Un amor mundi vs un acabo mundi

Tal vez de octubre de 2019 a octubre de 2020 hayamos terminado de aprender lo único realmente importante. ¿Qué? Aquello que aún no existe, pero que solo con amor podemos y debemos inventar.

En algún momento más de alguien ha delirado con la idea de un acabo mundi, es decir, imaginar que se acaba el mundo, que todo termina. Si hasta los animales pudieran contagiarse con el covid-19, ¿qué futuro queda a la humanidad?

Pero no es necesario ir muy lejos para enterarnos del significado de esta antigua expresión latina. Un acabo mundi ha habido muchas veces en la historia de la humanidad, y sigue habiéndolos. Apenas transcurriros cincuenta años de la Conquista de América —a causa de las pestes, la esclavitud y las matanzas de los nativos— murió el 95% de la población de la zona caribeña. Los que quedaron supieron qué era que su mundo se desintegrara.

En nuestra zona sudamericana, los chilenos avanzaron hasta Tierra del Fuego. La empresa colonizadora extinguió los pueblos Selk’am, Yagán y Kawésqar. La misma República inició una Pacificación de la Araucanía con sables, mapas, reglas y escuadras para medir el territorio. De las 5,5 millones de hectáreas mapuche, dejó 0,5 a sus propietarios, los que fueron arrinconados en “reducciones” con las peores tierras. Muchas veces la misión cristiana trató a sus habitantes como paganos. El Estado, por medio de la escuela pública, prácticamente acabó con el mapudungún y avergonzó a los niños de haberlo aprendido. El gobierno del general Pinochet, por su parte, allanó el camino para que la oligarquía chilena nuevamente se apropiara de las tierras que quedaban. Dictó la ley que convirtió las comunidades en propiedades privadas. La República de Chile y la oligarquía empresarial han sido genocidas. Nadie diga que nuestros aborígenes no han vivido un acabo mundi.

¿Y hoy? No está mal dejarse llevar un rato por el miedo. Imaginemos lo peor. ¿Qué hacer para impedirlo? Dos son las posibilidades: una fuga mundi o un amor mundi.

El recurso a la fuga mundi, huir del mundo, es antiguo. Lo han conocido los griegos, los anacoretas cristianos, las sectas apocalípticas y la llamada cota mil. Lo Barnechea, en los años de la Dictadura, se deshizo de un campamento completo. Manu militari, fue a botar a sus pobladores a Cerro Navia. La gente perdió su trabajo. Sus hijos, heridos en su dignidad de por vida, cabalgan ahora sobre el caballo del General Baquedano. La fuga mundi es instintiva. Se da en la actualidad en todos nosotros cuando estamos más preocupados de evitar el contagio de los demás que contagiarlos nosotros a ellos. La fuga mundiconsiste en salvar el cuerpo, el alma, la clase, la cultura, la religión, las posesiones a costa de los demás o dándonos lo mismo su suerte. La fuga mundi opera demonizando al resto. Pues, si los otros son distintos de nosotros, si la humanidad y la bendición del cielo son nuestras, ellos, los desechables, pueden ser explotados u olvidados sin problema.

La alternativa a la fuga mundi es el amor mundi: el amor a un mundo que debiera ser nuestro, que pudiera llegar a ser nuestro porque no lo es y que lo será si se dan las batallas necesarias para integrar a los demás con sus diferencias. Las actuales circunstancias son un momento privilegiado para adentrarse cada uno en su propio corazón. ¿Cómo y para quiénes hemos vivido? Supongamos que para los nuestros. Pero, ¿a costa de quiénes? ¿Cuánto le hemos costado al planeta? Recluidos en nuestras casas —los que pueden hacerlo, no así los reponedores, las cajeras, los empleados farmacéuticos, los choferes, las doctoras y los enfermeros, los servidores públicos, tantos, comenzando por los basureros, y muchas otras personas que trabajan para nosotros— podemos hacer cuentas con la historia.

Nos contagiamos el coronavirus. Pero, para defendernos, hemos a dar la pelea juntos. Se trata de un terrible enemigo. Pero, si actuamos como hermanos, si somos disciplinados en cuidarnos, lo derrotaremos y triunfaremos también sobre la catástrofe económica impajaritable. Todas las prácticas de amor por un mundo que todavía no compartimos como debiéramos, anticipan el fin de calamidades morales. Si actuamos como si el peor enemigo no fuera el virus sino nosotros mismos, si nuestro amor mundi fuera la locomotora de nuestra vida personal y colectiva, las enfermedades serían menos tristes. Porque el virus es un bicho más, y alguna buena función cumplirá en la compleja red de relaciones entre los seres vivos y los inertes, pero la más temible de las pestes es la del egoísmo y la codicia.

¡Quién sabe! Tal vez de octubre de 2019 a octubre de 2020 hayamos terminado de aprender lo único realmente importante. ¿Qué? Aquello que aún no existe, pero que solo con amor podemos y debemos inventar. Porque sin amor mundi se nos hará muy cuesta arriba cuidar el agua y derrotar la sequía con obras públicas de gran envergadura, cumplir con los compromisos sociales, económicos y políticas adquiridos recientemente y, por último, superar esta tristísima pandemia.

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Fuente: https://jorgecostadoat.cl/wp

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