La necesidad de una nueva cultura.
La mejor recomendación para quien tenga que administrar una empresa, una organización, una escuela, en estos momentos difíciles, es que asuma la tarea indelegable de crear una nueva cultura.
Ahora bien, ¿cómo sabemos si el momento crítico ha llegado al máximo? En este sentido, en toda crisis, debemos reconocer que existe un problema adaptativo y un problema técnico. Si recurrimos al médico y este nos diagnostica apendicitis, como profesional enfrenta un problema, cuya naturaleza es técnica, y que puede resolver sin requerir un cambio importante en el comportamiento nuestro como pacientes. Basta con una intervención perfectamente estandarizada y una recuperación relativamente simple. Pero si nos diagnostica hipertensión, la solución no radica en algo que el médico pueda hacer, sino en que él logre que nosotros llevemos a cabo cambios muy importantes en los hábitos de vida bajo su guía. Aquí el problema dejó de ser exclusivamente técnico, es adaptativo. Y entonces quien conduce, en este caso el médico, debe asumir el reto de estimularnos a hacer cambios sustanciales durante el resto de nuestras vidas.
Siguiendo con la alegoría, cuando la organización está delante de una crisis enfrenta problemas de adaptación y cuanto más flexible es su estructura más posibilidades de adaptación tiene. Llamo flexible a la organización que ha desarrollado sus capacidades de manera equitativa en todos sus estamentos. Menos flexibles son las organizaciones cuyas capacidades centrales se encuentran exclusivamente en la cúspide. El camino es creer en la confianza recíproca, no acaparar ciencia relativa y poder.
Los problemas de adaptación tienen una característica similar en todos los seres vivos, incluyendo las organizaciones: por un lado, la dificultad de diagnóstico, y por otro, la dificultad de encontrar soluciones. Cuando no sabemos qué es lo que nos pasa ni el por qué, el problema de la adaptación se vuelve inabarcable. Es por eso que se vuelve imprescindible crear una nueva cultura, esto es, seguir una nueva ley que nos salve.
El papel de quien conduce, en esta circunstancia, es crear confianza en la gente. No hay nada peor que desalentar a la gente, hacerles creer que no están a la altura de las circunstancias. Movilizar a toda la organización a hacer un trabajo profundo de adaptación puede resultar tedioso, pero puede llegar a ser imposible si se parte de la base que la gente no puede hacerlo. Los problemas adaptativos no tienen respuestas fáciles. Pero hay algo que sí se sabe: estas respuestas deben ser comunitarias. Asumir un problema de adaptación es ponerse en camino, y un camino que es incierto.
Escuchar y abandonar. Cuando Abraham escucha la voz se activa otra palabra de Dios que no es la más fácil de vivir: “Abandona…”. “Abandona tu país, tus parientes y la casa de tus padres para ir al país que te señalaré”. Y fue que Abraham cumplió la palabra de Dios y partió. Esta acción desencadena un doble movimiento: un cambio de domicilio —lo que no es lo más importante—, pero, sobre todo, una modificación en su actitud de espíritu. Lo que cuenta no es el cambiar de lugar, es el cambio interior de un modo existencial lo que define esta actitud, que en lo sucesivo está ordenada por la fe. Se parte y se deja, y esta es la historia de todo hombre en marcha.
Sin embargo, no todos los desarraigos son iguales. Las Escrituras nos dan a conocer desarraigos muy diversos en la historia de la salvación. Con Abraham presenciamos un desarraigo de obediencia, mientras que los tres desarraigos anteriores de los que nos habla la Biblia son debido a la desobediencia. El de Adán, arrojado fuera del Edén, echado de su lugar de origen. El de Caín, quien después de dar muerte a su hermano se ve maldecido, perseguido y errante recorriendo la tierra. Y por último el de Babel, en el que Dios los dispersó sobre toda la tierra. En síntesis, no es solo la voluntad de Dios la que nos desarraiga, también nuestros actos lo hacen más aún cuando estamos enraizados de manera no genuina.
Con Abraham, por el contrario, se ve un desarraigo especial, el de la obediencia. La promesa hecha a Abraham es tenue, como todas las promesas, su peso es solo el de una palabra, parte sin la menor seguridad. Mientras que nosotros tenemos siempre el deseo de sentir bajo nuestros pies la tierra firme, el apoyo sólido de un mundo que de tan perfecto no es real. Por la fe, Abraham vino a estar en la tierra prometida como en un país extranjero, viviendo en tiendas. Fruto del desarraigo, la pobreza. Cuando aún hoy se tiene la experiencia de vivir en un país extranjero, no sabiendo el idioma de su gente, sus costumbres, sus lugares de pertenencia, experimentamos pobreza: no poder expresarse, no poder decir más que la décima parte de lo que quisiera decir, eso es pobreza. Abraham está a la espera del plan de Dios. “Si el señor no construye la ciudad en vano se fatigan sus albañiles”, dice el Salmo. Esta ciudad celeste que desciende de lo alto, la que esperamos, es contraria a la torre de Babel. Hoy se da la torre de Babel cuando nosotros, los hombres, nos dedicamos a hacer nuestros planes y queremos construir por nosotros mismos y a partir de nosotros mismos.
Ahora vayamos a los problemas y las agitaciones del momento presente. A los problemas de la gente. Podríamos plantearlo así: al drama de la única o doble fidelidad, caminar en las oscuras paciencias de la fe. ¿Fidelidad a la razón y fidelidad a la fe? ¿Fidelidad a Dios y fidelidad al mundo? El dilema se plantea como la celada de la doble fidelidad. Sin embargo, la verdadera comunidad es la de la interdependencia, en donde en el otro y con el otro encontramos a Dios.
Cuando uno vende y el otro no compra, y no compra porque no recibe, no es un problema de uno o de otro aislado, sino de todos. Una cultura nueva se impone. El mundo, después de la tormenta, ¿estará preparado para una nueva forma de ser? ¿Un ser en el otro y con el otro, será posible? No todas las comunidades son iguales. Y no hablo igualmente de todas. Cuando la comunidad de semejanza, de similitud —pensemos un país, si es que lo ha logrado— se erige en absoluto, engendra la división y el conflicto porque se opone fatalmente a otras. Su interés particular le oculta el bien común más amplio. Crea exclusividad, bloques y conduce forzosamente a luchas de clases, de sectores, de naciones contra naciones. En cambio, cuando es, ante todo, fraterna, es decir, que apuesta por la unidad, se puede tener verdaderamente una comunidad de destino total, sin renunciar a nada de lo que se es en sí mismo ni a lo que se debe dar a los otros. La verdadera comunidad, la que puede llevarse hasta el fin, es la comunidad de la interdependencia, la que me gusta llamar fraternidad orgánica. Cuando somos semejantes, por ejemplo, si un empresario de un lugar del mundo vende menos, no afecta al empresario de otro lugar del mundo. En cambio, dos empresarios asociados, dos campesinos asociados, por el contrario, no solo viven el uno con el otro y se parecen, sino que son el uno para el otro. Esta es la verdadera fraternidad. La que nos lleva a ponernos en el lugar del otro.
Marcel Duchamp, el gran artista del siglo XX, expresa que los espectadores son los que hacen la obra de arte. Del mismo modo, el encuentro con el otro es lo que me hace verdaderamente humano.
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Fuente: https://ciudadnueva.com.ar