Revista Mensaje Nº 696. «Nueva Constitución: Abrir espacios a la sociedad civil»

Es importante la participación de las organizaciones de la sociedad civil en el trabajo constituyente. Esas instancias merecen espacios: gozan de la confianza de la gente, mientras los partidos políticos languidecen.

En Chile existe una vasta red de organizaciones de la sociedad civil, que cobró un gran impulso durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva con la creación de las juntas de vecinos y las organizaciones campesinas, y que sufrió un duro golpe durante la dictadura militar. Desde el retorno a la democracia, esas organizaciones se han multiplicado y diversificado, cubriendo prácticamente todos los campos de interés (1).

Según el Centro de Políticas Públicas de la PUC el año 2020 habría 319.000 organizaciones inscritas legalmente, con un crecimiento exponencial medido a partir del 2006. Las que más abundan son de tipo funcional. Se dedican al desarrollo social y la vivienda y a la cultura y el deporte. Por lo general, gozan de la confianza ciudadana. Están cerca de la gente en sus problemas más candentes y su acción es apreciada. Rompen el muro del aislamiento y potencian la capacidad de acción de los ciudadanos. Alcanzan un 70% de valoración positiva.

Se trata de una red asociativa que funciona de forma más o menos silenciosa durante los períodos de normalidad. Cuando un problema se agudiza, salta a la palestra pública. Pero, sobre todo, se hace visible durante las crisis nacionales, sea por eventos de la naturaleza, sea por problemas económicos o sociales.

Por el reconocimiento que han recibido por parte de la ley, sus dirigentes se sienten empoderados, así como portadores del interés de los afiliados a su organización. La ley de Juntas de Vecinos marcó un hito y, más recientemente, la Ley N° 20.500 facilitó la obtención de personalidad jurídica y resaltó el papel de las organizaciones cuya finalidad es promover el interés general en diversas materias, creando un fondo de apoyo y estableciendo mecanismos de participación de dichas organizaciones en la gestión pública.

UN ACTOR SOCIAL  IMPRESCINDIBLE

Las organizaciones de la sociedad civil (OSC) se han convertido en la contraparte natural de las políticas públicas. Hacen valer sus puntos de vista e intervienen en el proceso de deliberación política (2). No solo dirigen su acción hacia el Estado, sino también están presentes en el mercado a través de organizaciones tradicionales como los sindicatos y las agrupaciones empresariales, y también con la aparición de los consumidores y de los grupos preocupados por el cuidado del medio ambiente y el desarrollo sustentable. El derecho de los consumidores ha tenido un notable desarrollo asociativo y legal. Otro tanto se puede decir con la institucionalidad medioambiental y el papel de la ciudadanía organizada durante la tramitación de los permisos de impacto ambiental de los proyectos de inversión.

Las nuevas tecnologías de la comunicación han amplificado su radio de acción y facilitado su intervención en los asuntos públicos. El sector emplea ingentes recursos financieros y humanos: es responsable por el 2,1% del PIB, multiplicando en poco tiempo el volumen de los recursos que gestiona.

Esta red tiene hoy un estatus constitucional. En el artículo 1° de la Carta Fundamental se afirma que “el Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad civil y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”. Sin embargo, al referirse a algunas de esas organizaciones, como los sindicatos y los colegios profesionales, desconoce su naturaleza específica y limita su acción, es decir, manifiesta un cierto recelo al respecto.

Sin duda, este será un tema debatido en la futura Convención Constitucional. Es de esperar que, siguiendo el principio de solidaridad y el derecho de asociación, se establezca un estatuto más coherente de los organismos de la sociedad civil y de su participación en la administración el Estado, siguiendo el camino abierto por la Ley N° 20.500.

UN NUEVO HORIZONTE

Mientras el capitalismo industrial se expandió gracias al dinamismo del mercado fundado en el eje empleador-trabajador, la sociedad llamada postindustrial o de la información se ha estructurado en torno a otras realidades. Se han multiplicado los temas de interés público en correspondencia con una mayor complejidad social y tanto la estructura del Estado como la del mercado han sido sobrepasadas. Hoy emerge fuertemente la sociedad civil a nivel global. Están presentes sus organizaciones tanto en la vida del barrio, en el municipio, en el consultorio de salud, así como en las asociaciones que se ocupan de los derechos de los consumidores, de los derechos humanos, etc.

La ONU y sus diversos organismos han admitido la presencia de las OSC bajo la denominación de Organizaciones No Gubernamentales (ONG), dándoles a algunas un estatus especial a través de un Comité ad hoc creado por el Consejo Económico y Social (ECOSOC) o el Departamento de Comunicación Global (DPI). Son cerca de mil quinientas. Además, las ONG se dirigen directamente a la opinión pública mundial denunciando problemas sociales o medioambientales, y ningún gobierno puede sustraerse a su mirada escrutadora.

Este fenómeno implica la emergencia de una nueva conciencia de lo que podemos llamar “una ciudadanía global”, que se manifiesta con fuerza. En tal escenario, la globalización de la ciudadanía ha ido al paso de la mundialización de los mercados y al surgimiento de desafíos internacionales que ningún país puede resolver por sí mismo. La esfera política está atrasada —lo que tal vez sea una de las causas de su desprestigio— y los ciudadanos quisieran un avance más rápido en la regulación de los procesos económicos y en una arquitectura mundial capaz de enfrentar los problemas: en la actual pandemia, por ejemplo, ha quedado al desnudo la insuficiencia en la capacidad de gobiernos y organizaciones internacionales, entre ellas la OMS, para una acción verdaderamente coordinada. Otra evidencia, por lo demás, está en que los mismos objetivos del milenio de la ONU se han ido postergando.

En relación con estas materias, resulta pertinente recordar cómo en la encíclica Fratelli tutti el papa Francisco afirma: “Hay que mirar lo global, que nos rescata de la mezquindad casera. Cuando la casa ya no es hogar, sino que es encierro, calabozo, lo global nos va rescatando porque es como la causa final que nos atrae hacia la plenitud. Simultáneamente, hay que asumir con cordialidad lo local, porque tiene algo que lo global no posee: ser levadura, enriquecer, poner en marcha mecanismos de subsidiaridad. Por lo tanto, la fraternidad universal y la amistad social dentro de cada sociedad son dos polos inseparables y coesenciales. Separarlos lleva a una deformación y a una polarización dañina” (142).

UN PUNTO DE ENCUENTRO

El concepto de “sociedad civil” se ha convertido en un punto de encuentro de diversas tradiciones de la filosofía política. Se la puede definir por delimitación: lo que no es la esfera del poder público o del mercado. Allí donde viven las personas y se organizan sin proyectar una acción política estricta, que en la sociedad moderna se canaliza principalmente a través de los partidos políticos, únicos entes que según el derecho público chileno pueden presentar directamente candidatos a cargos de elección popular (3); y cuando no participan activamente en los procesos productivos, financieros o comerciales.

Dicho lo anterior, queda una amplia esfera para la acción ciudadana, que sin embargo tendrá una dimensión política en cuanto pretenda incidir en el curso de la evolución social y principalmente en las decisiones públicas. Puede también ser relevante en el funcionamiento de la economía. Lo que distingue a estas organizaciones es que no tienen fines de lucro ni se definen por el ejercicio del poder público.

Al analiza un mapa actual de las OSC a nivel global, se puede advertir que son fuertes en los países democráticos, inexistentes en los regímenes autoritarios y particularmente dinámicas en las naciones de tradición anglosajona, como, por ejemplo, la India, Canadá, Australia y nueva Zelanda. Esta tendencia, más propia de ese tipo de cultura que Tocqueville describe bien en la sociedad norteamericana, se ha ido expandiendo a los demás países democráticos, entre ellos a América Latina.

FAVORECER LA ASOCIATIVIDAD HUMANA

La socialización fue uno de los signos de los tiempos descritos por Juan XXIII en la encíclica Mater et Magistra (Capítulo X), entendida como un progresivo multiplicarse de las relaciones de convivencia para que las personas puedan alcanzar en común ciertos bienes o reivindicar ciertos derechos. Así han surgido organizaciones, movimientos, asociaciones e instituciones propias de una sociedad vital y solidaria. Juan XXIII señalaba el deber del Estado de favorecer y amparar ese principio de asociatividad humana, sin intervenir en el manejo interno de las organizaciones (4).

Hoy en día, cualquiera que sea la adscripción doctrinaria o ideológica, resulta imposible obviar el tema de la sociedad organizada, de los ciudadanos que se agrupan tras diversas causas. Ello se vuelve cada vez más fuerte en la misma medida en que los partidos políticos languidecen y en que cunde la desconfianza ante las instituciones tanto públicas como privadas. El nuevo ciudadano, con una cada vez mayor conciencia universal, quiere defender directamente sus derechos y condicionar a los poderes públicos y económicos. A veces se han formado partidos políticos surgidos de la sociedad civil, como ocurre con los Partidos Verdes, o se han organizado corrientes dentro de partidos amplios y flexibles, o bien se han mantenido en la sociedad civil actuando en el mercado y frente al Estado.

La sociedad es un entrecruce de relaciones, estructuras e instituciones, todo ello a la luz de ciertos valores y creencias comunes y de la construcción de un universo simbólico. La esfera de lo público está sumida en ese mundo y el Estado no puede pretender abarcar todos los ámbitos de la vida social. Como la ley siempre es limitada, es un signo de madurez democrática la apertura del ágora a las voces de la sociedad y sus organizaciones, que en una democracia representativa siempre exceden los canales de comunicaciones formales con las autoridades, tanto en su gestación como en su ejercicio. Otro tanto ha ocurrido en el campo económico, dando origen al concepto de responsabilidad social empresarial y al desarrollo sustentable.

EL BAILE DE LAS IDENTIDADES

En la actualidad han resurgido con fuerza las organizaciones y movimientos que toman pie en la propia identidad, sobre todo cuando ella es negada o ignorada. Así ocurre con el movimiento feminista, las minorías sexuales, las organizaciones que defienden los derechos de una raza o una cultura o de los pueblos originarios. La globalización y el debilitamiento de los vínculos políticos del Estado han volcado a los individuos hacia su identidad más básica, incluso con fundamento biológico.

Estos movimientos identitarios buscan un espacio en una sociedad que, por definición, se ha construido en base a conceptos y normas universales, es decir, a lo que define a todos los ciudadanos por igual, y que por lo mismo se muestra reacia a aceptar estas nuevas reivindicaciones. Son sociedades esquizofrénicas: por un lado, enaltecen al ciudadano y, por otro, discriminan. Entonces, tienen que repensarse a partir de las entidades particulares que la componen sin renunciar a la igualdad formal.

Una grieta particularmente incandescente en algunos lugares es la que se produce entre un Estado que se proclama laico y, por tanto, respetuoso de las libertades de pensamiento y de religión, y una sociedad que en la práctica margina a los miembros de ciertas creencias, por lo general provenientes de la inmigración y de un pasado colonial. Entre nosotros este problema se presenta de otra forma en el llamado “conflicto mapuche”. Hay un Estado que proclama la igualdad de todos ante la ley y una sociedad que le cuesta reconocer el despojo de las tierras mapuches y que en los hechos discrimina por motivos raciales. Últimamente se ha producido una proliferación de organizaciones que se ocupan de los derechos de los pueblos originarios y se ha revitalizado el interés académico sobre el tema indígena. Este asunto estará muy presente en los debates de la futura Convención Constitucional, sobre todo por la presencia de representantes de los pueblos originarios elegidos por ellos mismos.

Uno de los mayores desafíos de la sociedad democrática es terminar con ese tipo de brechas y discriminaciones, reconocer igual estatus a todos, cada cual, con su propia identidad, y a partir de ese acto de acogida, reforzar los vínculos políticos más allá de las identidades particulares. Vivimos en sociedades crecientemente multiculturales.

Este paso a un nivel superior, que es el del debate propiamente político de los asuntos públicos, no debe negar la sociedad civil, sino que asumir sus voces diversas, integrarlas a la deliberación y, a partir de ahí, adoptar las decisiones políticas que competen a los diversos poderes del Estado. Todo ello, en un ambiente de respeto y libertad.

A nivel global, la conciencia de la propia identidad cultural no debe encerrarse en sí misma, negando la dimensión universal de solidaridad en la lucha por ciertos derechos y valores o en la respuesta a nuevos desafíos o exigencias de justicia. Es el peligro del nacionalismo estrecho y la xenofobia. El papa Francisco también nos advierte en Fratelli tutti: “Reconozcamos que una persona, mientras menos amplitud tenga en su mente y en su corazón, menos podrá interpretar la realidad cercana donde está inmersa. Sin la relación y el contraste con quien es diferente, es difícil percibirse clara y completamente a sí mismo y a la propia tierra, ya que las demás culturas no son enemigos de los que hay que preservarse, sino que son reflejos distintos de la riqueza inagotable de la vida humana. Mirándose a sí mismo con el punto de referencia del otro, de lo diverso, cada uno puede reconocer mejor las peculiaridades de su persona y de su cultura: sus riquezas, sus posibilidades y sus límites. La experiencia que se realiza en un lugar debe ser desarrollada ‘en contraste’ y ‘en sintonía’ con las experiencias de otros que viven en contextos culturales diferentes (5)” (147).

Se trata, pues, de abrir las identidades particulares hacia una dimensión política nacional y universal: de la asociatividad social a la acción política, manteniendo entre ambas dimensiones una relación constante, aunque a veces asomen los conflictos. Solo así se mantendrá la vitalidad de la democracia y se podrá alcanzar la eficacia en la lucha por los ideales que se sustentan.

SOLIDARIDAD, SUBSIDARIEDAD Y AUTONOMÍA

La asociatividad en la sociedad civil nace de la necesidad urgente o del altruismo. Se unen las personas para hacer enfrentar la emergencia que las afectan directamente o bien son movidas por los valores: lo hacen para ayudar y sostener a los más desvalidos, a los que la sociedad margina o descarta. En ambas situaciones los mueve la solidaridad, entendida como la unión de las fuerzas y energías para bregar por algo, y como la responsabilidad compartida de hacerse cargo del destino de los demás.

La solidaridad aparece, entonces, como un principio activo de la sociedad, que el Estado debe reconocer y fomentar. Es el motor de la acción ciudadana. La autoridad política debe alentar esa actividad, recoger sus aportes y mantener un diálogo permanente con las organizaciones que nacen de ella.

Pero no debe hacerlo solo de arriba hacia abajo, desde la cúspide del Estado hacia los ciudadanos, sino también en sentido inverso, para no caer en el paternalismo o en la manipulación de las OSC, tan común en los regímenes autoritarios y en los movimientos populistas verticales. Aquí surge el principio de subsidiariedad en su sentido auténtico: los problemas deben resolverse con la gente, al nivel más cercano posible, mediante un Estado descentralizado y desconcentrado en el territorio. Se trata de que en su actividad el Estado supere el esquema del servicio y del cliente, para entender que al ejercer sus potestades públicas y las correspondientes prestaciones sociales solo está cumpliendo con el deber de respetar y promover los derechos humanos, y que los beneficiarios son ciudadanos soberanos en quienes reside la fuente de legitimidad de su poder.

Por eso los servicios públicos deben no solo resolver las demandas sociales, sino también contribuir a potenciar a los ciudadanos para que ellos mismos hagan frente a sus problemas solidariamente. “Por ejemplo, ‘no se puede abordar el escándalo de la pobreza promoviendo estrategias de contención que únicamente tranquilicen y conviertan a los pobres en seres domesticados e inofensivos. Qué triste ver cuando detrás de supuestas obras altruistas, se reduce al otro a la pasividad’ (6). Lo que se necesita es que haya diversos cauces de expresión y de participación social. La educación está al servicio de ese camino para que cada ser humano pueda ser artífice de su destino. Aquí muestra su valor el principio de subsidiariedad, inseparable del principio de solidaridad” (7).

Ello supone un diálogo permanente vertical y horizontal que vaya ensanchando los espacios de encuentro y participación. Así, la política recuperará su legitimidad en el empeño constante por un bien común en cuya definición todos tienen una palabra que decir.

Se ha distorsionado el principio de subsidiariedad haciéndolo confluir con la visión neoliberal, poniendo límites y cortapisas a la acción del Estado, principalmente en la economía. Pese a que la actual Constitución en ningún momento se refiere a la subsidiariedad, la doctrina jurídica y la jurisprudencia se ha desarrollado en ese equívoco, principalmente cuando tratan del concepto de “orden público económico”. Desde su formulación en el pensamiento social de la Iglesia en la encíclica Quadragesimo anno, luego de la gran depresión de 1929, la subsidiariedad no está concebida para postular un Estado “mínimo” frente a un mercado fuerte, sino para acercar la autoridad a los ciudadanos y lograr una relación virtuosa entre Estado, mercado y sociedad civil (8).

Para lograrlo es preciso que las autoridades reconozcan la autonomía de las OSC, es decir, que no interfieran en su funcionamiento, ni manipulen la elección de sus dirigentes o sus acciones. La autonomía debe ser una norma constitucional. Corresponderá luego a la ley regular la constitución de estas organizaciones, la obtención de la personalidad jurídica y la transparencia en el manejo de sus recursos, pero respetando el derecho a decidir por sí mismas.

Si no se desarrolla una sociedad civil fuerte, plural, libre y orientada al interés general, y cada individuo se encierra en sí mismo, indiferente a los demás y al destino de la sociedad, se crean las condiciones —según Tocqueville— para el moderno despotismo: un líder providencial se podría apoderar del poder y moldear una sociedad atomizada a su imagen y semejanza, manteniendo a los individuos en una etapa infantil, impidiéndoles reflexionar, deliberar y comunicar. Muchas veces, podrá asumir el rostro del populismo.

Una sociedad civil viva y activa es la mejor garantía de salud de una democracia y el antídoto más eficaz para evitar cualquier desviación o abuso de poder.

El llamado “tercer sector”, que se ha expandido vigorosamente entre nosotros y ha intensificado sus nexos internacionales, es un factor positivo y decisivo para superar la crisis política que vivimos, y debiera ser un importante protagonista en la nueva etapa que se ha abierto con el plebiscito del 25 de octubre. MSJ

(1) Centro de Políticas Públicas UC, Mapa de las organizaciones de la sociedad civil 2015. Actualización al 2020.
(2) Centro de Políticas Públicas UC, 2016. Las organizaciones de la sociedad civil desde su marco jurídico e institucional: Configurando un actor social. Santiago: Centro de Políticas Públicas UC.
(3) Los líderes de la sociedad civil organizada si quieren postular a una de esas investiduras, tienen que hacerlo como independientes o ser admitidos en alguna lista de un partido político.
(4) Juan XXIII afirma: “Es indudable que este progreso de las relaciones sociales acarrea numerosas ventajas y beneficios. En efecto, permite que se satisfagan mejor muchos derechos de la persona humana, sobre todo los llamados económico-sociales, los cuales atienden fundamentalmente a las exigencias de la vida humana: el cuidado de la salud, una instrucción básica más profunda y extensa, una formación profesional más completa, la vivienda, el trabajo, el descanso conveniente y una honesta recreación”.
(5) Hace referencia a “Discurso a los cardenales” del papa Juan Pablo II (21 diciembre 1984), 4: AAS 76, 506.
(6) Cita corresponde a discurso del papa Francisco ante los movimientos populares, 24 de octubre de 2014. AAS 106, 852.
(7) Fratelli tutti N° 187.
(8) Quadragesimo anno: “Sigue en pie en la filosofía social un gravísimo principio, inamovible e inmutable: así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, porque daña y perturba gravemente el recto orden social, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por sí mismas, y atribuirlo a una comunidad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, en virtud de su propia naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero nunca destruirlos ni absorberlos”.

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje Nº 696, enero-febrero de 2021.

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