Cuando se cumplieron dos décadas del 11 de septiembre de 1973, un Comentario Nacional escrito por el cientista político Óscar Godoy hizo un balance de lo ocurrido desde entonces. En septiembre de 1993, el analista abordó las causas del golpe y las tensiones y situaciones vividas desde entonces, incluyendo aspectos sociales, el avance a la democracia, los cambios económicos y el saldo en materia de derechos humanos.
Hace veinte años el régimen democrático chileno sufrió la más severa crisis política de su historia. La cercanía de este evento dificulta el hallazgo de esa perspectiva precisa que permitiría una mirada objetiva, abarcante y justa. Han pasado menos de cuatro años desde que el general Pinochet traspasó el poder al gobierno del presidente Aylwin y los efectos principales de 16 años de gobierno militar siguen actualizando su propia presencia y obstaculizando un balance histórico frío y desapasionado.
Aun cuando podemos conceptualizar la sucesión quiebre de la democracia-régimen autoritario-reinicio de la democracia como un bloque histórico, su pesada materialidad no nos permite comprenderla en toda su complejidad. Para reducir su narración a cinco líneas de un diccionario o de un manual elemental de historia, que expresen un juicio verdadero y comprehensivo, deberá pasar aún más tiempo.
En la precariedad de la posición descrita hay que recurrir a la interpretación. Y, por lo mismo, abrir un debate. Cualquiera sea la eficacia del recurso hermenéutico que usemos para establecer algún juicio acerca de este período, no vamos a poder evitar una discusión sobre la verdad y falsedad, justicia e injusticia, de contenido. Si aún no existe una versión descriptiva de los hechos, suficientemente aceptable para un espectador racional, que pusiera entre paréntesis sus inclinaciones, creencias y pasiones, no podemos pedir más que una interpretación de lo acontecido durante esos años.
En este texto solamente se pretende interpretar la sucesión de los tres grandes eventos señalados a la luz de los criterios que se mencionan sucintamente a continuación. Por una parte, se recurre a la teoría del consenso, para explicar el quiebre democrático en los años 70 y la recreación y puesta en marcha de la democracia en los 90. Por otra, se adopta el paradigma de la democracia representativa, para discernir aquellos aspectos del régimen militar que fueron funcionales o disfuncionales a la continuidad y reconstrucción democrática del país. Y, finalmente, se apela a ciertos bienes éticos, para juzgar moralmente determinadas conductas, prácticas y acciones, que definen al autoritarismo del régimen militar y podrían marcar la imagen histórica de su larga acción gobernante.
A mi juicio, la caída del gobierno de Salvador Allende, y la del régimen democrático, el día 11 de septiembre de 1973, es la culminación final de un proceso de persistente deterioro del consenso democrático básico de nuestro país. A este respecto existe un acuerdo bastante amplio entre los analistas. Muchos de ellos han recurrido a las categorías de Sartori de “distancia relativa” y “efectos centrífugos y centrípetos” para analizar las relaciones de las ideologías y las prácticas de los partidos y grupos políticos entre sí. En efecto, en los años sesenta las distancias ideológicas de las opciones políticas se acentúan, dejan de competir pacíficamente e ingresan en un espacio de antagonismo radical. Las bases de la amistad cívica se deterioran y surge un fuerte movimiento de enfrentamiento amigo-enemigo. Las distancias fueron tales que el centro político, cuya función es ejercer una atracción moderadora hacia sí, se contaminó y parte de su dirigencia actuó orientando su poder de convocatoria hacia los extremos, en un dinamismo de centrifugación. Los efectos de ese dinamismo fueron devastadores, porque radicalizaron las propuestas políticas, hasta hacerlas contradictorias e incompatibles no solamente entre sí, sino respecto de las bases constitucionales del país. En ese momento se hizo evidente un quiebre a nivel del consenso fundamental.
La ruptura del consenso se expresa en la retórica revolucionaria de la época. No solamente porque había sectores que proponían una revolución, sino por el rápido acercamiento cualitativo de grupos socialdemócratas y humanistas cristianos a los paradigmas de la revolución marxista. Partir desde cero significaba sustituir la democracia representativa y la economía de mercado, por otras formas de democracia y por modelos económicos que iban desde formas mixtas con predominio del Estado hasta la centralización socialista. La difusión de proyectos de esta envergadura, y la aparente obsolescencia de la democracia representativa o formal, impulsó una generalización de las conductas políticas desleales al sistema vigente. De este modo, los actores políticos se dispusieron a recurrir o usar la fuerza como último recurso político. Y a darle legitimidad a esa disposición, con argumentos de validación ética e incluso teológica.
El gobierno de Salvador Allende, mirado retrospectivamente, está marcado por su carácter minoritario. Allende asciende a la Presidencia elegido por una minoría de votos, refrendada por un procedimiento débil y vulnerable, como era la costumbre del Parlamento, al actuar como colegio electoral de segunda instancia, de atribuirle esa magistratura a la primera mayoría relativa. Además, la coalición que lo apoyaba era minoritaria en el Parlamento. En esas condiciones, y no tratándose de un gobierno de administración, sino revolucionario y con ánimo fundacional, su posición era extremadamente peligrosa. En efecto, ese proyecto no era viable por el camino del consenso, ni tampoco por la vía mayoritaria. Más bien se sustentaba en sí mismo, en el valor intrínseco de su propia verdad.
La racionalidad de la democracia representativa, y del pluralismo, es contradictoria con la racionalidad de un proyecto monista comprehensivo. Creo que allí hay una explicación del quiebre. Sin consenso básico y actores políticos dispersos y aislados, era fácil que cada cual se enclaustrase en su propio proyecto, generando una especie de estado de naturaleza en que todos eran enemigos de todos.
Ahora bien, en esta situación anarquizante o de sociedad disuelta, las Fuerzas Armadas se mantuvieron como un núcleo unido y coherente. Por este motivo, casi por un mecanismo de gravedad, su tendencia fue llenar el vacío de autoridad existente, como lo hicieron. (Esto se venía sintiendo aun antes de 1973, cuando las más diversas tendencias políticas pidieron que los militares fueran llamados a ocupar ministerios claves para permitir la puesta en marcha del país que estaba paralizado). De allí que, según mi interpretación, el día 11 de septiembre no hubiese sólo un golpe de Estado, sino algo más: la ocupación de una vacancia de poder gobernante, producida por falta de consenso, ausencia de un parámetro cierto y evidente de legitimidad y debilitamiento generalizado de la legalidad (que obligaba a buscar resquicios). Hay que recordar que tanto el Parlamento como el Poder Judicial habían expresado la ilegitimidad de ejercicio en que estaba incurriendo el gobierno de la época.
El gobierno militar se inicia el 11 de septiembre de 1973 y termina el 4 de marzo de 1990. Desde un punto de vista ético político, es un gobierno ilegítimo en su origen, pero que se legitima en el ejercicio del poder. Esto es duro de aceptar para partidarios y antagonistas de ese gobierno. Los primeros consideran que es legítimo desde sus comienzos, pero no es así, porque independientemente de que se tratara de la ocupación de una vacancia de autoridad, la legitimidad chilena del acceso a la gobernación del país se funda en procedimientos democráticos. Y otros sostienen que nunca la tuvo. Pero, la verdad es que el país se reorganizó, y su población aceptó con un grado de voluntad mayor que la coerción que se ejercía sobre ella, la autoridad del gobierno militar y se incorporó a la realización de su proyecto político. Tanto es así, que la Iglesia aun cuando condenó ciertas conductas del régimen, no lo condenó como tal. Eso se desprende desde la 1ª. declaración del Comité Permanente del Episcopado entregada el 13 de septiembre de 1973. Todo este proceso recibe una rúbrica final: el general Pinochet traspasó ordenadamente el poder político a un gobierno representativo el 4 de marzo de 1990.
En la legitimación del gobierno militar jugó un papel central la relación que él, desde sus inicios, se propuso establecer entre la democracia tradicional chilena y su propio proyecto.
La intervención militar se justificó a sí misma como un proceso de recuperación o restauración de la democracia. En efecto, la autoridad militar reconoció originalmente que la tarea que se proponía realizar era afín a la continuidad histórica del país. En sus comienzos, esta voluntad podía ponerse en duda e interpretarse como un pretexto. Y así fue percibida cuando se sustituyeron los plazos por las metas. A esta sospecha también colaboró la difusión de la doctrina de la seguridad nacional, que en alguna de sus versiones tiene rasgos omnicomprensivos: todo cabe y se justifica en y desde ella. Pero, en definitiva, la marcha de los acontecimientos fue marcando un paulatino retorno a la democracia. Además, hay que reconocer que el gobierno militar, aun cuando recibió la colaboración de sectores antidemocráticos duros, no cedió a la tentación de orientar su obra política en la dirección que ellos le propusieron (nacionalismo extremo y corporativismo).
Las modernizaciones económicas constituyeron un factor que alimentó fuertemente el proceso político y social de redemocratización. El país realizó una enorme transformación de sus estructuras económicas, con mucha anticipación a los cambios que han emprendido los países latinoamericanos en esta década, cuyos resultados positivos han fortalecido la transición a la democracia. Estas modernizaciones no solamente se deben medir en virtud de sus resultados: adecuación del sistema financiero y productivo a las demandas de una economía global y altamente competitiva; crecimiento económico y elevado de la calidad de vida de los chilenos. También hay que evaluarla cualitativamente como un impulso hacia una mayor autonomía de la sociedad civil; y, por lo mismo, como un movimiento hacia nuevas formas de libertad social. En efecto, las libertades económicas, una vez actualizadas, no podían sino ser completadas por las libertades políticas, sin las cuales aquellas dejan de ser libertades. Desde esta perspectiva, las modernizaciones están en línea con la democratización. Y más aun si consideramos que la presencia de Chile en los mercados internacionales, especialmente en aquellos de los países industrializados, solamente podía mejorar si el país superaba el régimen autoritario.
Por otra parte, durante los años del régimen militar ocurre un fenómeno paralelo de gran trascendencia. Durante los años 60 había empezado a articularse una vasta crisis de la ideología marxista y las democracias populares. Paradojalmente, cuando muchos chilenos creíamos que nos librábamos de un proceso fatal, justo antes de ingresar a su instancia de supuesta irreversibilidad (hipótesis del punto de no retorno), allí donde aquel parecía haberse instalado para siempre, empezó a desarticularse hasta su colapso final en la mitad de los 80. El reverso de este fenómeno es la fuerte renovación de las ideas y prácticas liberales que se despliega entre los años sesenta y ochenta. Renovación que había encontrado un alero en nuestro país, a raíz de una temprana acogida del pensamiento de Hayek, Von Mises y Friedman, entre otros. En consecuencia, el régimen militar coincide con un fenómeno multifacético, que al iniciarse ya tenía varios años de gestación, y que influye en la dirección de los grandes cambios que acontecen a nivel mundial.
El retorno a la democracia ha sido complejo y difícil. Los problemas experimentados por la democracia en los años 60, y el influjo de los sectores más conservadores que lo apoyaron, indujo al gobierno militar a elaborar y hacer aprobar una constitución para una democracia protegida. La intención de sus autores fue defender a la democracia de sus enemigos, por la exclusión de doctrinas y prácticas anti-democráticas (limitación al pluralismo), la reducción de la fragmentación política excesiva (sistema mayoritario) y la atribución a las Fuerzas Armadas de la función de custodios últimos del régimen constitucional democrático (FF.AA. como garantes del régimen político e institucionalización procedimental de esta doctrina). La evolución política ha disminuido la radicalidad de los mecanismos de protección de la Constitución de 1980, pero aun así ella sigue conservando su característica central: siendo básicamente democrática, constitucionaliza la participación de las Fuerzas Armadas en el proceso político. Y esta es quizás la herencia institucional más autoritaria del gobierno militar.
Finalmente, es imposible dar una visión sinóptica de estos veinte años, sin una referencia a las graves violaciones a los derechos humanos ocurridas durante ese período. Este hecho ha dejado huellas profundas en la conciencia colectiva, cuya impronta es más fuerte que cualquier intento por relegarla artificialmente a un olvido neutro. Sus elencos cubren problemas de justicia, reconciliación, pacificación social y relaciones entre el Estado y sus propias Fuerzas Armadas. El gobierno democrático, en un contexto de equilibrio de fuerzas y poderes formales e informales, democráticos y no democráticos, ha privilegiado el conocimiento de la verdad, reconociendo que la prudencia política señala la imposibilidad de hacer justicia en la plenitud de su sentido: no puede restituir vidas, ni castigar acciones criminales cubiertas por la ley de amnistía; sólo puede compensar, que es un modo derivado e imperfecto de darle a cada cual lo suyo. Esta ruptura, al interior de una visión integral de la justicia, mantendrá vigente el tema de esas violaciones —especialmente del desaparecimiento de 2.200 personas— por un largo tiempo. Un estigma que pesa sobre todos.