Roberto Gargarella: «Nuestras instituciones fueron pensadas para sociedades que ya no existen»

El académico explica que hoy la sociología política cambió infinitamente, porque vivimos en sociedades multiculturales y divididas en un sinnúmero de grupos heterogéneos, con lo cual hay un problema estructural para la representación plena que no se soluciona bajo el antiguo esquema.

El sociólogo y abogado argentino Roberto Gargarella posee un amplio currículum que lo avala a la hora de hablar de teoría constitucional, democracia y filosofía política. Doctor en Derecho de la Universidad de Buenos Aires y en jurisprudencia por la Universidad de Chicago, se ha convertido en un referente para muchos investigadores políticos. Es autor, además, de La sala de máquinas de la Constitución, Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010) y Los fundamentos legales de la desigualdad, entre otros libros.

Usted ha señalado que el elitismo corroe las bases de los sistemas institucionales de nuestros países y alimenta el déficit democrático. ¿Están en crisis las democracias latinoamericanas?

En general, está en crisis la democracia. Estamos pasando un momento particularmente difícil por algunas circunstancias específicas, más allá de la coyuntura del Covid y el modo en que agrava las cosas. Creo que tiene que ver con problemas recientes y es lo que llamo la disonancia democrática. Esto es la ruptura entre lo que dice la Constitución y el contexto para el cual habla. Para decirlo de modo más específico: las constituciones nacieron en vínculo con un escenario de participación política muy reducida por distintas razones, algunas formales y otras informales. Por ejemplo, había muchos obstáculos para la participación política en América Latina, impedimentos del tipo de ingresos económicos, educación, etc. Y luego había las exclusiones propias de ese momento de vida política muy verticalista y autoritaria. Y las constituciones, obviamente, fueron expresión de ese momento y en parte ayudaron a reforzar ese modo de organización. Pero el contexto cambió radicalmente, en cuanto que hoy estamos en un momento en donde —para bien o para mal— hay esa sensación de lo que podríamos llamar empoderamiento democrático, de que somos dueños de la política, de que los representantes nos deben cuentas a nosotros. Y entonces tenemos el mismo entramado institucional en un contexto de expectativas y demandas hacia el sistema político completamente diferentes. Es como que el traje ha quedado chico, porque estaba diseñado para sociedades de baja participación, con mucha exclusión y hoy nos encontramos con una avidez democrática completamente inédita.

Si en las democracias es el pueblo el que elige a sus gobernantes, ¿por qué entonces la sociedad no se siente representada?

Viene de la mano con lo que decíamos antes. Hay un sistema de organización que también se quedó muy atrás y que tiene que ver con un problema de filosofía política. Pero también hay un tema que es de sociología política. Y es que, de un modo no tribal, las sociedades cambiaron radicalmente en cuanto a que otra vez las constituciones fueron pensadas para sociedades no solamente menos numerosas, sino, además, divididas en pocos grupos internamente homogéneos. Hoy la sociología política cambió infinitamente porque vivimos en sociedades fundamentalmente multiculturales y divididas en un sinnúmero de grupos heterogéneos, con lo cual hay un problema estructural para la representación plena que no se soluciona bajo el antiguo esquema. Por eso lo que ocurrió en Chile fue interesante, porque es el reconocimiento de la vida política que existe por fuera del entramado institucional del congreso. Hay un montón de gente que no se siente representada, que no le interesa en absoluto lo que ocurre allá adentro. Y eso no es simplemente el desencanto de unos radicales. Es un sentimiento, diría, totalmente razonable dado que nuestras instituciones fueron pensadas también para otro tipo de sociedades.

Si tuviese que definir un tipo de democracia que garantice mejor la toma de decisiones y respete justamente las demandas de las sociedades pluriculturales, ¿cuál sería ese sistema?

Un sistema que haga un especial esfuerzo por recoger lo que ocurre en la sociedad, muy lejos del centro de toma de decisiones (de la presidencia, del congreso, etc.). El tema es contar con instituciones y con medios que sean sensibles a lo que pasa allá afuera, que estén preparados para detectar eso. Ha habido formal e informalmente movimientos así, más asamblearios, que los celebro como pequeños pasos. Por ejemplo, en Chile en todo este proceso constituyente se hicieron esfuerzos por extender la mano e ir a buscar lo que pasaba allá afuera. Antes ya hubo intentos, esto de los cabildos, más o menos exitosos, pero que eran interesantes al menos en el reconocimiento de que faltaba demasiado en cuanto a lo que las viejas instituciones estaban logrando captar.

DEMOCRACIA: CONVERSACIÓN ENTRE IGUALES

Se habla mucho de una democracia deliberativa, ¿se refiere a eso?

Me resisto a todo lo que sea fetichizar ideas, conceptos que luego hacen que uno se convierta en esclavo de lo que está escrito en un libro. La democracia deliberativa apunta a algo de sentido común, y es lo que hoy llamo el valor de la conversación entre iguales. Bajo la idea también de que es importante que las cuestiones que nos afectan a todos sean temas sobre los cuales tengamos la posibilidad de decir algo. Y es tan complejo y tan simple como eso. Ese es mi ideal regulativo, de una democracia en donde cada vez más seamos consultados en los procesos de toma de decisiones sobre las cosas que nos impactan. Pero hay una idea muy instalada en el progresismo constitucional de que ganamos cuando le preguntamos a la ciudadanía sobre los temas importantes.

Y la verdad es que, en todos los problemas públicos, todo lo relevante está en el medio, en el sentido de los matices. No creo que el aborto sea sí o no, sino qué hacemos en este caso (la mujer fue violada), qué hacemos en este otro (la mujer era una niña), qué hacemos en esta ocasión (un abuso). Hay muchos detalles de los cuales necesitamos conversar, y entonces es una afrenta al ideal de democracia que defiendo, que se pregunte sí o no a la ciudadanía.

¿Pero entonces, los plebiscitos no ayudan?

Los plebiscitos, frente a sistemas que son ultra-excluyentes, parecen una buena noticia, porque abren el juego. Pero para quienes defendemos una democracia como conversación, la idea es muy distinta y eso no nos satisface. Lo que necesitamos son sistemas que ayuden a que los procesos de toma de decisión se acerquen más a la conversación entre iguales. Esto es que podamos discutir sí, no, por qué sí, por qué no. Se nos pone a votar por paquetes y uno no puede poner un matiz, entonces, otra vez, estamos permanentemente sujetos a ese tipo de extorsiones. Yo lo llamo la extorsión electoral o democrática, porque quedamos atrapados en eso que parecía que nos iba a liberar porque era un ejercicio democrático. No se trata de discutirlo todo y todo el tiempo, sino de conversar bien algunos temas relevantes.

DESIGUALDAD FUNDACIONAL

Roberto Gargarella se muestra cauto a la hora de consultarle sobre la situación de Chile. Dice que como extranjero “siempre hay que hablar con prudencia por todo lo que uno no conoce”.

A su juicio, ¿cuáles son los mayores problemas de Chile?

Lo que entiendo es que Chile participa de problemas que han sido comunes en toda la región. Tiene que ver con una desigualdad que está desde el momento fundacional, y que el paso del tiempo ha reafirmado. Creo que una buena Constitución —y metafóricamente una reconstitución del país— requiere muchas cosas. Y sería importante reconocer que la desigualdad —que cruza en distintos niveles a toda la sociedad— es un problema prioritario que merece una atención muy especial. Entonces, de las muchas cosas que uno diría, la primera es la importancia de reconocer la gravedad de la desigualdad como generadora de problemas. Soy consciente de que van 200 años en donde esas desigualdades iniciales se han ido acentuando. Pienso que uno puede guardar alguna esperanza en el proceso constituyente que ha tenido niveles de horizontalidad y de inclusión. Un buen primer paso para pensar mejor la organización constitucional básica.

Usted ha dicho que el otro gran problema es la concentración del poder.

Claro. La desigualdad social va de la mano de la económica y genera, por tanto, desigualdad institucional, en el sentido de que sistemas concentrados con un poder ejecutivo muy fuerte —típico esquema Latinoamericano— son un producto directo de la inequidad de origen.

¿Cómo vio el 18 de octubre?

Me parece que fue una expresión de lo que estamos hablando, que es el reconocimiento social de que hay un problema de raíz estructural muy fuerte en el modo en que está funcionando la organización institucional. Pero creo que en Chile no me concentraría en un día, sino en procesos que vienen de años, y uno podría decir inclusive que es un reflejo de su historia. Chile ha tenido en la superficie procesos institucionales más estables y prolijos que el resto de América Latina, ocultando formas de exclusión más fuertes y generando entonces de modo cíclico estallidos como en pocos lugares de la región. Por ejemplo, los de 1848-49, con la sociedad de la igualdad, son insólitos a nivel regional. Del mismo modo, el socialismo por vía electoral ha sido un fenómeno excepcional en América Latina. Y eso siempre enmarcado en un sistema que en su historia ha sido formalmente muy estable, de funcionamiento muy prolijo, pero también una olla a presión.

CULTURA JURÍDICA

¿Cómo se combate la desigualdad? ¿Solo entregando mayores derechos, lo que se ha denominado constitucionalismo social o hay algo más?

En el libro que escribí sobre América Latina —La sala de máquinas— insistí mucho sobre este punto. Las constituciones tienen dos partes: una sobre las declaraciones de derechos, otra sobre las organizaciones del poder. Los derechos, para estabilizarse, para echar raíces, necesitan ser acompañados por una organización del poder funcional a ellos. Y en general, hemos tenido esas dos partes de la Constitución desconectadas y hemos empezado a crear esas constituciones con dos almas. Entonces, si uno tiene una Constitución con derechos muy avanzada, y una organización del poder muy reaccionaria, muy de la vieja guardia, van a empezar a llevarse mal y, lamentablemente, quien tiende a prevalecer es la organización del poder concentrado.

Además, los derechos deben ser incorporados porque vivimos en una cultura jurídica, formalista y textualista, que permite a los jueces decir “lo que yo no veo no existe”. Entonces, frente a ese tipo de cultura —muy común en nuestros países— es importante dejar claro esos derechos.

¿Qué recomendación o consejo le daría a la Convención Constituyente?

Lo importante es mantener tendidos los lazos con la sociedad. El peor riesgo sería el del aislamiento y el de que la sociedad perciba que lo que está ocurriendo allá adentro otra vez no tiene nada que ver con lo que ocurre afuera. Ahora, en un punto lo tienen fácil, porque la actual Constitución está tan deslegitimada que es fácil que la nueva sea socialmente más legítima que la anterior, y eso ya es un paso importante.

¿Qué pensadores están aportando interesantes puntos de vista en la humanidad hoy?

Estoy muy vinculado con una línea de la filosofía política, de autores como Gerald Cohen y John Rawls, el gran filósofo político del siglo XX. Otro es Jürgen Habermas, quien, pese a su edad, sigue produciendo. En el derecho hubo un gran pensador —Ronald Dworkin— con el que disentía en muchas cosas, pero muy admirable, porque todos aprendimos mucho de él. En Argentina, en particular, tuve la suerte de trabajar muy cerca del filósofo político Carlos Nino. Es una vieja guardia que destaca, entre otras cosas, por lo sustantivo, porque había en ellos algo muy profundo de lo que uno podía aprender y que se extendía más allá de una idea. Hoy hay muchos pensadores rimbombantes o jubilosos, pero que me interesan menos y que me parecen más superficiales en todo sentido, con algo menos sustantivo para transmitir. Tuve un maestro —Adam Przeworski, cientista político polaco que vivió toda la vida en Estados Unidos y que fue mucho a Chile— que decía que veía a su alrededor muchos estudiantes muy profesionales, pero sin visión de mundo ni cómo cambiarlo. Y, claro, eso no está mal, simplemente que es algo distinto y que es un poco triste que se haya perdido esa cosmovisión, esa aspiración más sustantiva.

Una última pregunta, ¿sobre qué es optimista?

En lo personal, creo que hay formas de vivir más vinculadas con procesos profundos y menos con la búsqueda del éxito. Y creo eso que estaba muy presente en Marx, de la vida como autorrealización, la posibilidad de pensar y desarrollar las propias capacidades tanto como fuera posible. Eso tiene que ver con ideales que son asequibles y que para gente como yo —que somos de sectores académicos, que sobrevivimos aceptablemente— esos son ideales interesantes y alcanzables. Poder vivir de un modo con el cual uno pueda estar identificado. Creo que eso forma parte de un mundo posible. En cuanto a lo público, soy en general más pesimista, por la concentración del poder y la desigualdad. Creo que los cambios son factibles, pero las trabas son mayores. Eso no quiere decir que uno debe dedicarse a lo primero y no a lo segundo, pero sí tener una mirada realista respecto de los tipos de trabas que el pasado pone sobre el presente, y saber actuar conforme a ese problema. MSJ

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Roberto Gargarella tiene estudios post-doctorales en el Balliol College de la Universidad de Oxford. También ha sido profesor investigador visitante en las Universidades de Bergen y Oslo (Noruega), Pompeu Fabra (España), New York, Columbia, New School y Harvard (Estados Unidos).

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