Una Iglesia «en estado de oración»: La centralidad de Jesús en nuestra vida

Reflexiones en torno a Mc 14, 12–16.22–25. Esa coherencia absoluta entre su decir, su actuar y su ser: él es la Palabra de Dios, que no defrauda y que permanece para siempre; él es el amor de Dios hecho carne para la vida del mundo.

En su carta dirigida a los obispos de Chile, ante la grave crisis que afecta a la Iglesia católica en nuestro país, el papa Francisco sugiere «poner a la Iglesia de Chile en estado de oración» y nos invita a fijar nuestra mirada en Cristo: «Miremos su vida y sus gestos, especialmente cuando se muestra compasivo y misericordioso».

La liturgia nos ofrece, el primer domingo de junio, una buena oportunidad para fijar nuestra mirada en «la vida y los gestos» de nuestro Señor, gracias a la celebración anual del Cuerpo y la Sangre de Cristo, ese misterio de amor, de vida y de comunidad que es la Eucaristía.

Así pues, en un gesto de amor inconmensurable, Jesús quiso quedarse para siempre en medio de la comunidad de sus discípulos a través del sacramento «del pan y del vino», convertidos en «su cuerpo y su sangre», alimento y vida para los suyos y para el mundo entero.

Sentado a la mesa con sus apóstoles, celebrando la Pascua del pueblo judío —fiesta de liberación de la esclavitud y recuerdo de su constitución como pueblo de Dios—, Jesús le da un giro sorpresivo e inusitado a dicha celebración: él toma el lugar de la víctima pascual que entrega su vida y muere para liberarnos del pecado y dar inicio al nuevo pueblo de Dios, fruto de la nueva alianza en su sangre (cf. 1 Co 11, 23-26). Efectivamente, Jesús explica a sus discípulos —la noche antes de morir y de manera simbólica— el sentido profundo de lo que se materializaría al día siguiente en la cruz.

El texto que aquí nos ocupa es el relato de la Institución de la Eucaristía, tal como nos lo refiere el evangelio según san Marcos (Mc 14,12-16.22-25). En su parte central —versículo 22— son atribuidos a Jesús cinco verbos principales: tomar, bendecir, partir, dar y decir. Todo lo anterior referido al pan, y que concluye con la célebre frase: «Tomen, esto es mi cuerpo».

Lo que hace Jesús es identificar su cuerpo —es decir, su propia vida— con un trozo de pan, el que ha previamente tomado en sus manos y bendecido, pronunciando una oración; pan que él parte y da a sus discípulos, para ser comido por ellos. Este insólito gesto de Jesús no es, sin embargo, ajeno al resto de su vida. En efecto, toda la vida de Jesús fue un continuo asumirse en su doble condición de Hijo de Dios e Hijo del Hombre, haciendo suya la misión recibida del Padre. Jesús se empoderó de su misión y de su destino: con confianza, valentía y decisión, fue siempre adelante y tomó la vida en sus manos.

Una vida bendecida. Ante todo, bendecida por la oración constante que fluía de sus labios y se dirigía al Padre, en la soledad del desierto o en lo alto de una montaña; lo más propio del Hijo es esa comunión íntima y amorosa con el Padre, en el Espíritu Santo. Y junto a eso, una vida bendecida de tanto «decir bien» a los demás: de tanto perdonar, de tanto sanar, de tanto practicar misericordia.

Una vida que se parte. Los evangelios nos relatan que Jesús no tenía dónde reclinar la cabeza, y que ni él ni sus apóstoles tenían tiempo, siquiera, para comer y —cuanto menos— para descansar (cf. Mt 8, 20; Mc 6, 30-33). Jesús, olvidándose de sí, hace de su vida una vida para los demás: él se parte y se reparte en favor de otros; carga con su cruz y sube a ella para «partir» su vida por amor a sus hermanos.

Una vida que se da. El mismo Jesús lo habría de decir: «Nadie tiene un amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Y es eso lo que él hizo, no solo al momento de morir, sino a lo largo de toda su vida. La vida de Jesús fue un constante darse a los demás por amor y fidelidad a Dios, por amor y fidelidad a la humanidad.

En fin, si algo caracterizó a Jesús fue su palabra: sus enseñanzas, sus parábolas, sus discursos… Aún más, fue esa coherencia absoluta entre su decir, su actuar y su ser: él es la Palabra de Dios, que no defrauda y que permanece para siempre; él es el amor de Dios hecho carne para la vida del mundo.

Al terminar, dos consejos «ignacianos» para tiempos de crisis. Primero: (re-) posicionar a Jesús al centro de nuestras vidas; él vivió eucarísticamente y así nos invita a vivir. Segundo: no dejarnos vencer por la desesperanza; o, en palabras del papa Francisco, «no quedarnos rumiando la desolación». MSJ

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Fuente: Reflexión publicada en Revista Mensaje N°669, junio 2018.

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