopales del continente así como por las intervenciones del actual Pontificie (1), no solo se limita a describir una nueva forma literaria sino un lugar entendido como espacio social y epistémico-teológico que designa un sujeto marginal que habla: “Nosotros los pueblos de Latinoamérica”, “nosotras dueñas de casa…”,”nosotros los pueblos originarios…”, es decir, se trata fundamentalmente de una toma de consciencia de que los pueblos latinoamericanos en su variedad no son un reflejo de los avances, cambios y teorías que se generan en el primer mundo y que son implementadas por élites criollas, sino que se trata de una toma de consciencia de la relevancia epistémica que posee la diferencia, del otro que es Latinoamérica, del lugar específico que posee el “nosotros” con toda su fragmentaria diversidad en el contexto mundial, de manera específica, se trata de comprender con mayor hondura del valor que tiene el relato de pueblos y grupos que sufren la opresión de las dictaduras, de sistemas económicos, etc. Por tanto, se trata de una toma de consciencia que ese sujeto latinoamericano está situado y caracterizado como oprimido por un sistema económico-político.
Esto significa que este nuevo relato de pueblos sin voz se vuelve el sujeto latinoamericano que desde entonces adquiere relevancia epistémica, estatuto teológico que convocará a los episcopados y teólogos, en torno del cual se articula la acción pastoral y estructura de la Iglesia católica de todo el continente. Esta perspectiva dominante durante décadas en el episcopado latinoamericano, en el caso chileno se pierde dramáticamente con el retorno a la democracia, que coincide con el nombramiento de obispos de línea conservadora por Juan Pablo II. Sintomáticamente, estos obispos ya no se conectan en términos de ser pastores o ser voz de los sin voz, sino que su lenguaje se caracteriza por volverse un lenguaje a la defensiva, moral, reglamentario, alejado de los problemas cotidianos y seculares que vive su grey. Las causas y características de este proceso histórico —que ha vivido nuestra Iglesia durante este último periodo— son complejas, de modo particular, la serie de denuncias acerca de abusos sexuales y de conciencia pondrá en evidencia una dinámica eclesial endogámica que la atraviesa y que tenía sus raíces mucho más atrás de aquellas décadas. A partir de entonces se pierde el lugar del “nosotros” desde donde se habla, ya no se trata de asumir el relato de los pobres de los trabajadores o de las víctimas de abuso, por el contrario, estos relatos que eran su insignia y clave interpretativa se tornan molestosos e insolentes.
En vista de estos tres ejemplos, se puede argumentar que la crisis de la Iglesia no es un fenómeno episódico sino sistémico que se repite en cada momento histórico frente a los desafíos que vive cada generación; así dicho, la crisis posee características endogámicas que evidencia la pérdida del relato, y la ausencia de una conciencia profética que en cada momento histórico concibe su identidad como transmisión de un mensaje, esto es, el relato del que es silenciado. En la perspectiva que estamos hablando, y no obstante las diversas narrativas eclesiales, frente a la cuestión de los pueblos originarios la tradición del Magisterio de la Iglesia Latinoamericano no pareciera avalar una neutralidad o una ausencia de compromiso de ayer y de hoy, no solo por lo que muestra las actuaciones y los últimos encuentros del Papa Francisco en su visita a Canadá: “Pido perdón —dijo el Papa— por la manera en la que, lamentablemente, muchos cristianos adoptaron la mentalidad colonialista de las potencias que oprimieron a los pueblos indígenas”. La petición de perdón por más de 150.000 niños obligados a asistir a colegios católicos para “una asimilación forzada” no se queda en una declaración retórica, sino que siguiendo la tradición evangelizadora en Latinoamérica impulsa y exige el reconocimiento de las propias narrativas de los pueblos originarios, haciéndose cargo del despojo y del genocidio en algunos casos. Reconocimiento de narrativas que significa una aceptación del otro diferente, de sus formas políticas, sociales, jurídicas y lingüísticas entendidas positivamente como un aporte y crecimiento de los pueblos. Este reconocimiento no significa ingenuidad, ni desconoce lo complejo del proceso, asume la fragmentariedad e incertidumbre de todo diálogo que reconoce en el otro a un sujeto con derechos.
Al margen del testimonio elocuente del Papa Francisco, esta hora para la Iglesia es el momento de la crisis en la cual los cristianos todos deben discernir acerca de qué relato define su identidad creyente, según lo que enseña el evangelio y el Magisterio Latinoamericano. En este sentido, a la conciencia cristiana le es fundamental dejarse interpelar y dialogar por el relato del otro diferente en quien reconoce a su Señor (Mt 25,44-45) en la voz de los pueblos originarios. Este relato es ya largo, su lucha muchas veces está distorsionada por el discurso hegemónico, en el último tiempo de esta caminata pasos significativos como la Ley Indígena de 19.253, y sobre todo el documento de la CNVH (2008) que propondrán una nueva agenda con los pueblos indígenas para los próximos años, colocando en claro que se trata de un documento en que aparece una “verdad histórica donde se expresan las voces de los Pueblos Indígenas y del Estado de Chile” (2008: 581). En este documento fundamental asumido por los diversos gobiernos democráticos, se exponen los ejes sobre los cuales se plantea la agenda de los pueblos originarios y que ahora recoge la propuesta de una Nueva Constitución (2008: 533-5385).
(Diócesis de Talca, Licantén)
(1) https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/pont-messages/2019/documents/papa-francesco_20190118_videomessaggio-gioventuindigena-gmg.html; comenta Francisco en su viaje a Bolivia: “Pero sobre todo, es una tierra bendecida en sus gentes, con su variada realidad cultural y étnica, que constituye una gran riqueza y un llamado permanente al respeto mutuo y al diálogo: pueblos originarios milenarios y pueblos originarios contemporáneos; cuánta alegría nos da saber que el castellano traído a estas tierras hoy convive con 36 idiomas originarios, amalgamándose —como lo hacen en las flores nacionales de kantuta y patujú el rojo y el amarillo— para dar belleza y unidad en lo diverso. En esta tierra y en este pueblo, arraigó con fuerza el anuncio del Evangelio, que a lo largo de los años ha ido iluminando la convivencia, contribuyendo al desarrollo del pueblo y fomentando la cultura.” Cf. https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2015/july/documents/papa-francesco_20150708_bolivia-benvenuto.html
Bibliografía
–José Acosta, “Historia Natural y Moral de las Indias” Sevilla, 1540.
–Doctrina Christiana y catecismo para instrucción de los indios, Impreso con Licencia de la Real Audiencia, Lima, 1584.
–Francis Goicovich, Un informe inédito de Jerónimo Pietas sobre los indios del Reino de Chile, 1719. Cuadernos de Historia 24(2005)207-224.
–G. de Sepúlveda, Demócrates segundo o De las justas causas de la guerra contra los indios, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes 1999-2005. 2006, 87 (accesible desde https://www.cervantesvirtual.com/).
–José A. González, Los pueblos originarios en el marco del desarrollo de sus derechos. Estudios Atacameños N° 30, pp. 79-90 (2005).
–Patricio Aylwin y otros, Informe de Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas, Comisión Presidencial para Asuntos Indígenas, Santiago de Chile, 2008.