Conocí y admiré a Roberto Garretón y a Fabiola Letelier en la Vicaría de la Solidaridad de fines de los años setenta y comienzos de los ochenta, en plena dictadura, en la defensa de los derechos humanos. Trabajé con ellos y aprendí de ellos junto a los trabajadores —abogados, asistentes sociales, médicos, sicólogos, periodistas, personal administrativo, sacerdotes y laicos— de esa iniciativa inédita e imperecedera del Cardenal Raúl Silva Henríquez que él mismo definiera como “la voz de los que no tienen voz”.
El segundo piso de Plaza de Armas 444, sede de la Vicaría, era un lugar de encuentro de esa “Iglesia viva” como la llamó Dom Helder Camara en una visita a Chile por esos años, convencidos de que los “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (Constitución Pastoral de la Iglesia en el Mundo Actual, 1).
Era la experiencia de una Iglesia encarnada en la historia; la Iglesia entendida como Pueblo de Dios (como la definiera el Concilio Vaticano II), a pesar de la incomprensión de tantos. Ahí concurrían, y buscaban refugio, y se reunían los familiares de los detenidos-desaparecidos y ejecutados políticos —más de 3.000, según el Informe Rettig—, de los detenidos ilegalmente en lugares clandestinos y los torturados —más de 30.000, según el Informe Valech—, de los presos políticos, los exiliados y las víctimas de la represión y las violaciones a los derechos humanos cometidos bajo la dictadura.
Ellos eran los rostros muy concretos que constituían la razón de ser de la Vicaría de la Solidaridad y de la Iglesia de ese entonces, pero también el equipo humano de excepción que ahí trabajaba en el día a día de los intentos por hacer carne esa máxima que el Cardenal Silva Henríquez plasmara en un seminario internacional: “Por el derecho a ser persona”. Ahí estaba el equipo de asistentes sociales de María Luisa Sepúlveda, Norma Muñoz, Vicky Baeza y Ximena Taibo. Ahí estaba el equipo jurídico con Roberto Garretón, Alejandro González, Carmen Hertz, Álvaro Varela, Jaime Esponda, Héctor Salazar, Rosa Merie Bornand, Luis Toro; junto con ellos los abogados externos —que no tenían nada de externos— como Fabiola Letelier, Alfonso Insunza, Andrés Aylwin, José Galeano, Pedro Barría, Héctor Salazar y Nelson Caucoto, solo por mencionar a algunos.
VOLUNTAD DE ACOGIDA Y LUCHA SIN CUARTEL
En ese empeño sobresalía el testimonio limpio, el trabajo acucioso, la voluntad de acogida, la lucha sin cuartel, de personas como Roberto Garretón y Fabiola Letelier. Tal vez bajo los conceptos de “evaluación de desempeño” de nuestros días, de los estándares y los benchmark en términos de productividad, lo nuestro era un desastre: perdimos casi todos los casos durante 15 años de incansable trabajo jurídico. Y no es que no le pusiéramos empeño, o que el Derecho —así, con mayúscula— no nos asistiera o no estuviera de nuestra parte, especialmente el Derecho Internacional sobre DD.HH. que se abría paso por esos años, sino que enfrentábamos a una dictadura brutal y un Poder Judicial y, sobre todo, una Corte Suprema que practicaron la denegación sistemática de justicia, transformándose objetivamente en cómplices activos de la dictadura.
¿Qué hace que un abogado de la Empresa de Agua Potable, experto en temas laborales, opositor al gobierno de la Unidad Popular, demócrata cristiano, se transforme en abogado de derechos humanos? El golpe de Estado, la brutalidad de la represión, los juicios ante los Consejos de Guerra —en que, por primera vez, se enfrenta a la realidad de la tortura— y el compromiso de la Iglesia, primero bajo la forma ecuménica del Comité Pro Paz y luego en la Vicaría de la Solidaridad creada por el cardenal Silva Henríquez como parte del Arzobispado de Santiago bajo las normas del derecho canónico —pues bajo la legalidad de la dictadura habría sido imposible—, son las situaciones, la realidad y los argumentos que conducen a Roberto Garretón Merino —según su propio relato— a dedicar el resto de sus días a la causa de los derechos humanos.
¿Qué hace que una abogada de Temuco, hija de padre masón y militante del Partido Radical y de la educación pública, termine incorporándose al mismo Comité Pro Paz, donde conoce a Roberto Garretón, y a la Vicaría de la Solidaridad, como abogada externa, dedicada también por el resto de sus días a la defensa de los derechos humanos? Ya en sus ocho años en los Estados Unidos (1963–1970) se había sensibilizado con el movimiento de los derechos civiles, trabajando en la OEA en el estatuto jurídico de la mujer en Chile y América Latina. El golpe de Estado la hizo girar al Derecho Penal, asumiendo la defensa de los primeros procesados ante los Consejos de Guerra, siendo después profundamente impactada por el asesinato de su hermano, Orlando Letelier, por parte de la DINA, en Washington D.C., en 1976. Se convertiría también en fundadora y presidenta del Comité de Defensa de los Derechos del Pueblo (CODEPU) entre 1980 Y 1998.
Fue bajo la realidad de la denegación sistemática de justicia frente a las graves violaciones de los derechos humanos cometidas bajo la dictadura que se forjó el temple y la vocación de Roberto Garretón y Fabiola Letelier. Ellos nunca se doblegaron, se volvían a levantar después de cada derrota judicial, enfrentaban cada caso como si fuera el primero, sacaban la voz en el foro y fuera de él, proclamando la verdad a tiempo y a destiempo, trabajando siempre en equipo, con un coraje que producía contagio y admiración entre quienes nunca dejamos de aprender. Después vendrían los reconocimientos, los premios, y los homenajes —Fabiola Letelier recibiría el Premio Nacional de DD.HH. en 2018 y Roberto Garretón en 2020—, todos ellos muy merecidos, a la vez que insuficientes.
LA VICARÍA SALVÓ MUCHAS VIDAS
Con Roberto era el encuentro de todos los días, ahí en el altillo del segundo piso de Plaza de Armas 444, donde teníamos nuestras oficinas. Nuestra especialidad eran los recursos de amparo —casi todos ellos sistemáticamente rechazados y los pocos que fueron acogidos nunca fueron cumplidos—, las defensas en causas sobre presos políticos, las querellas por diversos delitos —entre ellos el de “violencias innecesarias” como llamaba el Código de Justicia Militar a la tortura—, los innumerables alegatos en la Corte de Apelaciones y la Corte Suprema, las frustraciones de todos los días y las esperanzas de que al día siguiente pudiera ser mejor: “A pesar de que perdíamos, perdíamos y perdíamos todos los juicios y recursos, no perdíamos las esperanzas que a la próxima sí tendríamos éxito”, afirma Roberto Garretón en una entrevista (1).
Roberto era capaz de recordar cada fallo, cada argumento, cada aspecto de la doctrina y la jurisprudencia en una era que no era cosa de hacer un click como en internet, sino de pesados fajos de causas judiciales sistemáticamente organizadas en el archivo de la Vicaría por el trabajo acucioso de José Manuel Parada y su equipo (más tarde, los “Archivos del Cardenal”, como los llamó una popular serie de TV, fueron microfilmados por la Universidad de Notre Dame y se convertirían en la principal fuente de información de la Comisión sobre Verdad y Reconciliación). Generalmente almorzábamos en el club del Colegio de Abogados o en algún “rápido”, camino a los tribunales. También salíamos a terreno. Recuerdo una vez que nos dirigimos a una “ratonera” —una persona era retenida por la CNI en su casa esperando que llegaran otros “subversivos” o “terroristas”, en el lenguaje de la dictadura—. Desde la vereda, abriendo la reja de entrada, Roberto gritaba hacia el interior exigiendo la salida de los agentes, por ser su presencia y métodos “contrarios a la ley”.
Todo esto acompañado de escritos, de recursos judiciales, de apelaciones, de alegatos, y de mucho testimonio. Ahí estaban siempre Roberto Garretón y Fabiola Letelier, mostrando un camino, alentando a los que íbamos flaqueando frente a tanta adversidad, sabiendo que en cada caso había personas de carne y hueso, rostros concretos de víctimas que clamaban al cielo frente a tanta injusticia. Perdimos casi todos los casos, pero la Vicaría salvó muchas vidas. ¡Qué diferencia con lo que ocurría en Argentina, por ejemplo, en esos mismos años!
También había un contacto muy estrecho con las innumerables muestras de solidaridad internacional: grupos y organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional, bajo el liderazgo de José Zalaquett, el Consejo Mundial de Iglesias Cristianas que nos apoyaba moral y financieramente, junto con otras fuentes de financiamiento que practicaron una activa solidaridad; y las visitas a Ginebra para declarar ante el relator de la ONU sobre violaciones a los derechos humanos en Chile. Fue en contra la acción de ese relator que la dictadura llamó a una “Consulta” en 1978, con un voto escrito en los siguientes términos: “Frente a la agresión internacional desatada en contra del Gobierno de nuestra Patria, respaldo al Presidente de la República en su defensa de la dignidad de Chile, y reafirmo la legitimidad del Gobierno de la República para encabezar soberanamente el proceso de institucionalización del país”, con una bandera chilena en el SÍ y una bandera negra en el NO.
Podría pensarse que una situación como esa era propia de Macondo, del realismo mágico o surrealismo que ha sido tan característico de América Latina; pero no tenía nada de mágico ni de surrealista, era la realidad pura y dura de los regímenes burocrático-autoritarios, como los llamara la ciencia política, instalados en la región en los años sesenta (Brasil) y setenta (Uruguay, Chile y Argentina). Eran los países del Cono Sur comprometidos en la práctica sistemática del terrorismo de Estado y las violaciones a los derechos humanos expresados, por ejemplo, en la siniestra “Operación Cóndor”, basada en la coordinación de los servicios de inteligencia de la región.
Fabiola Letelier no descansó hasta obtener, en representación de su familia y con un gran equipo de abogados —ambos siempre trabajaron en equipo— la condena y detención, en 1995, de Manuel Contreras y Pedro Espinoza por su participación en el asesinato de Orlando Letelier. A fines de esa década Roberto Garretón participó, junto con Pamela Pereira, en la Mesa de Diálogo formada bajo el gobierno del presidente Frei. En 1990–93 se había desempeñado como Encargado de Asuntos de Derechos Humanos de la Cancillería y desde 2001 fue representante del Alto Comisionado de Derechos Humanos para América Latina.
CONVICCIONES PROFUNDAS
Roberto Garretón y Fabiola Letelier estuvieron en el registro —histórico y no solo judicial— de todos esos episodios y cadenas del terror y del horror que nos hablan de los signos de muerte de una región desangrada por ese entonces en la lucha fratricida de sus hijos, como el cardenal Silva Henríquez lo consignara y denunciara tantas veces en homilías y acciones propias de la “Iglesia profética” de esos años. Roberto y Fabiola estuvieron ahí no solo en modo de denuncia —nadie como ellos lo hacía mejor— sino de anuncio. Nunca los vi abatidos. No tenían la fe del carbonero, sino de quienes se mueven por convicciones profundas, de los que pertenecen a la estirpe de los imprescindibles.
Con Fabiola Letelier me unía además una de mis funciones profesionales que consistía en la coordinación de los abogados externos. Mes a mes, en forma pormenorizada y sistemática pasábamos revista a cada una de las causas judiciales en tramitación, y me tocaba la ingrata labor de hacer la liquidación correspondiente de sus honorarios. Digo ingrata y lo hacía con bastante pudor porque todo era bastante simbólico, especialmente en consideración a la enorme entrega personal y profesional de nuestros abogados externos. Muchos de ellos siguen hasta el día con causas de derechos humanos.
No se me escapa que tras la recuperación de la democracia en 1990 tuvimos que hacer frente a las tensiones que emergieron entre las posibilidades y limitaciones de una transición democrática y el legado de la dictadura en términos de las violaciones a los derechos humanos. Recuerdo haber conversado el tema con Roberto Garretón en los años noventa, en un ambiente no exento de tensiones. Mientras él no tenía mayor tolerancia hacia las concesiones de la transición, yo procuraba explicarlas con distintos tipos de consideraciones y argumentos, desde mi rol de político y cientista político. No había caso. Hay ciertas cosas en que Roberto no estaba dispuesto a transar. Creo que uno de mis últimos argumentos —hace un par de años, en el Museo de la Memoria, cuando nuestro partido, la Democracia Cristiana, hizo un reconocimiento hacia quienes habíamos trabajado en el campo de los derechos humanos— fue sostener de mi parte que en ninguna de las transiciones en el mundo, bajo la “tercera ola” de democratización —me refería a los 91 cambios de régimen político que han tenido lugar en 79 países entre 1974 y 2012 (2)— se habían alcanzado los avances que Chile pudo exhibir en materia de verdad, justicia y reparación frente a las graves violaciones de los derechos humanos cometidos bajo la dictadura. Era todo inútil. Me daba cuenta de que los argumentos del político y el cientista político chocaban con quien no estaba dispuesto a transigir, ni siquiera bajo la aparente contundencia de las estadísticas, frente al valor universal de los derechos humanos, causa que abrazó hasta el día de su muerte. MSJ
(1) “Derechos humanos: La fuerza de la verdad. El Comité Pro Paz y la Vicaría de la Solidaridad. Conversaciones con Roberto Garretón”, por Elizabeth Lira. Persona y Sociedad, 2003, vol. 17, N°3, pp. 75–83.
(2) El tema lo desarrollo en el libro Pasión por lo Posible (Aylwin, la transición y la Concertación), Ediciones UDP, 2020, pp. 120 y siguientes.
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 706, enero-febrero de 2022.