La obra de este poeta mapuche galardonado con el Premio Nacional de Literatura representa una posibilidad de esperanza en este tiempo de definiciones, pues ha abierto puertas a otras voces de la poesía mapuche.
¿Por qué es tan relevante que este año 2020, en plena crisis global, tanto sanitaria, como social y climática, el Premio Nacional de Literatura en Chile haya sido otorgado al poeta y oralitor mapuche Elicura Chihuilaf? Porque es la primera vez en la historia de este Premio Nacional (inaugurado en 1942) y en la historia de todos los demás premios nacionales otorgados en todas las áreas (trescientos cuarenta y un premios en total) que un Premio Nacional se concede a una persona perteneciente a un pueblo originario en Chile, pese a que nuestro país se autoasume como una “entidad pluricultural y multiétnica” (Boccara, 2012). Pero esta no es la única razón ni la más importante. Este reconocimiento es fundamental, sobre todo, porque el poeta y su obra representan hoy una posibilidad de esperanza en medio de la actual encrucijada epocal: de ahí que su obra haya sido ya ampliamente premiada, traducida a más de veinte idiomas y que haya abierto el camino desde 1977 a decenas de otras voces poéticas mapuche y biculturales.
Su palabra y su obra encarnan, en primer lugar, la revitalización de lo que la poesía y el canto han sido durante miles de años para distintas sociedades del mundo. Desde sus primeras manifestaciones, el canto y la poesía fueron necesarios para la vida ética y espiritual, por su afán cosmológico, pues buscaban explicar el origen y sentido del “hombre” en este mundo, su relación con el espacio-tiempo, su diálogo con lo ominoso, con los dioses y con el misterio, su sed de infinito y de belleza, su interdependencia con la naturaleza. El arte se limitaba por ello a muy pocos temas: el amor, la muerte, la naturaleza, la trascendencia. Sin embargo, en la modernidad esta función religiosa-social se fue debilitando significativamente y la poesía fue perdiendo sus funciones, debido al proceso de secularización y mercantilización de la vida moderna. “La poesía no sirve para nada, me dicen”, reflexiona Chihuailaf en su poema “La llave que nadie ha perdido” (1995), dialogando con lo que el poeta romántico Hölderlin se preguntaba en su poema “El pan y el vino” en 1804: “para qué el poeta en tiempos de penuria”. Él mismo respondería: “Pero ellos son, dices, como los sacerdotes sagrados del dios del vino/ que van de país en país en noche sagrada”. Por su parte, Elicura responde a esa sentencia, argumentando: “Pero en el bosque los árboles/ se acarician/ con sus raíces azules”, diciéndonos que la naturaleza actúa poéticamente y por eso la palabra poética seguirá viva, pese a todo.
Y acá la tercera importancia de este Premio, pues la labor que está cumpliendo Elicura Chihuailaf (nacido en 1952 en el lof de Kechurewe, en Cunco) en medio de los complejos y duros tiempos actuales, se liga con su signo maya, el tz’ikin, el elegido entre nosotros para “trasmitir las palabras sagradas”. De ahí el designio que Genechen le impone: “Este va a ser cantor, dijiste/ entregándome el caballo Azul/ de la Palabra” (“Para sanarte vine, me habló el Canelo”, 1995). Una palabra que según Chihuailaf es el “Nütram”, la conversación. Esa “conversación es el aire, el agua, nuestro común inspirar, espirar y beber; es la fuerza que nos permitirá regresar al orden natural”, nos dice en sus Memorias La vida es una nube azul (2016). A lo que agrega en una entrevista: “Chile es un país muy importante en el plano de la palabra… (y esa palabra) podría ser un puente para el diálogo” para nuestra sociedad. Una palabra ofrecida al diálogo es lo que hay en esta poesía y una palabra como puente entre la rica cultura mapuche y la chilena, entre dos lenguas.
LAS CULTURAS INDÍGENAS EN SU POESÍA
Por eso, cada vez más personas en el mundo se dan cuenta de que, frente a las crisis actuales, las culturas indígenas tienen respuestas integrales y sustentables, y todo eso está en su poesía. Tanto es así que la Directora General de la Unesco, Audrey Azoulay, citó en marzo de este año uno de sus poemas, para indicar que él expresaba con poderosa elocuencia “este vínculo entre saberes indígenas y protección de los ecosistemas”. Una poesía que, desde su primer libro, El invierno y su imagen (1977) hasta su más reciente publicación (de astrofísica y crisis climática) El azul del tiempo que nos sueña (2020), apuesta por el sueño y la memoria, que se conecta con sus antepasados, con sus árboles y vertientes, con la ternura de su lof mapuche y que vive a la vez alerta a los “contrasueños” del mundo actual (ecocidios, despojos, violencias sistémicas, colonizaciones). Por eso su obra, es más que una obra, y el Premio que se le acaba de otorgar, es claramente mucho más que un simple premio. Representa la necesidad urgente de aprender de ese “mensaje” que Elicura (“piedra transparente” en mapudungun) nos ha venido a entregar, pese a la historia de despojo, usurpación y desencuentros que ha mantenido el Chile “superficial” (como él mismo nombra al Estado chileno y a los grupos de poder) con el pueblo mapuche. El mismo poeta, jugando con las palabras, apunta a que hay aquí unos saberes “alter-nativos” de los que mucho podemos aprender y que pueden abrir caminos en este presente de pesadillas. El mismo Elicura está pensando hoy en escribir un nuevo mensaje: un “Recado confidencial para los pueblos de la tierra”.
MANTENER LA CONVERSACIÓN
Su obra es y ha sido una permanente conversación: íntima y entre pueblos, confidencial (que se hace en confianza) y urgente. Cada uno de quienes le conocemos, hemos mantenido esa conversación. Por eso mis palabras aquí son solo una forma de prolongar una conversación mantenida con él por más de veinte años. Me impresiona verlo siempre dispuesto a la conversación (a la escucha), compartiendo desde cada uno de sus diecisiete libros y mucho más allá de esos libros. Lo veo con nuestros estudiantes universitarios, contándoles de manera enfática, pero tierna, sobre el gran espesor cultural y filosófico de la cultura mapuche; lo veo conversando con Mistral, Neruda y Ercilla, y traduciéndolos al mapudungun para reencontrarnos; lo veo tendiendo puentes entre nuestros pueblos, a veces separados por ese abismo “sin música ni luz” del que hablaba Violeta Parra; lo veo tendiendo allí otra apuesta, su imprescindible Recado confidencial a los chilenos (1999), esa carta íntima y social fundamental; lo veo visitando cientos de colegios para escuchar y conversar con nuestros jóvenes acerca de la necesidad de vivir y alcanzar el desarrollo CON la naturaleza, y no CONTRA la naturaleza. Lo veo conversando enternecido con cada uno de sus hijos e hijas; lo veo en estado de asombro emocionado frente a una pequeña vertiente brotada en un cerro de Cunco, a un lado de su lago Colico o con lágrimas en sus ojos, cuando al siguiente año otra vertiente se está secando; lo veo emocionado cuando descubrimos la profunda conciencia indígena de Violeta Parra; lo veo, en cambio, con tristeza en su mirada cuando viaja a Santiago o cuando escucha las noticias de las violencias ejercidas contra su pueblo; lo veo melancólico allí, con una mirada ahogada en la impotencia; lo veo sabio y cercano a la vez, divertido cuando compartimos la bohemia y los sueños. En esta conversación que me ha regalado con tanta generosidad y como en un juego de espejos durante todos estos años, me veo a mí misma y a los míos, bajo imágenes mucho más plenas que las que nos ofrecen las redes sociales, la televisión o las narrativas posmodernas. Porque de qué podría servir la poesía, sino fuese para encontrarnos con nuestros prójimos en el con-versar. Esta es su invitación: a que mantengamos la conversación, una hilvanada por el azul.
La suya es una palabra que viene de la memoria oral de su familia y que se escribe en la memoria del presente-futuro (por eso él ha acuñado el término de oralitura). La columna vertebral de esa oralitura está asociada a los relatos que escuchaba de sus mayores: “Recuerdo uno que contaba mi abuela, sobre el azul… El primer espíritu mapuche proviene del azul del oriente, donde se levanta el sol. Esa es la energía que nos habita”. Esta palabra que rememora el azul, ha venido a rogar ¿Qué es lo que se pide en estas rogativas?: “Que mi gente haga siempre rogativa,/ para que tenga vida, para que tenga /alimentos/ para que tenga buenas visiones/ y buenos Sueños/ Para que tenga sabiduría/ y no se termine su buena Conversación/ con la Madre tierra y el Universo”, nos dice Elicura en “Rogativa azul” aludiendo al “buen vivir” o “küme mogen” mapuche; sentidos de los que la cultura mapuche nunca se apartó y que hoy se nos ofrecen como una manera de acceder a una “cierta experiencia de la totalidad”, como nos dice Raúl Zurita.
La palabra aquí permite la conversación entre el espíritu y el corazón (conciencia) y es por ello vínculo con la naturaleza, “la memoria y el sueño”. Ya sea escrita, cantada o conversada, la palabra desea hacer-crear cosas, realizar una acción sobre el mundo: rogar, recordar, invocar, conocer. Además, esa función solo se logra a través de un uso poético de la palabra, recurriendo a imágenes plásticas, localistas, sensoriales y emocionales (no intelectuales, como aclara el mismo Elicura). Por eso escucharlo recitar conmueve tanto. Esta poesía nos trasmite goce estético y también éticas de comportamiento, formas de actuar y de orientarnos en nuestra vida, vista como un viaje en círculo, que se “abre y se cierra en dos puntos que lo unen/ Su origen y encuentro en el Azul”. En su fundamental poema “Sueño azul” (en De sueños azules y contrasueños, 1995), fuertemente cosmológico y personal, se erige la casa azul de su infancia, como un “ser concentrado” y pletórico de gestos comunitarios, de pertenencia, arraigo, conexión con la Ñuke Mapu y con sus antepasados. Rememora además allí, el sentido de la vida y también de la muerte, alojado para siempre en los “bosques de la imaginación”, en los gestos familiares de su Kechurewe. En el poema “La llave que nadie ha perdido” (ya mencionado), la propia poesía defiende su función primordial: analogarse con la conversación de la naturaleza y ser “el canto de mis antepasados”. Pero no todo es plenitud, en muchos poemas resuenan también los sentidos desesperanzados de En el país de la memoria (1988) y también el poema “Parece un contrasueño la ciudad” de su libro de 1995. Como para equilibrar esta falla, aparecen en su poesía las nubes, que, en su carga positiva, serán el lugar donde el poeta elige perderse, una nubecilla, nubes de agua, una pequeña nube alada, “la nube azul de la imaginación”. De allí que su impresionante libro de memorias, La vida es una nube azul de 2016, rememore sobre esa nube toda su vida: la de un niño de una reducción mapuche, entre la ruka de los abuelos (lonko de la comunidad) y la casa azul de los padres (regidor y profesora) y la de un joven que viaja al exilio de la ciudad para convertirse en obstetra, en poeta y finalmente en el mensajero que es hoy, y mirar desde esos lugares la historia reciente, chilena y mapuche.
Otro libro fundamental es su ensayo Recado confidencial a los chilenos (1999), con varias ediciones y casi quince mil ejemplares, el que también incluye algunos fragmentos de su poesía. Aquí el oralitor nos conecta en confianza (confidencial) con parte de la historia y conocimiento (kimün), para transmitirnos las visiones y vivencias de su pueblo mapuche. En este libro hay cifras, reflexiones y diálogos intensos con otros que también han pensado en la compleja relación entre el Estado chileno y el pueblo mapuche (Juan Ñanculef, José Bengoa, Pablo Neruda, etc.), en un proceso siempre fallido en la relación entre el Estado chileno y los pueblos indígenas.
En este tiempo-espacio azul, Elicura ha decidido dejar la huella de todas las voces y experiencias que habitan en su obra. Él, “montado” en las nubes de la imaginación, podrá entregarnos finalmente su mensaje a través de una conversación teñida de profundo azul, color de donde todo surge y emana para la cultura mapuche y hacia donde él desea invitarnos en esta ya larga y conmovedora conversación. MSJ
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 694, noviembre de 2020.