Cuando ya se han cumplido dos años desde que comenzamos a oír hablar del coronavirus (entonces asociado a una lejana ciudad china llamada Wuhan), ¿qué pensar de aquella profecía que muchos quisimos creer de que «de esto saldremos más fuertes» (o más sabios, o más unidos)? Aún no hemos salido, pero el final parece más cercano. Ya las sucesivas olas no parece que generen el mismo pánico. Quizás, en todo caso, más hastío.
Mi sensación primera es que saldremos —cuando por fin salgamos— más débiles.
No todos. Algunos se han enriquecido, haciendo verdad el eterno refrán de que «a río revuelto, ganancia de pescadores». Otros han aprovechado la coyuntura para actuar con una mezcla de impunidad, desfachatez y descontrol.
Pero, la mayoría, en algunos aspectos de la vida, salimos debilitados.
1) Salimos más divididos. Creímos que, ante la tragedia, uniríamos esfuerzos, tiraríamos barreras, arrimaríamos juntos el hombro. Fue un espejismo en forma de aplausos que se probaron vacíos. En cuanto acabó el confinamiento volvieron las batallas ideológicas, reforzadas con posicionamientos en torno al virus, las medidas, las vacunas, la sanidad, y con la eterna maldición del doble rasero —a los propios se les acepta todo, a los ajenos se les critica todo—.
2) Salimos más pobres. Los datos están ahí. La brecha entre los más ricos y los demás no ha dejado de crecer. Mucha gente se resiente por el cese de actividad. Los precios se disparan y restan poder adquisitivo a las personas —y eso, para quien ya tiene poco, es un trastorno terrible—. Mucha gente quizás no lo note tanto. Y muchos de nosotros —que tenemos la vida más o menos solucionada— no deberíamos quejarnos en primera persona, sino en tercera, en nombre de tantas personas que están en situaciones cada vez más precarias y vulnerables.
3) Salimos más enfadados. Estamos hartos, crispados, suspicaces. Saltamos a la mínima. Y en parte se entiende.
4) Salimos con sensación de impotencia. Da la sensación de que aquí no hay liderazgos que busquen el bien común, sino una batalla sin cuartel por bienes particulares. El liderazgo político está demostrando una inoperancia brutal, disfrazada tras discursos grandilocuentes y medidas que, a estas alturas, son de rechifla. Muchos profesionales que lo han dado todo se han visto pisoteados una y otra vez. El liderazgo económico lo ostentan, con descaro, grandes corporaciones cada vez más poderosas, más impunes y con menos trabas para convertirse en verdaderos imperios globales. Los medios de comunicación bailan la música del poder que les paga.
5) Salimos más dispuestos a evadirnos. El streaming, los bailes en redes amables, los video juegos, cualquier medio que permita escapar parece mejor que mirar a esta realidad sombría. Ante la impotencia, huimos.
Pero ojo, no todo es descorazonador. ¿Hay algo en lo que salgamos más fuertes? Quiero creer que sí. Que habrá quien haya reordenado prioridades, comprendido lo valioso de lo que dábamos por sentado, recuperado una fe con más raíces, sentido la profunda dignidad de lo que hace y redescubierto su trabajo como vocación…
No me resigno a la derrota. Lo que me da esperanza es que creo en la fuerza que se realiza en la debilidad. Y espero, de todo corazón, que aún podamos encontrar formas de reconducir esto. Pero para ello haría falta una honestidad brutal. Quizás cuando toquemos fondo y no podamos engañarnos más la encontraremos ahí, esperándonos.
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Fuente: https://pastoralsj.org