La designación de la poeta estadounidense ha causado controversia: en esta ocasión, la Academia Sueca no utilizó un criterio político para designar al ganador. Su selección parece deberse a un aprecio profundo por su poesía.
Todos los años, hay una serie de nombres de posibles aspirantes a los diversos premios Nobel dando vueltas por ahí —especulaciones todas, por cierto, pues las listas de los candidatos se mantienen en secreto hasta cincuenta años después de la entrega del respectivo galardón— y, sin embargo, cada vez, la selección del ganador premiado provoca fuertes discusiones. Suelen ser particularmente intensas en el caso del premio literario, pues es allí, junto con el Premio Nobel de Paz, donde los ganadores con frecuencia son conocidos por el público general (a diferencia de los galardonados en, digamos, física o medicina).
Este año, la premiada, Louise Glück, no estaba entre los candidatos más esperados, como, por ejemplo, la canadiense Margaret Atwood —quien actualmente está viviendo una fase de renovada popularidad gracias a su Cuento de la criada (The Handmaid’s Tale)—, consideraba una candidata fuerte ya desde hace años. Pero, nuevamente, una de las escritoras más conocidas en nuestros días se queda sin el premio, el más codiciado en el mundo literario.
Muchas veces, esta controversia surge no solo a causa de una percibida popularidad o virtud literaria de los ganadores, sino también de una presunta intención política de la Academia Real Sueca, el organismo que entrega los Premios Nobel. No en vano, pues, el mismo Alfred Nobel recomendaba “una dirección idealista” como un criterio explícito para la selección del ganador. Si pensamos en el año pasado, la designación de los ganadores (dos, excepcionalmente) generó intensas discusiones, incluso protestas, sobre todo en Europa, precisamente por esta razón. La designación de la novelista polaca Olga Tokarczuk, en conflicto con el gobierno conservador de su país por su postura política, y del austriaco Peter Handke, fuertemente criticado por tomar una postura pro-serbia en la Guerra de los Balcanes, dejó en evidencia las tensiones, fruto de la convulsionada historia reciente, que todavía marcan al continente europeo.
Pero también en las décadas anteriores hubo premios que provocaron controversia y fueron percibidos como “políticos”, por su participación en discusiones extraliterarias, incluso geopolíticas. Así fue en el caso del autor turco Orhan Pamuk, en 2006, perseguido en su país por sus dichos sobre el genocidio de los armenios y el conflicto con los kurdos, y acusado en consecuencia del delito de “ofensa a la turquedad”; también en el de Boris Pasternak, en 1958, escritor soviético que se vio obligado por el gobierno de su país a rechazar el premio; y en el del chino Mo Yan, en 2012, bajo escrutinio por su supuesta colaboración —demasiado estrecha— con el gobierno autoritario de su país. Se podría seguir enumerando casos, aunque las discusiones del año pasado son las más recientes.
UNA POESÍA DE CUALIDADES ATEMPORALES
Es justamente por lo anterior que llama tanto la atención la figura de Louise Glück. Porque, si la popularidad renovada de Margaret Atwood se debe en gran parte a la actualidad percibida en su más famosa novela, en cuanto a la situación política y social de Norteamérica, la poesía de Glück se caracteriza por sus cualidades atemporales, universales. Si bien algunas de sus obras, como el poema Mock Orange, han sido consideradas feministas (y antologizadas como tales), la autora jamás militó en ningún movimiento, y menos en un partido político. Su selección parece deberse, más bien, a un aprecio profundo de (su) poesía.
Es tanto más interesante, porque la poesía casi no juega ningún rol en el mundo cultural moderno, habiendo sido desplazada por las artes audiovisuales, la música y la novela, en el ámbito literario (la que, mediante las versiones filmadas, logra una mejor simbiosis con los medios audiovisuales). Sin embargo, la Academia Sueca jamás ha escondido su amor por la poesía, tan poco trendy, pues desde 1980, nueve poetas han recibido el codiciado premio (diez, si contamos a Bob Dylan, el Nobel sorpresivo de 2016). Entre los premiados hay autores que escriben en inglés, sueco, polaco; irlandeses, caribeños, africanos, rusos… Y no olvidemos que ambos Nobel chilenos, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, recibieron el premio por su poesía.
Obviamente, un premio literario no puede aspirar a una objetividad absoluta. La literatura no es una ciencia exacta, por lo que resulta inevitable que entrara en juego un juicio estético personal, tal vez con la ya mencionada exigencia de Alfred Nobel (de un idealismo en la obra) como único correctivo. Esta subjetividad pesa todavía más en la poesía, donde el sonido mismo, el ritmo del habla, la densa red de alusiones y evocaciones que se teje dentro y con la musicalidad de la lengua, son tanto o más importantes que la simple elección de las palabras. Y eso es imposible de reproducir fielmente en una traducción, por excelente que sea. De hecho, una buena traducción, realizada por un poeta, va a ser otro poema; con el mismo tema, pero otro poema. Rabindranath Tagore, Premio Nobel de 1913 (por, entre otras cosas, las traducciones de sus propios poemas al inglés), decía que leer un poema en una traducción es como observar un precioso bordado por el revés. Un juicio tal vez muy duro, pero que nos recuerda la imposibilidad de reproducir plenamente la estética de un idioma con las “herramientas” de otro. Por supuesto, ello influye en la selección de la Academia, pues los autores que escriben en lenguas accesibles culturalmente a sus miembros, tienen muchísimas más posibilidades de ser apreciados y elegidos. Si bien se nota el esfuerzo por buscar un equilibrio y una diversidad literaria en los premios, específicamente entre los poetas, predominan aquellos que escriben en inglés u otras lenguas europeas “grandes”. En este sentido, la galardonada de este año sigue una tradición ya establecida por la Academia Sueca.
POETA A TIEMPO COMPLETO
La neoyorquina Louise Glück (nacida en 1943) ha sido lo que podría llamarse poeta de tiempo completo desde su adolescencia. Tomó talleres de poesía en la Universidad de Columbia a principios de los sesenta y publicó su primer poemario, Firstborn, en 1968. Desde 1971 ha enseñado poesía y literatura en varias universidades de Estados Unidos, entre ellas Yale y Stanford. Como la mayoría de los poetas contemporáneos, nunca ha rozado el mundo de los bestsellers, pero cada publicación suya ha recibido muchos elogios por parte de la crítica especializada y ha sido merecedora de un gran número de becas y premios literarios, entre estos el National Book Award, el Premio Pulitzer y el Poet Laureate. Ahora, con el Premio Nobel, su fama por fin ha traspasado las fronteras de su país (y de los angostos límites generalmente reservados para poetas en los medios modernos).
Poseedora de un lenguaje poético parco, denso y austero, desde sus primeros trabajos, Glück renuncia a los clichés más comunes en la poesía, como la rima fácil y el incansable hablar de amor y sentimiento. Prefiere evocar ritmos y una contenida musicalidad del lenguaje mediante un uso elegante de la métrica, repetición, el timbre de las palabras escuetas y cuidadosamente elegidas. Así conjura imágenes y vivencias, que combinan fragmentos autobiográficos con experiencias de carácter universal que hablan de temas que todos experimentamos como, al mismo tiempo, individuales y transversales, tales como la pérdida, la soledad, el miedo a la muerte y la conciencia de la fragilidad humana.
VERSOS A PRIMERA VISTA LÚGUBRES
A partir de su segundo libro, The House on Marshland (La casa en terreno pantanoso, 1975), considerado el primero en mostrar una voz poética inconfundible, establece una predilección por temas melancólicos, a veces lúgubres, y a lo largo de toda su obra reflejará traumas personales en sus poemas, como un devastador incendio en The Triumph of Achilles (1985), la muerte de su padre en Ararat (1990, el título se refiere al lugar del diluvio bíblico) o el quiebre definitivo de su matrimonio en Meadowlands (Praderas, 1996).
Desde luego, no es una poeta “fácil”, pero sus versos, a primera vista lúgubres, revelan una áspera belleza musical en el proceso de la lectura. Un motivo recurrente a lo largo de las décadas es la mitología clásica, o más bien una simbiosis extraordinaria de esta y la vida norteamericana moderna, como ocurre en los (premiados) poemarios The Triumph of Achilles o Averno (2006, título que recuerda la entrada al inframundo en la mitología romana). Pero también le interesa la tensión —no siempre resuelta, por cierto— entre la condición humana y el mundo de la Naturaleza y lo divino. Esta tensión se ve en su poemario tal vez más exitoso, Wild Iris (de 1992), cuya delicadeza y sombría belleza le valió el Premio Pulitzer y la estableció como una de las voces más relevantes de la poesía norteamericana moderna.
Louise Glück sigue publicando, pese a su relativamente avanzada edad: sus últimas publicaciones son el poemario Faithful and Virtuous Night (La noche fiel y virtuosa), de 2016; y la colección de ensayos American Originality: Essays on Poetry, de 2017. Por la intensidad y sinceridad profunda y desgarradora de su poesía, a lo largo de su carrera, la autora ha sido comparada con mayores figuras de la literatura estadounidense, como Sylvia Plath o Emily Dickinson.
Si la selección de Louise Glück para el Premio Nobel puede resultar sorprendente, no es por la calidad artística de su obra, sino por haberse elegido (pese a que la Academia tiene una reputación de “entrometerse” en temas geopolíticos) a alguien que durante toda su vida ha buscado evitar cualquier encasillamiento, para ser, más que “poeta feminista”, “neoyorquina”, etc., una poeta sui generis. Es casi como si, con la decisión de premiar a esta creadora tan idiosincrática como apolítica, la Academia Sueca quisiera rescatar, de alguna manera, el concepto del arte puro, desencadenándose de la obligación de hacerse de una herramienta de discursos políticos. Como si la poesía en sí fuese suficiente. MSJ
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 694, noviembre de 2020.