Reflexiones en torno a Jn 14, 25-29: La visita del Papa Francisco y la paz que el Señor nos da

La paz puede ser considerada una fuerza que invita a salir del encierro y del ensimismamiento, dejando de lado los temores, para poder llevar a cabo, con entusiasmo y confianza, la misión recibida de Jesús.

El Papa Francisco quiso enmarcar su visita a nuestro país eligiendo como lema: «Mi paz les doy». Frase esta última —como es ampliamente sabido— tomada del discurso de despedida que Jesús dirige a sus discípulos en el contexto de la Última Cena (véase Jn 14, 27).

Hay quien pudiera preguntarse, ¿es acaso la «paz» el problema central del Chile de hoy? ¿No habrá otras situaciones más apremiantes a las cuales hacer frente, como la pobreza, la desigualdad o la falta de inclusión y de oportunidades? ¿Será —como piensan algunos— que el Papa está mal informado de lo que ocurre en nuestro país? Este camino, si bien legítimo, pareciera no llevar demasiado lejos…

Nos parece que hay otra manera, más fructífera, de considerar las cosas. Para ello convendría, en primer lugar, determinar con mayor precisión lo que el concepto de «paz» significaba para un judío del siglo primero. No es ningún misterio que los evangelios fueron escritos en griego, aunque la mentalidad que subyace es hebrea. En efecto, la palabra griega «eirene» traduce solo en forma muy parcial y limitada el campo semántico abarcado por la palabra hebrea «shalom», «paz».

En el Antiguo Testamento el concepto de shalom se refiere no solo a lo que habitualmente entendemos por paz, concordia, amabilidad o amistad cívica, y —consecuentemente— a la ausencia de guerras, conflictos o cualquier otro tipo de enemistad, sea entre las personas, sea entre los pueblos, sino a todo aquello que tiende a favorecer el desarrollo de la vida humana: la salud, el bienestar y la prosperidad; sin dejar de lado la fortuna, con su marcado énfasis en los bienes materiales concretos. Junto a lo anterior, está también la idea de «totalidad». En este sentido, shalom vendría a ser el conjunto de disposiciones que permiten una vida sana y armónica, tanto física como espiritualmente.

Volvamos al evangelio según san Juan. La paz que nos deja, la paz que nos da el Señor, se distingue de aquella paz que da el mundo. La paz de Jesús se opone a la turbación y al miedo, y está íntimamente vinculada al don del Espíritu Santo, el «Consolador» que el Padre enviará a los discípulos en nombre del mismo Jesús, una vez que este parta (véase Jn 14, 26-28).

Más adelante, en el mismo evangelio de Juan, vuelve a aparecer una estrecha vinculación entre la paz que entrega Jesús y el don del Espíritu Santo (Jn 20, 19 23). Se trata aquí del primer encuentro entre Jesús y sus discípulos después de la Resurrección. El primer don del Resucitado es, justamente, la paz, que con insistencia entrega Jesús a sus asombrados amigos. En este caso, la paz aparece vinculada al envío, a la misión; y el don del Espíritu Santo, al perdón de los pecados. La paz sería, pues, una fuerza que invita a salir del encierro y del ensimismamiento, dejando de lado los temores, para poder llevar a cabo, con entusiasmo y confianza, la misión recibida de Jesús.

Según los textos examinados, la paz claramente es un don, un regalo que se recibe de parte de Jesús, el Hijo de Dios. Y, como ocurre con todo don divino, se transforma para la persona que lo recibe en una tarea. Así ocurre con la vida y con la capacidad para amar en libertad; el sujeto que recibe estos dones de parte de Dios adquiere al mismo tiempo una responsabilidad: se hace cargo de velar, proteger y promover la vida, la libertad y el amor. En otras palabras, para el cristiano la paz es don y tarea; regalo precioso y compromiso ineludible.

En resumen, tomar en serio el lema de la visita del Papa Francisco implica para la Iglesia chilena —al igual que significó para los desconcertados apóstoles— salir de su letargo, dejar atrás los temores paralizantes, abrirse a la novedad del Espíritu y luchar decididamente por crear condiciones de vida más humanas para todos, tanto en el plano material como en el plano espiritual. Traducido a lenguaje actual —sin querer exagerar y salvando las debidas distancias—, nos parece que nada se parece tanto al sentido del shalom bíblico como lo que las Naciones Unidas han definido como IDH, «índice de desarrollo humano»; como Iglesia, no podemos descansar hasta que el crecimiento y el desarrollo sean una realidad para todos los habitantes de nuestra tierra —sean chilenos, sean extranjeros—, particularmente para los más postergados y para quienes viven en condiciones de extrema precariedad. MSJ

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Fuente: Artículo publicado en la edición N° 666 de Revista Mensaje, enero-febrero 2018.

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