El proceso constituyente no debiera priorizar el establecimiento de un catálogo de derechos, sino más bien remover los obstáculos institucionales que han impedido reformas sociales y diseñar procesos políticos más eficaces.
Chile tiene un grave problema de inercia legislativa en materia de pensiones y de salud. Este fue uno de los motivos que justificaron las masivas protestas de octubre del año 2019. Rápidamente, las demandas por reformas en estas áreas fueron canalizadas a través del proceso constituyente hoy en curso. La falta de confianza en las instituciones representativas actuales implicó que fuese una “Convención Constitucional” (y no las instituciones representativas actuales) la encargada de redactar una nueva constitución. No debe sorprendernos ver, por ejemplo, que la encuesta Cadem reporte que un 70% de quienes votaron por el “Apruebo”, lo hicieran para mejorar las pensiones, la salud y la educación; que la encuesta Mori sugiriera que, para los encuestados, las prioridades de la nueva constitución debieran estar, también, en salud (57%), educación (55%) y pensiones (52%); y que gran parte de los contenidos de la franja electoral a favor del “Apruebo” se centrara en puntos como estos. Es razonable pensar que el debate constituyente se focalizará, en gran medida, en cómo la nueva constitución reconozca y regule los derechos sociales.
A mi juicio, esta manera de enfocar el debate descansa en un error implícito: considerar que la inercia legislativa se debe al modo como están redactados los derechos en la Constitución o en una suerte de intención del constituyente de 1980 para impedir su protección judicial.
Para responder efectivamente a las demandas sociales, el proceso constituyente no debiera, aunque pueda parecer paradojal, priorizar el establecimiento de un catálogo de derechos que condicione el modo como las políticas sociales se desarrollen. Por el contrario, dicho proceso debiera priorizar la discusión sobre el modo como deben ser removidos los obstáculos institucionales que han impedido la generación de reformas sociales, diseñar procesos políticos más eficaces y evitar establecer un catálogo de derechos que tenga la potencialidad de impedir, en lo relevante, el autogobierno de las generaciones futuras.
QUÉ DEBE CONTENER UNA CONSTITUCIÓN
Aunque es común que todas las constituciones regulen los aspectos básicos de los principales órganos del poder, suele variar el número de instituciones y derechos reconocidos por ellas, así como la profundidad y detalle con que lo hacen: el Comparative Constitutions Project indica que mientras la constitución más breve tiene 3.814 palabras, la más extensa posee 146.385. La tendencia latinoamericana es a dictar constituciones extensas, muchas veces en el contexto de regímenes que aspiran a utilizarlas para alcanzar transformaciones sociales. Quienes creemos que las constituciones deben tener un rol menos ambicioso, de manera de permitir que la política ordinaria pueda fijar las metas y planes para alcanzarlas (haciendo más relevantes las elecciones y fortaleciendo la democracia), en general, promovemos la idea de que las constituciones regulen lo suficiente para (1) asegurar la competitividad y sustentabilidad del sistema democrático, de manera que las generaciones futuras puedan autogobernarse y podamos impedir la tiranía y la arbitrariedad, y (2) reflejar compromisos sociales básicos que puedan asociarse a las necesidades y aspiraciones más relevantes de la sociedad que las dicta. El primer punto requiere del establecimiento de mayores detalles que el segundo. El segundo punto normalmente es objeto de normas que tienen un contenido controvertible. Cuando ello ocurre, las constituciones deben evitar resolverlo, y solamente indicar los principios que puedan guiar a legisladores en el futuro.
LA PROMESA INCOMPLETA DE LOS DERECHOS SOCIALES
La satisfacción de las demandas sociales es un fenómeno multicausal. Los constitucionalistas poseen herramientas limitadas para sugerir prescripciones autosuficientes y, además, entre ellos no hay consenso en torno a las posibilidades que las constituciones ofrecen para satisfacer los derechos sociales. No lo hay en el diagnóstico sobre la inercia legislativa, el rol del Tribunal Constitucional, el modo como la forma de gobierno influye en dar respuesta a los derechos, la manera como debe ser interpretado el catálogo de derechos actual y la función que una constitución debiera cumplir en un sistema democrático. ¿Debe ser la Constitución un instrumento para conseguir transformaciones sociales en una dirección específica, entregando a los jueces un rol relevante y haciendo que los procesos electorales no condicionen la manera como se satisfacen los derechos sociales? ¿O tal vez la Constitución deba limitarse a desarrollar contenidos compartidos que permitan la coexistencia de diferentes visiones políticas alternativas, que hagan relevantes los resultados electorales?
Por supuesto, la mejor respuesta a estas preguntas se encuentra en un punto medio. Los constituyentes tendrán la difícil tarea de redactar una constitución democrática que (i) pueda asegurar el autogobierno efectivo de las generaciones futuras, y que (ii) pueda dar una respuesta a las demandas sociales actuales. Ambos objetivos pueden estar en tensión, y la Convención no debiera sacrificar uno en favor del otro.
Para ello, los constituyentes deben estar conscientes de algunos riesgos en torno a la regulación de los derechos sociales. Primero, no existe una causalidad necesaria entre reconocer derechos constitucionales y satisfacer demandas sociales. No todas las constituciones generosas en el reconocimiento de derechos sociales han logrado buenos resultados en su satisfacción. Incluso existen casos donde el reconocimiento constitucional posee una relación inversa al gasto público en áreas como educación y salud (1). Puede inferirse que ese mero reconocimiento no es condición necesaria (ni la más importante) para su satisfacción. Por otra parte, el reconocimiento de los derechos puede ser utilizado como una especie de “soborno” para que un régimen incumbente maximice sus cuotas de poder a costa de erosionar instituciones relevantes en un sistema democrático. Entre otros, está el ejemplo del proceso constituyente de Ecuador (2), donde los resultados son pobres y el costo democrático es alto, aunque también existen casos exitosos de procesos constituyentes que han reconocido derechos y consolidado democracias competitivas. No obstante, la existencia de este riesgo nos invita a controlar las expectativas y a ser escépticos con el surgimiento de liderazgos populistas. El debate sobre los derechos no debe hacer invisible la discusión sobre las estructuras que garantizan la competitividad.
Tercero, la judicialización de derechos sociales puede generar resultados económicamente regresivos ya que todos, incluyendo los más pobres, financiamos un sistema judicial cuyos recursos se invierten en las clases sociales más altas (3). Esto ocurre debido a la comprensión individualista de cómo operan los derechos fundamentales (4) y porque los grupos más privilegiados tienen más acceso, dinero e influencia para ser exitosos en el litigio judicial.
Cuarto, y conectado a lo anterior, los intentos por reconocer derechos sociales justiciables deben estar conscientes del riesgo de alterar condiciones indispensables para el accountability de nuestros legisladores. Uno de los principales objetivos de la nueva constitución debiera ser estimular a que estos abandonen la inercia legislativa, pero la judicialización de los derechos podría ser cómplice de dicha inercia.
Quinto, y tal vez más importante, es un argumento normativo por el cual la regulación constitucional de los derechos sociales debe reconocer la existencia de desacuerdos razonables en torno a cómo desarrollar políticas públicas en áreas determinadas. Dichos desacuerdos están condicionados por posiciones ideológicas opuestas y, también, por recomendaciones técnicas que van en direcciones diferentes. En algunos casos será conveniente utilizar una política de tipo focalizada, con mayor participación de actores privados. En otros, se puede defender un principio de acceso universal a las prestaciones con un rol relevante del Estado. Estas diferencias también incluyen materias asociadas como la política tributaria que se promueva para financiar dichos programas, la utilización de mecanismos de mercado y del conocimiento de los particulares, y el espacio que deben tener instituciones religiosas en áreas como educación y salud. En todos estos aspectos se dan posiciones que, siendo razonables, son opuestas.
Las constituciones deben permitir la coexistencia de dichos desacuerdos razonables, de manera que quien gane las elecciones pueda implementar su programa de gobierno. Entonces, no es deseable que la Constitución tenga por objetivo poner término a estos debates. Así, la constitución debe ser percibida como un proyecto inacabado que establezca un marco general, con principios orientadores para el legislador, y que asegure el autogobierno de generaciones futuras. Así, las constituciones pueden responder de mejor modo a la idea de distribuir el trabajo entre distintas generaciones, justificando democráticamente la obligatoriedad de una constitución impuesta a generaciones nuevas (5).
De todo lo anterior no se sigue, por supuesto, que los jueces deban carecer de atribuciones al respecto. Como lo ha mostrado Rosalind Dixon (6), ellos pueden jugar un rol útil intentando terminar con la inercia legislativa e identificando puntos ciegos (blind spots) en las leyes, sin quitar protagonismo a los legisladores.
LA INERCIA LEGISLATIVA
Para comprender la inercia legislativa en áreas sensibles como pensiones y salud, no basta con identificar diferencias ideológicas y técnicas al respecto. Más importante es determinar cuáles han sido los incentivos institucionales que han impedido la cooperación. Algunos autores dicen que ello se debe a la existencia de actores con veto en el sistema, como el Tribunal Constitucional y de leyes que deben ser aprobadas con quórums superiores a la mayoría simple (7), Otros sostienen que el problema estaría radicado en la duración del mandato presidencial.
Un ejemplo de esto último sería el comité técnico de la reforma al sistema de salud del año 2014, cuyas recomendaciones fracasaron debido a la necesidad de pactos entre las administraciones entrantes y salientes, que no se materializaron (8). Pese a que ha habido avances en algunas áreas (por ejemplo, plan AUGE del presidente Lagos y el fortalecimiento del pilar solidario del sistema de pensiones de la presidenta Bachelet), sería difícil generar reformas estructurales complejas si los presidentes, que sirven poco tiempo y no pueden reelegirse, tienen pocas posibilidades de recibir el crédito por la aprobación de reformas sociales relevantes. Debemos pensar en el modo de generar gobiernos donde pueda haber pactos programáticos de mediano y largo plazo.
No obstante, una explicación más completa debiera considerar cómo conversan las tres dimensiones relevantes que determinan la cooperación entre legisladores y gobierno: el régimen de gobierno, el sistema electoral, y el sistema de partidos. Hoy, estas tres dimensiones no conversan bien entre sí. La existencia de gobiernos de cuatro años, donde el Congreso es elegido simultáneamente con la primera vuelta de la elección presidencial en un contexto de voto voluntario, unido a la fórmula proporcional que explica la fragmentación del legislativo, y un sistema donde el Presidente posee las principales atribuciones legislativas, sin procedimientos que permitan desbloquear la paralización de reformas sociales, produce un resultado poco alentador: pactos electorales (y no programáticos) de corto plazo, donde los candidatos presidenciales no tienen necesidad de convocar a las grandes mayorías para salir electos, donde los candidatos al parlamento no tienen incentivos para formar pactos de gobernabilidad de largo o mediano plazo, unido a una fragmentación relevante con coaliciones políticas inestables y poco disciplinadas.
Hay muchas alternativas para corregir lo anterior. Lo relevante es que los distintos arreglos institucionales sean consistentes: revisar las fechas de las elecciones, el modelo electoral, la duración del mandato presidencial, la compatibilidad de los ministros y los parlamentarios, entre otras cuestiones, es la mejor forma de asegurar que, en el largo plazo, la Constitución pueda estimular la existencia de coaliciones legislativas que aseguren la implementación de los programas de gobierno que fueron electos. Y así, de modo indirecto, pero pensando en la necesidad de adoptar políticas públicas sustentables políticamente en el largo plazo, y sin sacrificar aspectos elementales del sistema democrático, el proceso constituyente podría dar una respuesta eficaz a las demandas sociales.
PROPUESTA PARA LA CONVENCIÓN
En un trabajo reciente, escrito en coautoría con Rosalind Dixon (9), sugerimos que la nueva constitución haga una referencia específica a los derechos sociales para terminar así con la inercia legislativa sin dañar los procesos mayoritarios y, al mismo tiempo, tomarse en serio las demandas sociales que motivaron al proceso constituyente actual.
Asumiendo que se revisarán la forma de gobierno y el proceso legislativo, nuestra propuesta busca estimular la existencia de actividad parlamentaria. El rol de los jueces no debe ser protagónico. Así, proponemos establecer principios, como la dignidad, el acceso a la vivienda y la seguridad social, políticas fiscales sustentables, la libertad individual y la igualdad. Luego, determinamos que el Poder Legislativo tendrá un plazo para dictar las leyes necesarias para cumplir dichos principios en áreas específicas (by law clauses). Asumimos que el nuevo Congreso operará en un proceso político que incentive a formar pactos de gobierno eficaces (y no meramente electorales), aunque lo deseable es que el actual parlamento siga adelante con la denominada agenda social, dentro de lo posible.
A continuación, indicamos que, si cumplido el plazo, el Congreso no ha dado una respuesta legislativa adecuada, entonces los jueces podrán dar aplicación directa a los principios previamente establecidos. Se trata de que el plazo incentive a los parlamentarios a cumplir su obligación.
Luego, se establece que el Congreso revise las políticas sociales, mediante una comisión parlamentaria que monitoree su aplicación y haga propuestas regularmente. Asimismo, deberá revisar la eficacia de la legislación cada diez años. El rol de los jueces se limitaría a asegurar el cumplimiento de la ley, a identificar puntos ciegos y a ser actores cuya presencia sea disuasiva para interrumpir la inercia legislativa. MSJ
(1) Adam S. Chilton and Mila Versteeg, “Rights Without Resources: The Impact on Constitutional Social Rights on Social Spending,” University of Chicago Law School Working Papers, 2016; Avi Ben-Bassat and Momi Dahan, “Social Rights in the Constitution and in Practice,” Journal of Comparative Economics 36, N° 1 (2008): 103–19.
(2) Rosalind Dixon, “Constitutional Rights as Bribes,” Connecticut Law Review 50, N° 3 (2018).
(3) Por ej., David Landau and Rosalind Dixon, “Constitutional Non-Transformation?,” in The Future of Economic and Social Rights, ed. Katharine G. Young (Cambridge University Press, 2019).
(4) Aunque no se refiere al efecto regresivo de los derechos, Fernando Atria ha argumentado que la concepción individualista de los derechos hace que, para el socialismo, sea mejor rechazar la idea de los derechos sociales. Ver Fernando Atria, “¿Existen derechos sociales?”, Doxa 4 (2004).
(5) Ver Stephen Holmes, “Precommitment and the Paradox of Democracy,” in Constitutionalism and Democracy, ed. Jon Elster and Rune Slagstad, Studies in Rationality and Social Change (United States of America: Cambridge University Press, 1988), 195–240.
(6) Rosalind Dixon, “The Core Case for Weak-Form Judicial Review”, Cardozo Law Review 38 (2017): 2193–2232.
(7) La literatura constitucional es generosa en este tipo de argumentos. Entre muchos otros, ver Fernando Atria, La Constitución Tramposa (Santiago: LOM, 2013); Fernando Atria, Constanza Salgado, and Javier Wilenmann, Constitución y Neutralización. Origen, Desarrollo y Solución de La Crisis Constitucional (Santiago: LOM, 2017).
(8) Pablo Villalobos Dintrans, “Why Health Reforms Fail: Lessons from the 2014 Chilean Attempt to Reform,” Health Systems & Reform 5, no. 2 (April 3, 2019): 134–44.
(9) Rosalind Dixon and Sergio Verdugo, “Social Rights and Constitutional Reform in Chile: Towards Hybrid Legislative and Judicial Enforcement,” Forthcoming (on File with Author), 2020.
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Fuente: Comentario Nacional publicado en Revista Mensaje N° 695, diciembre de 2020.