Soledad del Villar: «Nuestro papel es abrir espacios para debates incómodos»

Esta joven teóloga explica que recién después del Concilio Vaticano II las mujeres pudieron estudiar Teología en igualdad de condiciones que los hombres, y a partir de ese momento, recién en los años sesenta, las mujeres pudieron asumir su propia voz y hablar de Dios y de la tradición desde una perspectiva femenina, releyendo los textos bíblicos con ojos críticos.

“Hay un grupo importantísimo de teólogas, cuyo enfoque me parece muy atrayente, que dicen ‘sí, es verdad, venimos de una tradición marcadamente patriarcal, pero aun así dentro de esa tradición podemos encontrar historias de mujeres y elementos que nos permiten decir que las mujeres siempre han sido parte del cristianismo, y hay aspectos del cristianismo que podemos deconstruir, pero también hay elementos que nos permiten reconstruir sobre otras bases’”, afirma esta joven historiadora, quien cursa un doctorado en Teología en Boston College.

Con ocasión del 70 aniversario de Revista Mensaje, conversamos con ella acerca de feminismo e Iglesia.

Usted escribió en una columna que “El íntimo nudo que ata al cristianismo y a sus Sagradas Escrituras con el patriarcado parece a veces imposible de desatar”. Muchos justifican el patriarcado precisamente en esto. ¿Es un nudo real? ¿Es posible desatarlo?

Ese nudo es real y hay muchos argumentos para avalar esto. El primero, específicamente si hablamos de la Biblia, es que sus autores humanos fueron todos varones o grupos de varones. En esa época, hace varios miles de años ya, era casi imposible para una mujer leer y escribir. Desde ese origen, es verdad que la perspectiva que hay tras la mayoría de los textos antiguos con que contamos es la masculina. Luego, hasta hoy, la mayoría de los cargos de liderazgo al interior de la Iglesia siguen amarrados al poder masculino y tenemos una Iglesia cuya mirada predominante ha sido la de los varones. Las posibilidades de deshacer ese nudo surgieron recién después del Concilio Vaticano II, cuando por primera vez las mujeres pudieron estudiar Teología en igualdad de condiciones que los hombres; eso fue recién en los años sesenta. A partir de ese momento las mujeres pudieron asumir su propia voz y hablar de Teología, de Dios y de la tradición desde una perspectiva femenina o feminista, y empezaron a releer los textos con ojos críticos. Hoy, uno de los caminos importantes para seguir desatando ese nudo es precisamente escuchar a esas teólogas, que tienen distintos enfoques sobre el feminismo, la fe, la religión católica, la tradición bíblica y la tradición judeo- cristiana. Efectivamente, hay un grupo importante de teólogas que dice que esta tradición es tan marcadamente patriarcal que la única posibilidad de liberación de las mujeres está fuera de esta tradición; ellas responden a un feminismo más radical o poscristiano. Pero después hay un grupo importantísimo de teólogas, cuyo enfoque me parece muy atrayente, que dicen sí, es verdad, venimos de una tradición marcadamente patriarcal, pero aun así dentro de esa tradición podemos encontrar historias de mujeres y elementos que nos permiten decir que las mujeres siempre han sido parte del cristianismo y hay aspectos del cristianismo que podemos deconstruir pero también hay elementos que nos permiten reconstruir sobre otras bases. Mirar eso, es fundamental.

Hace un par de años las religiosas de un convento carmelita en España escribieron “Hermana, yo te creo”, a las mujeres víctimas de violencia, específicamente por el caso “la manada”. ¿Por qué a veces pareciera que el feminismo es incompatible con el catolicismo?

Creo que parecen incompatibles por las caricaturas que hay de ambos lados. La caricatura del catolicismo se ancla en el énfasis conservador y en la moral sexual rígida de algunos grupos de la Iglesia católica. Si uno se queda con esa imagen rigorista de la Iglesia, efectivamente muchas de las demandas del feminismo no tienen espacio ahí. Pero reducir el feminismo solo a demandas sobre sexualidad o derecho al aborto, por ejemplo, también es una caricatura, porque si bien el aborto ha sido un tema central en muchos grupos feministas, ha dado muchas otras luchas y peleas a lo largo de la historia. Por ejemplo, hoy en Chile, si nos fijamos en la última oleada, la pelea más grande ha sido contra la violencia sexual y el abuso. Entonces, efectivamente feminismo y catolicismo se ven como opuestos en estas caricaturas, pero si uno va más allá, puede establecer algunos puentes. Yo creo que el puente fundamental es la dignidad de la mujer, la igualdad entre hombres y mujeres. En el cristianismo sabemos que somos iguales por el bautismo, no lo vivimos radicalmente en la Iglesia, pero sabemos que es así. San Pablo dice: “No hay hombre ni mujer, no hay esclavo ni libre, no hay judío ni griego…, sino que somos todos uno en Cristo Jesús”. Eso me habla de un espacio en el cual yo puedo dialogar con el feminismo, que afirma lo mismo. Angela Davis dice: “El feminismo es la idea radical de que las mujeres son personas”. Parece una idea muy radical, porque vivimos en un mundo en que la desigualdad entre hombres y mujeres es muy grande y en muchos ámbitos, pero es una idea muy simple desde la que podemos encontrar un punto en común con el feminismo.

Los teólogos parecen avanzar en “la primera línea” de los cambios en la inculturación de la fe. ¿Cuánta tensión hay dentro de la Iglesia ante los cambios que piden las mujeres? Usted, como teóloga, ¿siente esa tensión?

Es interesante la idea, porque hay teólogos que dicen justamente lo contrario. Por ejemplo, Gustavo Gutiérrez, teólogo de la liberación, dice que la teología es un momento segundo, después de la praxis eclesial; lo primero es lo concreto y cotidiano en las comunidades cristianas y lo segundo es la reflexión sobre esa praxis, que abriría el camino al cambio. Pero en los temas de feminismo, la praxis y la reflexión han sido simultáneas. Al menos en Chile, los grupos feministas católicos emergieron al mismo tiempo que la cuarta ola del feminismo en el resto de la sociedad. Al mirar lo que estaba pasando en las universidades, la crisis grande en la Iglesia y el enfrentarnos a una sensación de ser ciudadanas de segunda categoría en la sociedad y también en la Iglesia, surgió la necesidad de una manera de creer y de ser Iglesia que fueran distintas y de reflexionar en torno a estos temas. En el fondo, mi generación tuvo la suerte de suceder a personas que habían reflexionado antes, porque la teología feminista existe desde los años 60. Creo que efectivamente en temas de género y de moral sexual, la Iglesia más bien ha mantenido una conducta reaccionaria y los teólogos y teólogas, sobre todo los que somos laicos, hemos ido empujando una nueva manera de entender el cuerpo, la sexualidad, la relación entre hombres y mujeres, el tener hijos, el formar familia, la diversidad sexual… Son todos temas en los que por necesidad hemos tenido que ir metiéndonos, entendiéndolos y empujando a la Iglesia a tener debates incómodos pero que necesitamos tener. Ese es uno de nuestros roles principales, abrir espacios para ciertos debates, sacarle del tabú a muchos temas y más que dar las soluciones o imponer una manera de ver las cosas, abrir análisis que por mucho tiempo han estado censurados y clausurados.

Uno de esos debates incómodos es precisamente el reconocimiento de la mujer hoy dentro de la Iglesia. Su libro “Las asistentes sociales de la Vicaría de la Solidaridad” ¿pretendió reparar ese silencio en torno al papel de las mujeres en ese momento?

Sí, yo me empecé a dar cuenta, moviéndome en sectores de Iglesia más progresistas, en comunidades de base y parroquias populares, que se hablaba de los grandes sacerdotes u obispos, como Mariano Puga, el cardenal Silva Henríquez, o Enrique Alvear, que sin duda tuvieron mucho mérito, pero quienes estaban haciendo el trabajo de hormiga en las bases, eran en su mayoría mujeres. Mujeres profesionales de la Vicaría de la Solidaridad, cuyas historias yo narro en el libro, mujeres pobladoras que participaban en las capillas y religiosas que se fueron desde los colegios del barrio alto a vivir a las poblaciones. Sus historias han sido contadas muy poco o no han sido contadas, porque la narrativa se ha centrado en los grandes vicarios, abogados y sacerdotes. Y mi idea fue que ellas llegaran también al relato, para mostrar ese papel destacado que tuvieron.

¿Qué debería preocuparnos del presente?

Sin duda, lo que más me preocupa y que nos debería preocupar a todos es el cambio climático. Si bien cada año vemos más indicios de que todo está cambiando para mal o en una dirección que no conocemos, los países y las personas no estamos asumiendo la urgencia del problema y sus consecuencias. En Santiago año a año vemos como casi no llueve; los científicos informan que hay condiciones irreversibles y que tenemos que adaptarnos a esa realidad; pero al mismo tiempo en las grandes ciudades se ve todos los días la cantidad de basura que se genera, la cantidad de bencina que se consume, y hay despilfarro permanente de recursos, de comida, de energía… Es un modo de vida que está dañando el planeta. Creo que, aunque las personas podemos cooperar en las soluciones de modo individual, lo que necesitamos son iniciativas y medidas colectivas y allí debiera dirigirse la intencionalidad política.

¿Qué cree usted que lo está cambiando todo?

La pandemia ha sido una alarma para hacernos despertar sobre la crisis climática, nuestra fragilidad como seres humanos y la importancia de que nuestras vidas sigan los ritmos de la naturaleza. Creo que la irrupción de la mujer en el mundo público, que es algo que comenzó en los años sesenta, ha sido como una bola de nieve que ha ido creciendo, que está cambiando radicalmente las relaciones humanas, planteando nuevos desafíos y siendo un motor fuerte de cambio.

¿Sobre qué es usted optimista?

Esta es una respuesta que me cuesta. Creo que el ser humano moderno asumió por mucho tiempo que el futuro siempre iba a ser mejor, que estábamos progresando y que el progreso tecnológico iba a solucionar todos nuestros problemas. Pero los seres humanos posmodernos que habitamos el mundo de hoy nos hemos dado cuenta que no es así. No hay un progreso ilimitado asegurado, y que las economías crezcan indefinidamente, más que asegurarnos progresos, nos puede llevar a una catástrofe. Entonces, hoy estoy tratando de apoyarme en un optimismo diferente al basado en el progreso. Tengo esperanza en la posibilidad que tenemos como seres humanos de despertar y hacernos más conscientes de la necesidad de tener una vida más humana y más en armonía con los demás y con el medioambiente. Veo con esperanza que hoy estos temas se están conversando en Chile, especialmente entre las generaciones más jóvenes. También tengo esperanza en las personas comunes y corrientes y en nuestra posibilidad de organizarnos y cambiar nuestras urgencias para movernos hacia una sociedad más humana. Y por supuesto me hace sentir optimista y esperanzada la Convención Constituyente, porque es un espacio en que se vislumbra una manera diferente de hacer política y una apertura a los nuevos desafíos.

¿Qué pensadores cree usted que están aportando interesantes puntos de vista a la humanidad hoy?

Leo a muchos autores de la corriente de pensamiento decolonial o poscolonial; sobre todo a Boaventura de Sousa Santos, portugués, muy vinculado a los movimientos sociales, activo en el Foro Social Mundial y que intenta pensar el mundo desde la perspectiva de los que están fuera. En esa misma línea, acá en Estados Unidos hay una serie de pensadores que están releyendo la filosofía, la literatura, la teología, desde la perspectiva afroamericana o femenina, o desde aquellas voces que no han sido escuchadas. Con respecto a los autores chilenos, ha sido una fuente muy importante de inspiración para mí todo lo es el pensamiento indígena, especialmente los autores mapuches como Elicura Chihuailaf y Fernando Pairican, que miran la historia de Chile y nuestra realidad desde una cosmovisión que nos parece ajena a pesar de convivir en el mismo territorio. Si uno lee a Elicura, comprueba que él venía escribiendo y con mucha lucidez, ya desde los años ochenta, sobre la necesidad de ser parte de la creación y de no explotar el planeta. En fin, creo que esas corrientes de pensamiento no hegemónicas son las que me están alimentando mucho últimamente, para entender el mundo desde el lado de quienes han sido históricamente excluidos.

Con respecto a las teólogas, mis dos grandes favoritas son dos norteamericanas. Elisabeth Schussler Fiorenza y Elizabeth Johnson. La primera es experta en Nuevo Testamento, enseña en Harvard, y nos enseña a descubrir las historias de las mujeres en la Biblia, en los primeros siglos del cristianismo y el rol importante que ellas tenían. Ella tiene una visión de Iglesia que me atrae mucho, porque habla del discipulado de iguales que caracterizaba al grupo que seguía a Jesús y a los grupos que se formaron en los primeros siglos de la Iglesia, donde había una igualdad fundante. Señala que después, con el tiempo, se introdujeron las jerarquías del mundo greco romano, pero parte del mensaje de Jesús era precisamente desbaratar esas jerarquías e invitar a esta comunidad de hermanas y hermanos, al discipulado de iguales. Elizabeth Johnson, por su parte, es autora de uno de los libros clásicos de teología feminista, She who is, donde hace una relectura de la Biblia, tratando de encontrar imágenes femeninas de Dios en ella. Me gusta mucho su método, porque ella hace el ejercicio deconstruir lo que es patriarcal, lo que va contra la dignidad humana de las mujeres y aquello que la invisibiliza, pero luego identifica en la tradición otros elementos que ayudan a descubrir la dignidad de las mujeres y nos da a entender el Dios de los cristianos de manera más amplia. Por ejemplo, ella va a los libros del Antiguo Testamento y, al leer el libro Sabiduría, ve en la sabiduría una imagen femenina. Ese proceso de desarmar para rearmar a partir de la misma tradición, es algo que a mí como teóloga, como método, me atrae mucho y creo que toda generación de creyentes de alguna manera tiene que hacerlo. Porque nosotros recibimos la fe de una generación anterior que tuvo una síntesis: aprendió la fe en una familia, colegio, liturgia y pastoral…, pero llega un minuto en que uno se hace adulto y tiene que, de alguna manera, hacer su propia síntesis, y en hacer la propia síntesis está el enfrentarse a la tradición que ha recibido y a desafíos que la generación anterior ni siquiera se atrevía a pensar, a preguntas que nunca se le plantearon; ahí se da esta renovación dentro de la misma tradición. Es algo que me atrae mucho.

¿Qué mensaje daría usted a la humanidad del siglo XXI y qué considera clave para el futuro?

A la gente más joven le diría que es importante conectar las distintas luchas o compromisos políticos sociales en que estamos hoy con la historia y con la tradición de la cual venimos, porque no estamos empezando de cero. Y no solo hablo de la tradición cristiana, sino de nuestra historia como país, porque conocer de dónde venimos es importante. A mí como historiadora me llama la atención, en comentarios y redes sociales, como muchas veces las personas funcionan en base a prejuicios, sin conocer de dónde vienen las ideas o de dónde vienen los traumas históricos que tiene Chile, las heridas del pasado, o los logros que tenemos. Para construir algo bueno hacia el futuro no podemos desconocer el pasado. Y a la gente mayor, les diría que confíen en las nuevas generaciones, que confíen en el recambio generacional en los liderazgos y que no tengan miedo en confiarle a la nueva generación el futuro. MSJ

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Soledad del Villar. Estudiante de doctorado en Teología, Boston College. Master en Teología, Boston College, y en Historia de Chile Contemporáneo, Universidad Alberto Hurtado. Licenciada en Historia en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Autora de libro Las trabajadoras sociales del Comité Pro Paz y la Vicaría de la Solidaridad (1973 – 1983).

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