Revista Mensaje N° 695: «La nueva constitución que Chile necesita»

El texto resultante de la Convención tendrá mayor fortaleza si sabe conectarse con la discusión no institucional, informal, que estará ocurriendo en el país.

Una exigencia para la nueva constitución será responder adecuadamente a la crisis actual, lo que involucra resolver aspectos críticos en lo político, lo social y lo económico. La tarea que se iniciará en el seno de la Convención Constitucional estará necesariamente influida por las demandas desplegadas desde hace años, manifestadas con fuerza desde octubre. Esto involucra que el trabajo constituyente debiera estar efectivamente conectado con los debates que simultáneamente se estén dando en la sociedad.

LO POLÍTICO

La primera y más notoria variable es la profundidad de la deslegitimación de la política institucional y lo que la representa: los partidos políticos, el Congreso, la “clase política”, etc. Esta crisis es consecuencia directa de una constitución que configura una política incapacitada para tomar decisiones transformadoras y que, de ese modo, protege el modelo neoliberal. Ese modelo ha sido impugnado con fuerza creciente por movimientos sociales al menos desde la irrupción en 2006 del movimiento secundario (“pingüino”). La indiferencia persistente que la política institucional ha mostrado a estas demandas (indiferencia medida por la eficacia de sus decisiones, no por las declaraciones de sus actores) nos ha llevado a una situación en la que el contenido fundamental del principio democrático, que el poder político viene del pueblo, ha dejado de tener realidad en la experiencia de las personas. La nueva constitución debe solucionar este problema, o será un fracaso.

La solución tiene una cierta apariencia contraintuitiva, que persistentemente intentaron explotar los defensores de la Constitución actual antes del plebiscito: implica que, en momentos de deslegitimación de la política institucional, la nueva Constitución ha de dar más poder a esa política institucional. Pese a esto, la explicación es obvia: si la política institucional tuviera, por ejemplo, el poder (que hoy, de hecho, no tiene) para acabar con las AFPs, ciudadanos y ciudadanas podríamos discutir con sentido si queremos hacerlo, sabiendo que si nuestra decisión es afirmativa la política podrá hacerlo; y si fuera negativa ella podría corregir, reformar, ajustar. Una política institucional sin poder es una ciudadanía sin poder.

La cuestión, sin embargo, no se refiere solo a un conjunto de reglas institucionales. El poder que maneja la política institucional no es generado en las instituciones, viene del pueblo. Y depende de la legitimidad de la política. Por eso, la segunda condición para superar la dimensión política de la crisis es dar realidad en la experiencia al contenido fundamental del principio democrático, que el poder viene del pueblo. Aquí serán importantes formas de participación directa, tanto a nivel local como a nivel nacional.

LO SOCIAL

La segunda dimensión de la crisis fue evidente desde el 18 de octubre, y se manifiesta en la idea de abuso. El abuso no es sino la consecuencia obvia de treinta años de vivir bajo una política neutralizada, que es una política incapaz de contener la voracidad del poder económico. Esto ha llevado a la expansión del principio de mercado prácticamente a todas las esferas de la vida social. En términos de la Constitución todavía vigente, eso es el Estado subsidiario. “Estado subsidiario” es un chilenismo, en el sentido de que es una expresión cuyo significado no corresponde al que tiene el mismo concepto en la reflexión académica. En Chile, “Estado subsidiario” es un Estado neoliberal, un Estado que incluso en esferas habitualmente identificadas con derechos sociales (educación, salud, seguridad social) tiene el deber de proteger las condiciones del mercado. Por eso es un Estado, como lo ha declarado el Tribunal Constitucional, al que le está incluso prohibido fijar condiciones diferenciadas de acceso a la gratuidad universitaria para universidades estatales y privadas (eso sería “discriminación arbitraria”). La nueva Constitución debe declarar al chileno un estado social y democrático de derecho, cuyo deber fundamental es la realización de derechos sociales.

Es importante especificar en qué consiste la idea de derechos sociales, porque durante estos treinta años ellos han sido distorsionados. Nos hemos acostumbrado a entender que los derechos sociales son garantías prestacionales de una provisión mínima de algunas cosas, como salud educación o pensiones (y por eso parece tan “progresista”, y tan resistido por la derecha, que haya acciones judiciales para exigirlos). Pero en realidad los derechos sociales son el contenido de la ciudadanía democrática.

Los derechos sociales fueron la última de tres oleadas formativas de la noción de ciudadanía: derechos civiles, políticos y sociales. Los derechos civiles eran derechos de participación igualitaria en la sociedad civil. La ley habría de ser igual para todos. Desde esta óptica, la libertad es (a) individual y (b) puramente formal. Que sea puramente formal quiere decir que las personas son libres si así lo declara una norma, que para que los derechos civiles estén realizados basta que los estatutos privilegiados sean abolidos por una norma jurídica (como «son persona todos los individuos de la especie humana, cualquiera que sea su edad, sexo, estirpe o condición» o “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”).

Los derechos políticos son derechos de participación en la formación de la voluntad política, típicamente derecho a elegir y a ser elegidos. Su irrupción significó el surgimiento del principio democrático y la ampliación de la ciudadanía al Estado y la política. Los derechos políticos (a) también entienden la libertad como una categoría formal, susceptible de ser asegurada por una norma jurídica, pero se separan de ella en entender a la libertad como (b) colectiva, no individual.

El tercer momento formativo de la moderna noción de ciudadanía es el de los derechos sociales, que conciben la libertad como (a) material, no formal (es decir, el valor de la libertad depende de las condiciones materiales) y (b) colectiva. Desde la óptica de los derechos sociales, la igual libertad formal es la libertad de ricos y pobres para dormir bajo los puentes de Paris. Si la ciudadanía implica igual libertad y la libertad tiene condiciones materiales, la ciudadanía exige igualación de esas condiciones materiales.

En sociedades capitalistas, en las que la operación normal del mercado implica la generación constante de desigualdades, esto exige introducir un principio contrario al mercado, de modo que esas diferencias, que no dejarán de existir, no se manifiesten en las esferas que definen las condiciones materiales de la libertad. Que la salud o la educación sean derechos sociales, entonces, quiere decir que ellas han de ser esferas estructuradas por un principio igualitario de ciudadanía, no por un principio de mercado. Conforme al principio de mercado, lo que cada uno recibe depende de lo que cada uno puede pagar; conforme al principio de ciudadanía, lo que cada uno recibe es lo que necesita, dadas las restricciones presupuestarias que afectan a todos y conforme a protocolos públicamente validados de acceso, en el caso de un sistema público y universal de salud; una educación que abra a todos iguales oportunidades de desarrollo de la personalidad, en el caso de la educación. Nótese lo que esto significa: que las desigualdades de ingreso, resultado de la operación normal del mercado, no desaparecerían, pero su efecto se vería restringido de modo de no negar a algunos las condiciones materiales que dan sentido a la libertad.

El sentido de los derechos sociales, y así el deber fundamental de un Estado social y democrático de derecho, es crear espacios de igualdad ciudadana en sociedades atravesadas por las diferencias de clase características del capitalismo. Para ponerlo en la fórmula de la Constitución italiana que fue adoptada por la de 1925 en 1971, “El Estado deberá remover los obstáculos que limiten, en el hecho, la libertad e igualdad de las personas y grupos”. Así los derechos sociales crean condiciones de integración social en contextos de sociedades que tienden a la desintegración. Como el “Estado subsidiario” contenido en la Constitución actual niega de modo preciso los derechos sociales, no es extraño que una de las dimensiones más notorias de la crisis actual es la desintegración social, la segregación, el abuso etc. La segunda dimensión de la nueva Constitución es, entonces, la habilitación de un Estado que asuma la función de crear estos espacios de igualdad ciudadana e integración social.

LO ECONÓMICO

La tercera dimensión se refiere al modelo de desarrollo chileno. Como explicábamos en El otro modelo, lo definen tres características: la apertura al comercio internacional, la estabilidad macroeconómica y una estrategia no intervencionista de desarrollo. Esta tercera dimensión, otra manifestación de lo que en Chile significa “Estado subsidiario”, ha llevado a un desarrollo depredador del medio ambiente, que ha tendido a concentrar la riqueza, a la escasa diversificación productiva y al estancamiento de la productividad, que dejó de crecer a fines del siglo pasado. La nueva Constitución debe sentar las bases de un modelo de desarrollo distinto, que reconozca al Estado una función de orientación estratégica del desarrollo, y que así permita la discusión y decisión pública sobre el tipo de desarrollo que queremos para Chile.

Otra característica notoria del orden económico creado por la Constitución vigente, donde ser refleja de modo especialmente claro que fue una Constitución de los propietarios de los vencedores militares del 11 de septiembre, ha sido la apropiación de privada de la riqueza que la propia Constitución declara pertenecer a la nación toda. En efecto, conforme al artículo 19 Nº 24, “El Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible de todas las minas”. El contenido económico de esta propiedad estatal, sin embargo, es negado porque la misma Constitución en los hechos privatiza el contenido económico de esos recursos. Algo similar hace la Constitución con las aguas: aunque son bienes nacionales de uso público, la Constitución declara que sobre los derechos de aprovechamiento hay una propiedad constitucionalmente protegida.

La nueva Constitución debe realizar el contenido económico de estos recursos comunes. Hay diversas formas en que esto puede hacerse, y no es necesario que la nueva Constitución defina una en particular, aunque podría hacerlo. En todo caso la explotación privada, cuando proceda, debe ser tratada como la explotación de algo ajeno, de una riqueza que es pública, y debe ceder en beneficio público.

¿UNA CONSTITUCIÓN “MÍNIMA” O “MÁXIMA”?

¿Es lo anterior una constitución “mínima” o “máxima”? Esta es, a mi juicio, una discusión algo estéril. Una constitución “mínima” es una constitución que fija las reglas del proceso político y deja las demás cuestiones entregadas a él. Una “máxima”, por contraposición, fijaría además las cuestiones económicas y sociales. Es digno de ser notado que la demanda por una constitución “mínima” ha venido especial, aunque no únicamente, de quienes hasta hace poco fueron los principales defensores de la Constitución vigente. Esto muestra cierto oportunismo porque, si de constituciones máximas se trata, la de 1980 es un extremo.

Adicionalmente, es claro que ni siquiera una Constitución mínima es silenciosa en materias económicas y sociales, en la medida en que contiene derechos con relevancia para esas materias. La cuestión, entonces, es hasta dónde es razonable llegar en el momento constituyente fijando esas cuestiones y hasta dónde eso debe quedar entregado a la ley. En mi opinión, no hay una respuesta teórica o normativa a esta pregunta. La respuesta está dada por la forma en que una Constitución surge. Si una Constitución es dada por un grupo de juristas convocadas por un dictador que ha llegado al poder bombardeando el palacio presidencial y persiguiendo hasta el exterminio a sus opositores, ella reflejará los intereses de clase que sustentan a ese dictador. Eso será, previsiblemente, una Constitución “máxima” que dé a esos intereses la máxima protección posible de la política democrática. Una constitución dada por una asamblea, llamada o no convención, que debe decidir conforme a un quórum calificado desde una hoja en blanco, contendrá los términos que resultan ser aceptables para todos. Y los que no resultan aceptables para todos no estarán en la Constitución, lo que quiere decir que quedarán entregados a la política posterior. Lo que esto quiere decir es que la opción entre una constitución “mínima” o “máxima” no es algo que pueda ser decidido mediante argumentos normativos ex ante. Es, al contrario, una cuestión política que es fijada por las condiciones de esa constitución. Hoy corresponde que cada uno explicite y defienda, en condiciones democráticas, su visión de la Constitución que Chile necesita, cosa que he intentado hacer más arriba. Será el modo en que cada una de estas posiciones reflejen o no la discusión constituyente que está ahora ocurriendo en Chile la que, a través de ese proceso constituyente, llevará a una decisión constituyente al respecto.

SOBRE EL PROCESO CONSTITUYENTE

Las consideraciones anteriores deben ser complementadas con una observación adicional. Debemos tomarnos en serio el hecho de que estos treinta años de la Constitución tramposa han significado que hoy el principio democrático no tiene ninguna realidad en la experiencia de las personas. Desde el punto de vista de esa experiencia, la idea de que los poderes institucionales “representan” al pueblo es solo un discurso legitimador, sin realidad en la vida. Pero, si esto es así, ¿cómo podrá la Convención Constitucional representar adecuadamente al pueblo chileno?

Parte de esta discusión ha aparecido en lo que hoy es el tema más relevante, el de la composición de la Convención (el tema de los “independientes”). Es importante notar lo que esto implica: el solo hecho de que la convención sea elegida por sufragio universal no garantiza que sea representativa. Esa es la consecuencia actual de quince años con un Senado intervenido de modo que los derrotados tenían mayoría, y con veinticinco años de un sistema electoral diseñado para manipular la voluntad popular. Pero, aunque hoy se discute esta cuestión por referencia especialmente a las candidaturas independientes, el problema va más allá de eso. Porque incluso si la convención estuviera compuesta de convencionales “independientes”, todavía podría ser el caso que ella fuera vista como “cooptada” por los mismos de siempre o al menos por lo mismo de siempre, etc. Que esto ocurra dependerá no de las personas que la integrarán, sino del modo de actuación de la Convención.

La Convención Constitucional será el espacio institucional para la discusión constituyente. Esa discusión, sin embargo, no será la única. Al mismo tiempo, habrá una discusión ciudadana sobre la nueva Constitución que ocurrirá, informalmente, en plazas, calles, juntas de vecinos, sindicatos, etc. De lo que se trata es de crear condiciones para que las discusiones y decisiones institucionales representen las discusiones y decisiones informales que ocurren en la sociedad.

Por cierto, esto último va contra la idea de representación propia de la política de los últimos treinta años, que es una mera formalidad sin contenidos, de acuerdo con la cual un diputado representa porque hay una norma que dice que representa (desde esta óptica, una Convención abierta a la sociedad sería una sujeta a la “presión” de “la calle”, etc.). Pero precisamente de eso se trata: de que la Constitución dé paso a una política distinta. Y el primer paso es que la discusión y decisión de la nueva Constitución sea genuinamente representativa, que sea vista y reconocida como tal. Pero para eso no basta la forma legal; no basta que sea elegida en una votación popular, no basta que haya una norma que dispone que será representativa. Es necesario que el proceso institucional sepa conectarse con la discusión no institucional, informal que estará ocurriendo en el país. Aquí el piso es, contra algunas sugerencias que predeciblemente ya se han escuchado, transparencia y publicidad, pero también audiencias públicas, mecanismos de vinculación de los convencionales con los distritos que los eligieron, etc.

Del modo de operación de la Convención Constitucional dependerá si ella logra ser vista como genuina representante del pueblo chileno en lo que la discusión y decisión de la nueva constitución se refiere. Y de esto dependerá que de ella surja una Constitución que contribuya a solucionar el problema de deslegitimación política que ha sido el legado de 30 años bajo la Constitución tramposa. MSJ

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Fuente: Comentario Nacional publicado en Revista Mensaje N° 695, diciembre 2020.

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