Revista Mensaje N° 697: «¿Por qué importa la subsidiariedad?»

Basta recordar algunas de nuestras dificultades más acuciantes para comprender que si algo requiere Chile es más subsidiariedad, no menos.

¿Vaciar la tina o botar la guagua?… En un artículo relativamente reciente, en el que formulan esta pregunta, los académicos norteamericanos Robert P. George y Ryan T. Anderson critican los planteamientos de la efervescente intelectualidad posliberal (Patrick Deneen, Ryszard Legutko y otros). Aunque George y Anderson reconocen que las democracias liberales han devenido problemáticas por muchos motivos, también advierten el peligro que supone rechazar el “paquete completo”. En su opinión, resulta indispensable distinguir entre las dificultades objetivas que exhiben los sistemas políticos contemporáneos, por un lado, y los valiosos bienes que ellos resguardan –ciertas libertades básicas, la tolerancia al disenso político, etcétera–, por otro (1).

En las líneas que siguen, desplegaré un argumento análogo al recién descrito para analizar la discusión sobre el Estado subsidiario. Según veremos, hasta cierto punto es comprensible que esta noción goce de mala fama en la opinión pública, pero renunciar a distinguir entre sus usos equívocos y el sentido fidedigno del concepto podría llevarnos a un escenario indeseable: botar no solo el agua de la tina (los malentendidos), sino su contenido completo (la subsidiariedad). Ello sería perjudicial no solo para los habituales defensores de este principio, sino también para sus críticos y, en general, para todos los ciudadanos… al menos para todos quienes promueven un Estado que efectivamente se encuentre al servicio de la persona y la sociedad civil.

EL ORIGEN DE LA POLÉMICA

Si en esta larga y angosta faja de tierra la subsidiariedad y, con ella, la idea de Estado subsidiario son términos polémicos, es fundamentalmente porque ellos se difundieron en medio de la crispada historia reciente del país. Si bien el principio fue conocido por algunas élites políticas e intelectuales durante la primera mitad del siglo XX de la mano de las encíclicas sociales, su apogeo en el debate público llegó en el Chile posdictadura.

Un primer hito relevante en esta trayectoria remite a las transformaciones económicas impulsadas después del golpe de Estado de 1973. Si el historiador Mario Góngora pudo calificar a la subsidiariedad como el “principio operativo” de la tercera “planificación global” –después de Allende y Frei Montalva–, fue porque se trataba de un concepto explícitamente reivindicado por el entorno de la Junta Militar. Ya este solo hecho tendría consecuencias de largo plazo: el nuevo “modelo” instaurado, como sea que lo entendamos –como una injustificada mercantilización de la vida social, como una pieza en la lucha contra el marxismo internacional, como un adelanto del neoliberalismo que traería consigo el mundo de Reagan y Thatcher, como un poco de todo lo anterior– sería identificado con la subsidiariedad.

Pero hay más antecedentes. Luego del retorno a la democracia, tanto partidarios como detractores usualmente comprendieron la subsidiariedad como sinónimo de Estado ausente y liberalización completa de la economía (tan completa como fuera posible). Hubo políticos y abogados que favorecieron un severo equívoco en este plano, como si la participación de la sociedad civil en la vida pública pudiera reducirse a los mecanismos de mercado, y como si estos fueran siempre deseables. En particular, la derecha posdictadura y su fijación con ciertas lógicas de la Guerra Fría –tanto mercado como sea posible, tan poco Estado como se pueda– consolidaron el malentendido que ya arrastraba la subsidiariedad.

En este contexto, no sorprende que luego de la crisis de octubre y, en particular, en el marco del proceso constituyente en curso, resurjan voces que instan a terminar con la subsidiariedad del Estado. El problema, sin embargo, es que no resulta para nada claro en qué consiste ese propósito ni qué es exactamente lo que habría que erradicar. Por de pronto, la Constitución aún vigente ni siquiera utiliza una sola vez la voz “subsidiariedad”. Las manifestaciones típicas de este principio, por otro lado, son difícilmente desdeñables. Con frecuencia se dice que la subsidiariedad se traduce en el reconocimiento de los grupos intermedios, pero ¿alguien pretende reducir la vida social al puro individuo y al Estado? También se habla del precepto que insta al aparato estatal a servir a la persona humana, pero ¿acaso debiera ser al revés? Otra expresión del carácter subsidiario del Estado consiste en una vigorosa protección de las libertades de enseñanza y asociación, pero ¿quién podría terminar con ellas sin contrariar derechos humanos básicos? Los dardos también apuntan al hecho de que el Estado solo pueda desarrollar actividades empresariales cuando lo autoriza una ley de quórum calificado. Desde luego, podremos discutir el quórum, pero nadie pretenderá –supongo– que el Estado actúe cuándo y cómo quiera, sin limitaciones legales.

No se trata de negar que en estos y otros asuntos semejantes hay mucho que debatir en cuanto a las “bajadas” o “aterrizajes” específicos. El punto es que de ahí no se sigue descartar un determinado principio o criterio: los críticos de la subsidiariedad debieran precisar qué es lo que buscan modificar o expulsar de la Constitución. Después de todo, las ideas políticas más valiosas se distorsionan una y otra vez –así acontece con la libertad, la igualdad y tantas otras–, y no por ese motivo dejamos de invocarlas. Una cosa es botar el agua de la tina, y otra muy distinta arrojar a la guagua inmersa en ella.

CHILE VERSUS EL MUNDO

Las consideraciones anteriores conducen al punto ciego de la narrativa dominante en materia de subsidiariedad: este principio no se inventó en nuestro país. En rigor, se trata de un criterio que en otros lugares es concebido como una directriz saludable al momento de pensar la organización de la sociedad civil y su relación con el Estado. Ello ocurre a nivel de instituciones políticas –la Unión Europea aborda el vínculo entre ella y sus países miembros a partir de la subsidiariedad–, y también en el campo de las tradiciones políticas e intelectuales. Sin ir más lejos, la enseñanza social cristiana lo destaca como uno de los principios rectores del orden social, al mismo nivel de la dignidad de la persona humana, el bien común y la solidaridad. ¿Es neoliberal, entonces, la doctrina social de la Iglesia? ¿Es la Unión Europea un entramado que repele a priori la intervención del aparato estatal? ¿O será, más bien, que ellos rescatan el significado fidedigno de la subsidiariedad, el mismo que nosotros haríamos bien en explorar?

Si la subsidiariedad es comprendida como un criterio o principio valioso, es porque apunta a un problema ineludible y de gran importancia para el mundo contemporáneo. En efecto, como la vida social implica un sinnúmero de agrupaciones de muy diverso tipo –familias, colegios, almacenes, empresas, universidades, clubes deportivos, parroquias, etcétera–, es inevitable preguntarse por cómo han de vincularse esas diversas entidades entre sí y, sobre todo, cuál debe ser el nexo entre ellas y el Estado. Es una pregunta por la justicia de las relaciones humanas. Por supuesto, puede decirse que el aparato estatal se encuentra llamado a proteger a la persona y sus asociaciones, y eso efectivamente es así. Pero también ocurre que el aparato estatal, por las facultades que reúne, partiendo por el “monopolio de la violencia física legítima”, según la célebre expresión de Max Weber, representa igualmente una amenaza para la autonomía e incluso la existencia de las comunidades humanas. No es casualidad que desde distintas disciplinas y sensibilidades –desde James C. Scott a Pedro Morandé– se advierta de estos peligros. Todo lo cual, casi sobra añadirlo, complejiza aún más la interrogante por el adecuado modo de relación entre el Estado y la sociedad civil organizada.

En la tradición intelectual cristiana y otras corrientes de pensamiento convergentes con ella en este ámbito, la subsidiariedad ofrece un marco sólido para explorar este dilema. La lógica de la subsidiariedad es fortalecer los vínculos más cercanos a las personas, comenzando por la familia y alcanzado el vasto tejido de relaciones en las que nos desenvolvemos a diario. Parafraseando a Benedicto XVI, apunta a una coordinación de la sociedad en apoyo de la vida interna de las comunidades que anteceden al Estado (2). La antropología subyacente es que los seres humanos estamos llamados a ser protagonistas de nuestro propio destino, lo que se logra mediante la participación activa en una serie de agrupaciones. Tantas como los múltiples bienes que cultivamos las personas: amistad, conocimiento, experiencia artística y religiosa, etcétera. En términos políticos, se trata de descentralizar la toma de decisiones y resguardar la vitalidad de la sociedad civil. En este sentido, la subsidiariedad, sin lugar a dudas, representa un límite a la acción del Estado, pero no busca evitar a priori su intervención, sino más bien orientarlo a habilitar o fortalecer las asociaciones humanas. El objetivo es ayudarlas a cumplir sus fines propios, y no reemplazarlas o sustituirlas. Se trata de orientar la acción del aparato burocrático, cuya intervención nunca es inocua, en la medida en que tiende a ignorar o incluso despreciar la particularidad que caracteriza los vínculos sociales.

La consecuencia del argumento desplegado hasta ahora puede resumirse así: no conviene desprendernos de la subsidiaridad, sino más bien preguntarnos cómo podríamos aprender de ella –de su genuino significado– de cara al debate constitucional y presidencial que tenemos por delante. Después de todo, sus proyecciones todavía son insospechadas, y basta recordar algunas de nuestras dificultades más acuciantes para comprender que si algo requiere Chile es más subsidiariedad, no menos.

Solo a modo de ejemplo, desde un punto de vista territorial nuestro país tiene deudas sumamente relevantes en el desafío de la descentralización y, además, un grave conflicto no resuelto en la Araucanía. Necesitamos nuevas categorías para enfrentar estos problemas, capaces de romper la disyuntiva entre Estado unitario y Estado federal. Algo análogo ocurre en el debate sobre la participación de la sociedad civil en la satisfacción de carencias sociales: lo público no se agota en el aparato estatal. Esto supone respetar los justos títulos de la sociedad civil (ignorados, por ejemplo, por quienes querían obligar a abortar a los centros de salud con ideario religioso). Pero también supone ciertas características singulares que efectivamente permitan a las organizaciones sociales responder de manera adecuada ante los bienes en cuestión. En estos casos, se requiere ir más allá de la soberanía del Estado, pero sin renunciar por ello a una articulación social robusta. Y eso es precisamente lo que busca la subsidiariedad. Un Estado activo, pero no avasallador.

COROLARIO: LA SUBSIDIARIEDAD Y LA IZQUIERDA

Todo esto podría resultar insuficiente para persuadir a los lectores afines al socialismo u otras corrientes de nuestra izquierda. Me parece que hay un motivo adicional, sumamente doloroso sin duda, que tal vez ayude a percibir la importancia de la subsidiariedad. Dicho motivo es que, de las generaciones de chilenos vivos hoy, son los miembros de ese sector quienes más crudamente han experimentado el terror de un aparato estatal desatado y carente de límites –las violaciones a los derechos humanos–. Si hay un grupo que debiera reconocer, entonces, la pertinencia de la pregunta por cómo encauzar el rol del Estado, ese es el mundo de izquierda. Sobre todo, considerando que ahí, en la hora más oscura, fue la sociedad civil organizada la que socorrió a los perseguidos. Sin la Vicaría de la Solidaridad y otros esfuerzos de esa índole, las cosas habrían sido aún peores.

Y lo que busca la subsidiariedad, a fin de cuentas, es un Estado que reconozca tanto sus limitaciones como aquellas comunidades que lo anteceden. Solo de esta manera será posible favorecer a la sociedad civil y, con ello, a las personas que la integran. Todo lo cual confirma la necesidad de ser muy cuidadosos al examinar estas materias: no vaya a ser que, por vaciar la tina, tiremos a la valiosa guagua que ella contiene. MSJ

(1) Ryan T. Anderson y Robert P. George, “The Baby and the Bathwater”, National Affairs 46 (Fall 2019).
(2) Benedicto XVI, “Discurso a los participantes en la XIV sesión plenaria de la Academia Pontifica de Ciencias Sociales”, sábado 3 de mayo de 2008 (disponible en www.vatican.va).

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Fuente. Artículo publicado en Revista Mensaje N° 697, marzo-abril de 2021.

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